YYo haré que camines de nuevo”, dijo el mecánico. La millonaria se rió, pero lo que hizo la dejó en shock. El taller

mecánico Hernández olía a aceite quemado, caucho caliente y café recalentado, sonidos de compresor,

radios viejas, metal golpeando metal, un mundo donde todo se mancha y nadie pide

permiso para trabajar. La camioneta negra se detuvo frente a la cortina a medio levantar. Bajó primero Esteban

Rivas, traje impecable, rostro de hombre entrenado para no reaccionar. Abrió la

puerta trasera y desplegó una rampa. Entonces apareció Victoria Sandoval,

blusa de seda italiana, broche de diamantes, uñas perfectas y una silla de

ruedas de titanio personalizada, pulida como un objeto de vitrina. Sus manos

descansaban sobre los apoyabrazos como si fueran un trono portátil. Las miradas del taller se pegaron a ella un segundo.

Victoria lo notó y sonrió sin calidez. Este es el lugar, preguntó como si el

polvo y la grasa fueran una falta de respeto personal. Sí, señora,”,

respondió Esteban con la voz baja. Victoria avanzó despacio. Las ruedas

dejaron una huella casi invisible sobre el piso manchado. Vio un coche destripado, herramientas colgando,

trapos negros por el uso, hombres con manos ásperas y su expresión se endureció como si cada detalle

confirmara lo que ella pensaba. “¿Qué pintoresco?”, dijo, “Me recuerda a esos

sitios donde la gente se acostumbra a vivir con poco.” Un joven dejó de limpiar una pieza. Nadie contestó. Desde

un rincón apareció él. Overol azul oscuro abierto a la mitad, camiseta gris, manos negras de grasa, una línea

de aceite en la mejilla, 40 y tantos espalda recta, ojos tranquilos. Se

detuvo frente a Victoria, sin apuro, sin reverencia. Buenas tardes”, dijo. “¿Qué

necesita?” Victoria lo miró como quien mira algo que no espera encontrar en su camino. Luego tocó con el dedo el brazo

de titanio de su silla. “Necesito que arregles esto.” La rueda vibra y el

reposapié se siente barato. Esteban dio un paso para mediar. “Señor, es un

modelo. Déjeme verla.” Interrumpió el mecánico sin alzar la voz. Victoria

soltó una carcajada breve de esas que no celebran, aplastan. Déjeme verla,

repitió. ¿Y tú quién eres? Ingeniero, especialista. El taller se quedó

suspendido en silencio. El mecánico se agachó y giró la rueda con dos dedos,

como quien escucha un instrumento. No miró el brillo del titanio con admiración, miró el mecanismo con

concentración. No vibra por la rueda dijo Victoria frunció el ceño irritada. ¿Cómo que no?

Vibra por el soporte del eje está mal ajustado y el reposapiés está

desalineado. Alguien lo tocó sin medir. Victoria se echó hacia atrás ofendida.

Eso lo ajustaron en el mejor centro de rehabilitación del país. El mecánico levantó la mirada con calma. Los mejores

también se equivocan. Esa frase la pinchó donde no había diamantes en el control. Victoria tensó

la mandíbula. Mira, mecánico dijo dejando caer la palabra como una moneda

sucia. Haz tu trabajo. Tú arreglas fierros. Yo manejo empresas. El mecánico

se puso de pie. Yo arreglo lo que otros dejan mal, respondió. Fierros y otras

cosas. Victoria rió más fuerte. esta vez delante de todos. Qué dramático. Eso lo

practicas cuando estás solo. Nadie se atrevió a reír con ella. Solo se escuchó

el zumbido del compresor, como si el lugar respirara. Victoria se inclinó un

poco hacia él, dejando que su perfume caro chocara con el olor del taller. “A mí nadie me contradice”, susurró. “Y

menos aquí.” El mecánico la observó un segundo sin ira, solo con una serenidad

que no era su misión. Y entonces dijo la frase, “Yo haré que camines de nuevo.”

La risa de Victoria fue automática, como un reflejo aprendido. “Por favor”, se

burló. “¿Y también haces milagros?” El mecánico no discutió, no intentó

convencerla con palabras, se agachó, metió la mano bajo el asiento de la silla y accionó una palanca oculta. Un

click profundo sonó distinto, como un seguro liberándose. Victoria abrió los

ojos. Oye, ¿qué haces? Él tomó una barra metálica del banco de trabajo y la llevó

hacia un viejo polipasto colgado en una viga. Ajustó una cadena corta, revisó

una correa ancha, como quien prepara una carga pesada, pero lo hacía con una delicadeza incómoda. Victoria se

encendió. Esteban. Esteban avanzó, pero el mecánico levantó una mano no

agresiva, solo firme. Y lo más humillante fue que Esteban se detuvo un instante, indeciso, como si el tono de

aquel hombre le hubiera ordenado el cuerpo. El mecánico colocó las correas alrededor de la cintura de Victoria, por

encima de la seda, sin mancharla. Ajustó el broche con precisión. Si no confías

ni un segundo, dijo, no va a pasar nada. Yo no confío en nadie. escupió Victoria.

“Entonces esto te va a doler más que las piernas”, respondió él y accionó el polipasto. La cadena crujió, la correa

tensó. El cuerpo de Victoria se elevó apenas unos centímetros, lo suficiente

para que sus pies tocaran el suelo. No fue magia, fue contacto. Y aún así,

Victoria se quedó sin aire. sintió presión en la planta del pie, un peso

que había olvidado, un cosquilleo mínimo, como una chispa en un cable

viejo. Sus dedos se movieron apenas, por reflejo, por memoria nerviosa. Victoria

abrió los ojos con terror. “No”, susurró, traicionada por su propia voz.

El mecánico sostuvo la barra frente a ella. “¡Agarra! Victoria dudó. Luego,

temblando, la tomó con ambas manos. El taller se volvió silencioso de verdad,

como si hasta la radio hubiera bajado el volumen. Con un ajuste milimétrico, el

mecánico la estabilizó. Victoria quedó de pie por primera vez en años, sostenida por correas y metal, pero de

pie. Las lágrimas le subieron sin permiso. No eran de emoción bonita, eran

de golpe, de choque, de miedo a creer. ¿Qué? ¿Qué es esto?, preguntó con la

garganta rota. El mecánico bajó un poco el polipasto para fijarla y se acercó lo