El Regreso de las Niñas de Piedra

Regresaron después de once años, pero cuando finalmente hablaron, cuando contaron lo que había sucedido durante todo ese tiempo, nadie quiso creerles. No porque la historia fuera imposible, sino porque era demasiado humana, demasiado cruel y aterradoramente posible.

Era septiembre de 1963 cuando la ciudad de Ouro Preto, con sus iglesias barrocas y sus calles de piedra empinadas, vio resurgir a sus fantasmas. Dos empleados del Ayuntamiento, limpiando el sótano de la antigua comisaría, encontraron documentos olvidados: papeles amarillentos y mohosos que narraban el caso de las hermanas Souza. Catarina, ahora de 25 años, y Donatela, de 21, habían aparecido caminando descalzas por la carretera de tierra que une Ouro Preto con Mariana, tomadas de la mano como dos niñas pequeñas atrapadas en cuerpos de mujeres.

El camionero que las encontró, un hombre rudo llamado Bento Alves, dijo que tenían algo en los ojos que nunca lograría olvidar. “Parecían haber visto al diablo en persona”, relató después a los investigadores, con la voz temblorosa. “Pero lo peor es que parecían haber aprendido a convivir con él”.

Para entender el final, primero hay que volver al principio, a aquel agosto sofocante de 1952. En las montañas de Minas Gerais, el verano seco llega como una maldición. El sol golpea las piedras coloniales y convierte las calles en hornos. El olor a tierra seca se mezcla con el aroma dulce del café en los patios vecinos. Catarina tenía entonces 14 años; Donatela, apenas 10. Eran hijas de Conceição Souza, una viuda de 32 años endurecida por la vida, que criaba a las niñas sola desde que su marido, Manuel, muriera sepultado en la mina de oro tres años antes.

Aquel sábado 16 de agosto, la rutina parecía inquebrantable. Conceição, agobiada por las deudas y la viudez, preparó una lista de compras: azúcar, harina, medicina para sus migrañas y jabón. Le entregó a Catarina un sobre con 23 cruzeiros y las instrucciones sagradas de siempre: “Vayan juntas. No se separen. No hablen con extraños. Si pasa algo, corran”.

Las vio bajar la ladera de la calle das Lajes. Donatela, con sus rizos rebeldes y esa energía inagotable, se dio la vuelta para gritar: “¡Chau, mamá, volvemos pronto!”. Esa fue la última vez que Conceição escuchó su voz infantil.

Las horas pasaron marcando el ritmo de la tragedia. A las diez debían llegar al mercado. A las doce, debían estar de regreso. A las dos de la tarde, el silencio de la casa se volvió opresivo. A las cinco, cuando el sol comenzó a teñir el cielo de un rojo sangriento detrás de las montañas, Conceição supo, con ese instinto visceral que solo tienen las madres, que el mundo se había roto.

La búsqueda fue frenética. Vecinos con lámparas de queroseno, policías con perros traídos de la capital, promesas de políticos y titulares en los periódicos. “El Misterio de las Hermanas Desaparecidas”. Pero la tierra parecía habérselas tragado. Los perros siguieron el rastro hasta un punto en la carretera y allí, simplemente, se detuvieron, gimiendo, confundidos. El rastro se había evaporado.

Los días se convirtieron en semanas; las semanas, en meses; y los meses, en años inexorables. La ciudad, poco a poco, empezó a olvidar. Los carteles con sus rostros se desvanecieron por la lluvia y el sol. Los vecinos dejaron de preguntar. Empezaron a murmurar que Conceição había perdido la razón. Y es que ella se negaba a aceptar la muerte. Seguía poniendo dos platos más en la mesa. Seguía lavando y planchando la ropa de sus hijas, que ya no les serviría. Todas las tardes, de 5 a 7, se paraba al final de la calle, mirando la carretera, esperando. La llamaban “la madre embrujada”.

Pero Conceição tenía razón.

Once años después, ese martes de 1963, Bento Alves frenó su camión al ver dos figuras espectrales en la carretera. Cuando les preguntó si necesitaban ayuda, ellas respondieron con una frase que le heló la sangre: “Estamos volviendo a casa”.

En la comisaría, el reencuentro fue una escena de dolor y milagro. Conceição, envejecida, con el cabello completamente blanco y el cuerpo consumido por la espera, cayó de rodillas al verlas. Pero las jóvenes que tenía delante no eran las niñas que despidió. Tenían la mirada vacía, movimientos sincronizados y extraños, y hablaban con un vocabulario limitado, arcaico.

—¿Dónde estuvieron? —preguntó el delegado Mário Fernandes, apenas conteniendo su ansiedad. —Con papá —dijo Catarina. —Su padre murió en 1949 —corrigió el delegado. —Nuestro otro papá. Tomás —respondió Donatela con naturalidad.

La historia que desgranaron en las horas siguientes era una pesadilla de aislamiento y manipulación psicológica. Un hombre, Tomás, las había interceptado en la carretera aquel sábado de 1952. Les dijo que su madre había tenido un accidente, que estaba muriendo, y que él había sido enviado para llevarlas a un lugar seguro. Las subió a una camioneta y las condujo durante horas por caminos de tierra hasta una casa aislada en lo profundo de la mata atlántica, en un valle olvidado donde ni siquiera llegaba el eco de la civilización.

Durante once años, Tomás las mantuvo allí. No había rejas, no había cadenas, pero había algo más fuerte: el miedo y la mentira. Les dijo que el mundo exterior se había acabado, que hubo una guerra, una plaga, y que solo ellos tres estaban a salvo. Les dijo que su madre había muerto de tristeza. Tomás las “cuidaba”, les daba comida, les enseñaba a cultivar, pero también les prohibía salir del perímetro de la casa. Se convirtió en su dios, su carcelero y su padre.

—¿Por qué volvieron ahora? —preguntó Conceição, acariciando la mano callosa de Catarina. —Porque él dijo que ya estábamos grandes —respondió Catarina, con la mirada perdida en la pared—. Dijo que la plaga había terminado y que ya no podía protegernos. Nos dio zapatos nuevos, nos llevó a la carretera y nos dijo: “Caminen hacia el norte y no miren atrás”.

La policía necesitaba encontrar a ese hombre. Catarina y Donatela, aunque confundidas y traumatizadas, lograron describir el camino inverso. Recordaban el sonido de una cascada específica, un puente de madera podrida y una formación rocosa que Tomás llamaba “El Dedo de Dios”.

Al día siguiente, una expedición policial, guiada por las descripciones de las hermanas, se adentró en la selva. Tardaron cuatro horas en encontrar el camino de tierra oculto por la vegetación. Al final del sendero, en un claro que parecía detenido en el tiempo, encontraron la casa. Era una construcción rústica pero sólida, con un huerto cuidado y gallinas picoteando en el suelo.

La casa estaba vacía.

En la mesa de la cocina, encontraron una taza de café a medio terminar y una nota escrita con una caligrafía elegante y antigua. Decía simplemente: “Mi trabajo ha terminado. Ellas están listas para el mundo, y el mundo, para su desgracia, está listo para ellas”.

Nunca encontraron a Tomás. Se organizaron batidas, se buscaron registros, pero el hombre era un fantasma. No existía en ningún censo, en ningún documento de propiedad. Era como si hubiera existido solo para robarles la infancia a las hermanas Souza y luego desvanecerse en la niebla de las montañas.

El regreso no fue un final feliz de cuento de hadas, sino el comienzo de una lenta y dolorosa reconstrucción. Catarina y Donatela tuvieron que aprender a vivir en un mundo que había avanzado una década sin ellas. La electricidad, la televisión, la música de los años 60; todo les resultaba ajeno y aterrador. A menudo, se las veía sentadas en el porche, tomadas de la mano, hablando en susurros sobre cosas que solo ellas entendían, compartiendo un vínculo forjado en el aislamiento que ni siquiera su madre podía penetrar del todo.

Conceição, sin embargo, encontró la paz. Ya no esperaba en la carretera. Sus hijas estaban en casa, heridas, cambiadas, marcadas por un destino cruel, pero vivas.

Años después, en 1975, Donatela, que había logrado recuperar cierta normalidad y trabajaba como costurera, le confesó a un periodista local algo que cerró el círculo de misterio. Dijo que, a veces, en sueños, todavía veía a Tomás. No como un monstruo, sino como un hombre triste y solitario que creía genuinamente que las estaba salvando de un mundo malvado.

—¿Lo odia? —preguntó el periodista. Donatela miró por la ventana hacia las montañas de Ouro Preto y respondió: —Nos robó la vida, señor. Nos robó a nuestra madre y nuestra inocencia. Pero lo que más me asusta no es odiarlo. Lo que más me asusta es que, a veces, en las noches frías, extraño la seguridad de esa prisión. Porque allí afuera, el mundo es grande y peligroso, y allí dentro, solo éramos nosotras y él.

La historia de las hermanas Souza se convirtió en una leyenda de Ouro Preto, una advertencia susurrada a los niños para que no se alejaran del camino. Pero para Catarina, Donatela y Conceição, fue la prueba de que el amor de una madre es la única fuerza capaz de desafiar al tiempo, a la locura y al olvido, trayendo de vuelta lo que la vida intentó arrebatar.