Capítulo I: El peso de la casa vieja
Mi nombre es Ricardo Fuentes, y durante más de veinte años, el cemento ha sido mi pan de cada día. He sido albañil, he visto de todo en las obras: accidentes trágicos, engaños de constructores, y esas cosas raras que la gente entierra sin decirle a nadie. Pero nada, absolutamente nada, se compara con lo que encontramos en esa casa del barrio viejo de San Miguel. Aquello no era un trabajo; era el inicio de una pesadilla.
Era una obra de remodelación ambiciosa. La casa, de estilo colonial, tenía paredes gruesas, techos altos y cimientos de piedra que parecían datar de la fundación del pueblo. La dueña, una señora mayor que solo se presentó como Doña Elvira, había heredado la propiedad y quería convertirla en un pequeño hotel boutique.
Desde el primer día que pusimos un pie allí, la casa me dio una sensación extraña. No era solo el silencio que absorbía el sonido, sino la manera en que el aire se sentía… pesado, como si estuviera cargado de electricidad estática y recuerdos olvidados.
Mi compañero de siempre, Gregorio “el Goyo” Solís, un hombre corpulento y bromista que siempre encontraba el lado gracioso a la miseria, lo resumió en su habitual tono sarcástico.
—Compadre, esta casa está “encantada” —decía, mientras fumaba un cigarrillo.
Lo decía en broma, pero a veces notaba que no se reía del todo. Las paredes del salón principal tenían unas manchas oscuras y húmedas que no salían ni con ácido. Por las noches, cuando Goyo y yo nos quedábamos a asegurar el material, se escuchaban golpes suaves, rítmicos, que parecían provenir del sótano.
Capítulo II: La losa prohibida
El sótano era un lugar particularmente inquietante. Era oscuro, con un olor a humedad y a tierra mojada. Doña Elvira nos había prohibido explícitamente tocar esa área. “Lo voy a arreglar más adelante”, nos dijo, “cuando sea necesario”. Sin embargo, la obra nos obligó a acercarnos.
Estábamos cavando en el jardín trasero para instalar el pozo de una nueva columna, un trabajo rutinario. Goyo, sudando y maldiciendo en voz baja, golpeó algo duro.
—Debe ser piedra, Ricardo —dijo, limpiando el polvo con la pala.
Pero no era piedra. Era una capa de cemento viejo, inusualmente grueso y con marcas de tajo que parecían hechas con prisa.
—Esto no está en los planos, Goyo —comenté, agachándome para ver mejor.
Golpeamos un poco más con el pico, y la forma se reveló. No era un cimiento; era una tapa de losa perfectamente cuadrada, como una escotilla oculta. En el centro, un sello de metal oxidado, casi indescifrable, parecía sujetarla. Era obvio que alguien había querido ocultar algo allí.
Llamamos al capataz, pero como era viernes por la tarde, estaba ansioso por irse. Nos dijo que lo revisáramos el lunes.
Pero la curiosidad pudo más. Esa noche, el aire denso de la casa nos atrapó. Nos quedamos los dos. Goyo, con su humor forzado, y yo, con un nudo de ansiedad en el estómago.
Encendimos una lámpara de queroseno y empezamos a romper el cemento con el cortafierro. Tardamos casi dos horas en liberar la tapa. El olor fue lo primero que nos golpeó. Un hedor a tierra podrida, a encierro prolongado y a algo dulzón que no pude identificar. Era un olor que te quemaba la garganta y te recordaba a la muerte.
Capítulo III: El objeto de trapo y los ojos secos
Debajo del bloque, se abría un hueco, un pequeño compartimiento de unos sesenta centímetros de profundidad, forrado con ladrillo viejo. Dentro, había algo envuelto cuidadosamente en un lienzo de tela gastada.
El Goyo, siempre más impulsivo, se armó de valor y lo sacó con cuidado.
Cuando la luz de la lámpara iluminó el objeto, su cara, curtida por el sol y la risa, cambió por completo. Era una mezcla de incredulidad y un terror primitivo.
—¿Qué es esa cosa, Ricardo? —murmuró.
No era basura. Era una muñeca… o, más bien, algo que se le parecía. Estaba hecha de trapo, pero su boca, cosida con un hilo grueso, estaba llena de dientes verdaderos. Los dientes de un niño pequeño. El cabello era humano, fino y oscuro. Y los ojos —Dios mío— eran ojos reales, secos, incrustados en la tela, mirando al vacío.
Retrocedí de inmediato, sintiendo el impulso de vomitar.
—¡Tírala, Goyo! ¡Tírala ya!
Pero él no lo hizo. Se quedó mirando la muñeca, inmóvil, con la respiración entrecortada.
—Está caliente —murmuró en un susurro casi inaudible.
—¿Qué decís? ¿El qué?
—El trapo… está caliente.
Me le acerqué, temblando, y extendí la mano. El trapo no estaba frío ni húmedo como la tierra. Vibraba, desprendía un calor anómalo, como si algo dentro respirara con lentitud.
Salimos corriendo, sin pensarlo. Dejamos la lámpara, el pico, el cortafierro. Corrimos fuera de la casa, sintiendo que el aire denso nos perseguía.

Capítulo IV: La desaparición y el regreso
A la mañana siguiente, cuando llegamos con el capataz, la losa estaba intacta. El hueco estaba tapado de nuevo. Como si nunca hubiéramos roto nada. El bloque de cemento estaba perfectamente sellado, y las herramientas, a un costado, estaban limpias. El capataz nos miró como si estuviéramos locos.
—¿De qué me están hablando? Aquí no hay nada. La columna va del otro lado.
Goyo no volvió a trabajar ese día. Ni el siguiente. Lo llamé varias veces, pero nadie contestaba. Su esposa me dijo que se había ido de la casa sin decir adónde.
Hasta que Doña Elvira me preguntó por él. “Vi a su compañero en la madrugada, parado frente a la casa, mirando hacia el sótano. Tenía los ojos raros, como si no me viera”, me dijo con un escalofrío.
Decidí entrar solo esa noche. No sé por qué lo hice. Supongo que necesitaba entender. El miedo era inmenso, pero la necesidad de saber qué le había pasado a mi amigo era mayor.
Para mi sorpresa, la puerta del sótano, que siempre estaba sellada, ahora estaba abierta. Bajé con una linterna, y el aire denso me golpeó con más fuerza. Lo que vi me dejó sin aire.
Las paredes estaban cubiertas de símbolos pintados con lo que parecía barro oscuro mezclado con sangre. Cruces invertidas, círculos, y la impresión de manos pequeñas. En el centro, había una mesa de piedra rústica. Y sobre ella, la muñeca.
Pero ya no era igual. La tela estaba firme, tensa, como si algo dentro hubiera desarrollado huesos. Los ojos, que antes parecían secos, ahora brillaban con una humedad imposible, fijos en la entrada.
Y justo al lado, en una esquina, estaba el Goyo. De rodillas. Su rostro estaba pálido, y su cuerpo temblaba.
—¿Qué hacés acá, Goyo? —le grité, mi voz sonó estrangulada.
No me respondió. Solo levantó la cabeza. Tenía la boca llena de sangre, y entre sus manos sostenía un pedazo de tela marrón, la tela que envolvía a la muñeca.
—No debiste sacarla —susurró, con una voz que no era la suya—. No debimos tocarla.
La luz de la linterna parpadeó, y por un segundo, mi corazón se detuvo. Vi algo moverse detrás de la mesa. Una figura pequeña, encorvada. Se arrastraba lentamente, pero se sentía pesada, viva. Tenía la piel como barro húmedo, los ojos hundidos, y una sonrisa torcida que dejaba ver dientes desiguales.
No recuerdo cómo salí. Solo sé que desperté afuera, tirado sobre la grava, con la linterna rota a mi lado y las manos cubiertas de sangre.
Capítulo V: El ciclo no termina
Llamaron a la policía, claro. Bajaron al sótano, pero cuando regresaron, la respuesta fue la que yo temía. El sótano estaba vacío. No había símbolos, ni mesa de piedra, ni muñeca. Nada.
Y el Goyo… nunca apareció. Se lo tragó la tierra.
Dejé el trabajo, claro. La pala, el pico, el cemento. Me mudé lejos, a otra ciudad, tratando de olvidar ese olor a tierra podrida y encierro. Pero desde entonces, no puedo acercarme a ninguna obra en construcción sin sentir ese aire denso, ese escalofrío que parece salir del cemento fresco.
Hace unas semanas, mientras caminaba por una construcción nueva en la periferia de la ciudad, escuché a unos obreros en un descanso.
—¿Viste la figura vieja que encontramos bajo los cimientos de la casa demolida? —dijo uno.
—Sí, fea como ella sola —respondió otro—. La tiramos a la basura, pero alguien la volvió a poner en el mismo lugar, sobre los restos de la losa.
—Y desde entonces —añadió el primero en voz baja—, uno de los albañiles no volvió al trabajo.
Mi sangre se heló. Me acerqué al grupo, mis manos temblando, y pregunté:
—¿Cómo se llamaba ese compañero?
El albañil se encogió de hombros.
—Gregorio. Le decían “el Goyo”.
La historia se había repetido. La muñeca, el Goyo y el hallazgo bajo el cemento. Entendí que la muñeca no abría puertas, sino que las cerraba. Había un ciclo, una maldición enterrada en el suelo, y mi amigo, en su intento por salvarme, se había convertido en la siguiente víctima, el nuevo guardián bajo el cemento. Y la búsqueda de un nuevo Goyo había empezado.
El cemento, pensé, no solo une paredes, sino que también sella los secretos más oscuros de la tierra.
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