El aroma de cuero viejo y sueños rotos llenaba el taller abandonado de zapatos

Cervantes en el corazón de Guanajuato. A través de las ventanas sucias se

filtraban los últimos rayos del sol de aquella tarde del 6 de enero, día de

Reyes, pintando de dorado las paredes descascaradas, donde alguna vez colgaron

fotografías de cuatro generaciones de maestros zapateros. Arturo Cervantes, de

58 años, estaba sentado en su viejo banco de trabajo, el mismo donde su

bisabuelo había cosido su primer par de zapatos en 1898,

pero Arturo no estaba trabajando, estaba llorando. Frente a él, sobre una mesa de

madera gastada por más de 100 años de uso, descansaban tres pares de zapatos.

No eran zapatos cualquiera, eran obras maestras de la zapatería artesanal mexicana, cuero genuino de Guanajuato

curtido a mano, costuras perfectas hechas con hilo encerado, suelas de

cuero flexible pero resistente, diseños que combinaban tradición y elegancia.

Cada par había tomado dos semanas de trabajo meticuloso. Cada par valía 1200

pesos. Cada par representaba su comida para los próximos días y mañana los

vendería para cerrar el taller para siempre. 127 años, susurró Arturo, su

voz quebrada por la emoción. 127 años de historia familiar y yo soy quien la

termina. Sus manos, curtidas por décadas de trabajo con cuero y herramientas

temblaban mientras tocaba uno de los pares, manos que habían aprendido el oficio de su padre.

Manos que su padre había heredado de su abuelo, manos que llevaban el legado de

cuatro generaciones de artesanos que habían vestido los pies de Guanajuato con orgullo y maestría. Pero esas manos

ya no bastaban en el mundo moderno. 6 meses atrás, una fábrica china había

abierto en la zona industrial de Guanajuato. Zapatos producidos en masa,

hechos en días en lugar de semanas, vendidos a la mitad del precio. No

importaba que se rompieran en meses, no importaba que fueran de plástico y materiales sintéticos, no importaba que

no tuvieran alma ni historia, eran baratos. Y en un México donde la

economía apretaba cada vez más, lo barato ganaba sobre lo bueno. Los

clientes dejaron de venir primero lentamente, luego en avalancha. Las

facturas se acumularon. Arturo intentó bajar sus precios, pero no podía competir. La calidad costaba, los

materiales genuinos costaban, el tiempo y la maestría costaban. En tres meses

tuvo que despedir a sus dos empleados que habían trabajado con él durante 15

años. En 4 meses dejó de poder pagar la renta de su casa. En 5 meses el banco

ejecutó la hipoteca del taller que había estado en su familia por más de un siglo

y entonces su esposa lo dejó. Arturo cerró los ojos, pero eso solo hizo que

las lágrimas fluyeran más libremente. Todavía podía escuchar las palabras de

Patricia, su esposa de 32 años, gritándole aquella horrible noche hace

tres semanas. Eres un fracasado, Arturo, un perdedor que se aferra a un negocio

muerto. Mi padre tenía razón sobre ti. Debí casarme con alguien con ambición,

no con un zapatero mediocre. Patricia se había llevado a su hija

Sofía de 26 años. Sofía había llorado. Había intentado convencer a su madre de

que se quedaran, pero Patricia fue inflexible. Se mudaron con su hermano a

Querétaro y Arturo no había vuelto a verlas. “Dios mío”, susurró Arturo hacia

el techo manchado de humedad. “¿Por qué? ¿Qué hice mal? Trabajé honestamente toda

mi vida. Traté a mis clientes con respeto. Hice mi trabajo con excelencia.

¿Por qué me castigaste así? Su voz se quebró en un soyo, que sacudió

todo su cuerpo. Arturo dejó caer su cabeza sobre la mesa de trabajo entre

los tres pares de zapatos y lloró como no había llorado desde que era niño.

Lloró por el negocio perdido, por la esposa que se fue, por la hija que lo miraba con lástima, por el legado

familiar que terminaba con él, por los 127 años de historia que se desvanecían

como humo. Pero había algo más, algo que hacía su situación aún más desesperada.

Arturo se enderezó lentamente y se frotó el ojo derecho. La visión borrosa que lo

había estado molestando durante meses había empeorado dramáticamente en las últimas semanas. Todo lo que veía con

ese ojo era una neblina grisácea. Su doctor le había diagnosticado diabetes

tipo 2 hace un año y medio. Le había advertido sobre las complicaciones si no

controlaba su azúcar, si no tomaba sus medicamentos, si no se cuidaba. Pero los

medicamentos costaban 2,500 pesos al mes y Arturo había dejado de tomarlos hace 4

meses cuando el dinero se acabó completamente. “Voy a quedarme ciego”, murmuró

tocándose el ojo enfermo. “Voy a quedarme ciego, pobre, solo y sin nada.”

Se puso de pie con dificultad. Sus rodillas protestaron. Tenía 58 años,

pero se sentía de 80. El hambre constante, el estrés, la diabetes sin

tratar, todo había cobrado su precio en su cuerpo. Caminó hacia la pequeña área

trasera del taller, donde ahora dormía en un colchón delgado sobre el piso de

concreto. No tenía electricidad hace dos semanas, no tenía agua caliente. Comía

una vez al día, usualmente pan barato y café negro del puesto de la esquina cuando don Memo le regalaba algo. Arturo

se miró en el pedazo de espejo roto que colgaba de la pared. El hombre que lo

miraba de vuelta era un extraño, ojeroso, demacrado, con barba de varios

días, porque no tenía dinero ni para una navaja desechable. con ropa arrugada que

no había lavado apropiadamente en semanas porque tenía que ir a la lavandería pública y cargar agua. ¿Quién