Fuera de aquí. Esta boda no es lugar para gente de tu calaña. El grito de

Margarita Soler atravesó el salón del hotel Arts como un cuchillo. 200
invitados giraron sus cabezas simultáneamente hacia la entrada, donde
Isabel Romero acababa de llegar con un vestido azul marino que había comprado
en un mercadillo de gracia. El silencio fue tan denso que se podía escuchar el
Mediterráneo rompiendo contra la playa a través de los ventanales.
Isabel sintió que el suelo de mármol se abría bajo sus pies. Era la boda de su
hija Sofía, el día más importante en la vida de su única hija. Y su consuegra
acababa de humillarla delante de la élite de Barcelona. Los diamantes de Margarita brillaban más que las lámparas
de cristal del salón. Su vestido de alta costura probablemente costaba más que
todo lo que Isabel había ganado en su vida como empleada de limpieza.
Margarita, por favor, intentó mediar el padre del novio, pero
su esposa lo silenció con una mirada. Cállate, Rodrigo. Mira cómo viene
vestida. ¿Acaso no tiene vergüenza nuestro hijo Pablo se casa con la hija
de de Margarita agitó su mano enjollada con desprecio de una criada y ella se
presenta aquí como si fuera alguien? Los murmullos comenzaron a propagarse como
un virus. Isabel vio como las damas de sociedad se cubrían la boca con sus
abanicos de seda, como los empresarios intercambiaban miradas cómplices.
Reconoció a algunas de esas mujeres. Había limpiado sus casas, había fregado
sus suelos, había lavado su ropa interior de encaje francés, mientras ellas tomaban champán en sus terrazas de
ley Shample. Mamá. La voz de Sofía cortó el aire. Su hija apareció en el pasillo
lateral radiante en su vestido de novia, pero con lágrimas comenzando a formarse
en sus ojos. Mamá, no la escuches. Ah, aquí está la novia. Margarita se volvió
hacia Sofía con una sonrisa venenosa. Querida, sé que no es tu culpa haber
nacido en la pobreza. Pablo es muy generoso por casarse contigo a pesar de
tu situación. Pero tu madre debería tener la decencia de mantenerse en un
segundo plano. Mírale ese vestido de mercadillo. Esto es el hotel Arts, no
una bervena de barrio. Isabel apretó su pequeño bolso de mano. Dentro llevaba el
pañuelo que su difunta abuela le había regalado, el único objeto de valor
sentimental que poseía. Durante 25 años había trabajado 14 horas diarias
limpiando oficinas, casas, hoteles. Se había roto la espalda, las rodillas, las
manos. Todo para darle a Sofía una educación para que su hija pudiera
estudiar arquitectura en la Universidad Politécnica de Cataluña para que no tuviera que limpiar los suelos que otros
pisaban. Señora Soler. La voz de Isabel temblaba,
pero no se quebró. Soy la madre de la novia. Tengo todo el derecho de estar
aquí. Derecho. Margarita soltó una carcajada que sonó como cristales
rompiéndose. Los derechos se ganan con posición, querida, con educación, con clase, cosas
que evidentemente tú no posees. Dime, ¿cuántos baños has limpiado esta semana?
10 20 Porque hueles alegía barata. Varias mujeres rieron disimuladamente.
Isabel sintió que el calor subía por su cuello. Sabía que no olía, alejía. Se
había duchado tres veces esa mañana. Se había puesto el único perfume que tenía,
un frasco de to que Sofía le había regalado hacía dos Navidades. Basta ya.
La voz masculina retumbó desde la entrada principal del salón con tal
autoridad que hasta las lámparas parecieron temblar. Todos se giraron. Un hombre de
aproximadamente 55 años, vestido con un traje que gritaba dinero y poder,
avanzaba por el pasillo central, alto, de cabello plateado, perfectamente
peinado, ojos grises como el acero. Su presencia llenaba el espacio de una
manera que hacía que todos los demás parecieran figurantes. “¿Y tú, quién demonios eres?”, preguntó
Margarita, aunque su voz había perdido parte de su veneno. Algo en ese hombre
le resultaba familiar. “Soy Carlos Mendoza”, respondió él llegando hasta
donde estaba Isabel y tomándole la mano con una ternura que contrastaba con la
dureza de su expresión. “Y esta mujer extraordinaria es mi esposa.” El salón
explotó en murmullos. Margarita palideció visiblemente.
Rodrigo, su esposo, dejó caer su copa de champán, que se estrelló contra el suelo
en mil pedazos. Carlos Mendoza, balbuceó alguien entre la multitud. El Carlos
Mendoza, el dueño de Mendoza Global Corporation, susurró otra voz, el hombre
más rico de Cataluña. Isabel miró a Carlos con los ojos muy abiertos.
Llevaban casados. solo 6 meses se habían conocido en el parque de la ciudadella,
donde ella paseaba los domingos para despejar la mente después de una semana agotadora.
Él había estado sentado en un banco alimentando a las palomas, vestido con
ropa casual. Habían comenzado a hablar del clima, de Barcelona, de la vida.
Durante meses se encontraron en ese mismo banco. Carlos nunca había
mencionado quién era realmente. Le había dicho que trabajaba en negocios y que
estaba jubilado. Isabel nunca preguntó más. No le importaba su dinero porque no
sabía que lo tenía. Se había enamorado de su risa, de cómo la escuchaba cuando
hablaba de Sofía, de cómo le llevaba Croasan de una panadería de Sarria.
Margarita Soler. La voz de Carlos era de hielo puro. Acabas de humillar a mi
esposa. Acabas de humillar a la mujer más trabajadora, más honesta y más digna
que he conocido en mi vida. Una mujer que crió sola, a una hija brillante, que
nunca pidió limosna a nadie, que se rompió el cuerpo trabajando para que su hija tuviera un futuro. Margarita
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