La enfermera terminó su turno hasta que el príncipe herido y sus soldados pidieron un milagro. Antes de comenzar

esta hermosa historia de romance de época, respóndeme en los comentarios desde dónde estás escuchando esta

bellísima historia. Me encanta saber desde dónde me acompañas. Helena Bauer

se soltó por fin el nudo del mandil y sintió como los hombros se le caían de cansancio. El pasillo del hospital

militar olía a desinfectante y a té de hierbas. Afuera ya era de noche. Por las ventanas

altas apenas entraba un reflejo pálido de la luna. Señorita Bauer llamó una voz

áspera detrás de ella. Su turno ha terminado. Procure no volver a quedarse más tiempo del indicado. No somos un

convento. Elena se volvió y vio al doctor W parado en el umbral de su

pequeño despacho. Tenía el cabello despeinado y los lentes a medio bajar

por la nariz, pero aún así sostenía la barbilla como si estuviera frente a un salón lleno de aristócratas. “Sa,

doctor”, respondió ella bajando la mirada. “Solo voy a revisar a los del ala norte. Algunos siguen con fiebre. Ya

los revisará quien entre al siguiente turno. Cortó él impaciente. Obedezca y

váyase a su casa. No queremos errores por agotamiento, ¿o sí? Elena apretó los

labios. No estaba en posición de discutir. Había aprendido desde muy joven que las mujeres del pueblo podían

ser útiles, pero nunca indispensables, y que cuando algo salía mal, siempre era

más fácil señalar a quien no tenía apellidos importantes. Como usted diga, Dr. Wise. Se quitó el mandil, lo dobló

con cuidado y agarró su chal raído. La espalda le dolía de tantas horas

inclinadas sobre camas, cambiando vendajes, pasando paños húmedos. calmando susurros de temor. Antes de

salir, echó una última mirada al pasillo. Todo parecía relativamente tranquilo. Solo se escuchaba el murmullo

lejano de voces en la sala de los enfermos crónicos. “Solo quiero una sopa caliente y dormir”, pensó. se dirigió a

la puerta lateral del hospital, la que usaban el personal y los proveedores. Era más discreta que la entrada

principal, reservada para oficiales y visitas importantes. Su mano ya estaba

sobre la manija cuando el sonido la golpeó. Un portazo fuerte, luego pasos apresurados, voces alteradas. Rápido,

abran paso. Necesita aire, espacio ahora. Elena parpadeó sorprendida. Miró

atrás al fondo del pasillo principal. Las grandes puertas de madera del hospital estaban abiertas de par en par.

Un grupo de hombres con uniformes oscuros entraba cargando una camilla improvisada. No traían nada más en las

manos, solo el peso del cuerpo que llevaban. El hombre recostado sobre la

camilla parecía inconsciente. Su camisa estaba desordenada con varias capas de

tela puestas de prisa sobre el pecho, el rostro pálido. Había sudor en la frente

y en el cuello. La respiración se veía corta, desigual. “¿Qué está pasando?”,

murmuró Elena en voz baja. Uno de los asistentes del hospital pasó corriendo junto a ella. “Casian. Muévase, Elena.”

Soltó. Llegó un, no sé, alguien importante. Solo dijeron que era urgente. Elena dudó. Podía seguir hacia

la puerta y fingir que no había escuchado. Podía obedecer al Dr. Wise y pensar en su propia salud. De hecho, eso

era lo sensato. Ya le habían dicho que una enfermera no debía meter la nariz en asuntos de oficiales, pero el gemido

ahogado que salió de la camilla le atravesó la decisión. Soltó la manija,

giró sobre sus talones y caminó con pasos rápidos hacia el revuelo. A cada

paso sentía que desobedecía al sentido común, pero no pudo detenerse. El

pasillo se había llenado. Dos soldados intentaban abrirse paso. “Necesita una

sala privada”, decía uno con voz cargada de angustia, una donde nadie lo vea. El

doctor W apareció de repente, arreglándose la bata encima de la ropa de calle, el rostro descompuesto.

¿Qué es todo este escándalo? Este es un hospital, no un mercado. Doctor, dijo el

soldado que iba al frente con tono que mezclaba respeto y prisa. Traemos a un

hombre en estado delicado. Nos dijeron que aquí podrían ayudarlo. El doctor se acercó a la camilla. Elena, a unos

metros se quedó quieta sin querer estorbar. Pero sin retirarse. Vio como W

se inclinaba, analizaba un instante el rostro del paciente y de pronto su propia expresión cambiaba. El médico se

enderezó de golpe. Esto, esto es un error, balbuceó. Él no puede estar aquí.

Elena arqueó las cejas. El soldado frunció el ceño. Con todo respeto, doctor, ya está aquí. y necesita ayuda.

Detrás de los soldados entró un hombre sin uniforme militar, envuelto en un abrigo elegante, con el cabello rubio

recogido hacia atrás. Sus botas resonaron en el piso de piedra. Llevaba en el pecho un distintivo del principado

de Lendorf. Dr. Wise, dijo con una voz que no admitía objeción. No hay error.

La situación exige discreción y rapidez. El médico tragó saliva. Consejero Adler,

yo este hospital no está preparado para Está preparado para cuidar enfermos

interrumpió el consejero. Y eso es justamente lo que necesitamos, sin informes, sin rumores, sin ojos

curiosos. ¿Ha entendido? Los soldados miraban nerviosos al hombre de la camilla. Uno de ellos murmuró con

reverencia. Su alteza, aguante, por favor. Elena sintió que el corazón se le

aceleraba. Su alteza. La voz le resonó en la cabeza. Era

posible. Habían traído a un príncipe a ese hospital modesto, lleno de camas de

campaña y tablillas desgastadas. Wese se llevó una mano a la frente.

Pero, ¿por qué aquí debieron llevarlo a la residencia de Lendorf? ¿Hay

hospitales de ciudad mejor equipados? El consejero Adler dio un paso adelante,

porque en la residencia hay ojos de sobra. Aquí, en cambio, se puede manejar el asunto con reservas. Y porque usted

juró como médico tratar a cualquier persona que lo necesite sin preguntar por su linaje. El médico miró alrededor

incómodo. Su vista se cruzó con la de Elena. Señorita Bauer, ¿qué hace ahí

parada? Soltó más brusco de lo necesario. Le dije que se retirara.

Adler también la vio. Sus ojos azules parecieron evaluarla en un segundo. ¿Es

enfermera?, preguntó. Sí, señor, respondió ella, apretando el chal contra el pecho. Estaba por salir, pero

necesitamos todo el personal capacitado, decidió el consejero. Nadie más abandona