El sol de Yucatán caía como plomo derretido sobre los campos de henequén de la hacienda San Jacinto. Era julio de 1890 y el calor convertía el aire en una masa viscosa que sofocaba los pulmones de los peones mayas. Entre las pencas afiladas, una figura fantasmal se movía con precisión mecánica: Damián, el esclavo albino de 28 años. Su piel translúcida brillaba de sudor mientras los otros trabajadores lo evitaban, murmurando que era un alux atrapado en forma humana, un castigo de los dioses antiguos.
Desde el campo, Damián podía ver la casa grande, una construcción colonial color ocre donde vivían las tres hijas de don Sebastián Mendoza. Catalina, de 23 años, era piadosa hasta la obsesión. Sofía, de 20, era rebelde, con ojos color miel que desafiaban las normas, montaba a caballo sin chaperona y leía libros prohibidos. La pequeña Inés, de 15, era la favorita, una criatura dulce ajena a la crueldad que sustentaba su vida.
Damián las observaba. Siempre. Don Sebastián lo había comprado en Mérida por una suma ridícula, riéndose de su apariencia fantasmal. Al principio fue curiosidad, pero se transformó en algo más oscuro: una obsesión de deseo y resentimiento. Ellas representaban todo lo que él jamás tendría: libertad, dignidad, un futuro.
La vida en San Jacinto seguía un ritmo brutal. A las 4 de la madrugada sonaba la campana. A las 5, ya estaban en los campos bajo la mirada de Eusebio, el capataz mestizo que disfrutaba usando el látigo. Damián había aprendido a hacerse invisible, pero por las tardes, desde el pozo abandonado, espiaba el jardín interior, memorizando sus risas y gestos.
Una tarde de agosto, vio a Sofía besándose con un joven criollo bajo la bugambilla. Damián sintió una furia ciega, un celo al que no tenía derecho. Esa noche, el caballo del joven criollo amaneció degollado. Nadie sospechó del esclavo albino.
La obsesión de Damián creció. Comenzó a coleccionar objetos: un pañuelo de Sofía, un listón azul de Catalina, un dibujo infantil de Inés. Los guardaba en una caja bajo su catre, tocándolos con reverencia enfermiza. Los otros peones murmuraban que el sol le había quemado el cerebro. Quizás la locura era el único refugio.
El régimen de don Sebastián era eficiente y brutal. Peones azotados, fugitivos colgados, mujeres jóvenes que desaparecían en la casa grande y regresaban rotas. Pero don Sebastián asistía a misa, donaba a la iglesia y celebraba los avances de México hacia la modernidad, mientras los mayas se pudrían bajo el sol. Damián lo absorbía todo, y su corazón se llenaba de un veneno lento.
Septiembre llegó con lluvias. La noche del 13, Sofía anunció que se retiraría temprano. A las 11, una sirvienta la fue a buscar. La habitación estaba vacía, la ventana abierta de par en par, con marcas de tierra fresca y algo que parecía sangre en el alféizar. Cuando los gritos despertaron la casa, don Sebastián comprendió que su pesadilla apenas comenzaba. En los campos, invisible en la oscuridad, Damián sonreía mientras la lluvia lavaba algo rojo de sus manos destrozadas.
El amanecer del 14 encontró la hacienda sumida en el caos. Don Sebastián organizaba partidas de búsqueda. Eusebio reunió a los peones, su mirada depredadora buscando un culpable. Damián sintió la sospecha del capataz; lo había estado observando.

Catalina se encerró en la capilla, rezando con tal intensidad que sus labios sangraban, convencida de que era un castigo divino por la rebeldía de Sofía. Inés deambulaba por los pasillos, abrazando su muñeca de porcelana, preguntando cuándo volvería su hermana.
Al mediodía, encontraron el chal de Sofía enganchado cerca del cenote sagrado, un lugar prohibido que los antiguos mayas usaban para sacrificios. Don Sebastián ordenó dragar el pozo. Trabajando con antorchas, sacaron huesos y vasijas rotas. Finalmente, flotando en las aguas negras, apareció el vestido blanco de Sofía, rasgado y manchado de sangre. Pero no había cuerpo. Don Sebastián, por primera vez, sintió un terror primitivo.
Esa noche, mientras el hacendado discutía teorías con sus vecinos, Eusebio acorraló a Damián. “Te he visto, fantasma”, siseó. “Sé que miras a las señoritas. Si descubro que tuviste algo que ver, te desollaré vivo”. Damián solo sostuvo su mirada vacía hasta que el capataz se apartó, santiguándose.
La búsqueda se intensificó. Llegaron federales de Mérida. Registraron todo. Encontraron la caja de madera bajo el catre de Damián. Cuando sacaron el pañuelo, el listón y el dibujo, todos los ojos se clavaron en él. “¿Qué es esto?”, rugió don Sebastián. “Yo no tomé a su hija, patrón”, dijo Damián con voz tranquila. “Solo guardaba recuerdos de cosas hermosas, porque en mi vida no hay belleza. ¿Es eso un crimen?”. Los federales querían arrestarlo, pero los guardias juraban que Damián no se había movido de su catre esa noche. Sin evidencia, no podían colgarlo, pero la semilla de la sospecha estaba plantada. Los peones ahora lo veían con odio. Le pintaron una cruz invertida sobre su catre y encontró un pollo muerto en su comida.
El décimo día, una sirvienta encontró algo en el confesionario de la capilla: marcas de arañazos en la madera y mechones de cabello castaño pegados con sangre seca. En el suelo, arañado con uñas desesperadas, un mensaje: “SÓTANO”.
Don Sebastián sabía a qué sótano se refería. Uno bajo la casa grande, usado antaño para castigar esclavos, sellado por años. Cuando forzaron la puerta, el olor a humedad y descomposición los golpeó. Los federales bajaron con antorchas. En el último cuarto, el más profundo, encontraron arañazos frenéticos en las paredes, manchas oscuras y un zapato de Sofía. Pero, de nuevo, no había cuerpo. En la puerta del sótano, examinándola de cerca, encontraron huellas de manos blancas, casi transparentes, impresas en la madera desde dentro.
La hacienda se convirtió en una prisión. Catalina dejó de comer, flagelándose en la capilla. Inés dejó de hablar, solo cantaba canciones infantiles desafinadas. El cerco se apretaba sobre Damián. Una noche, tres peones lo emboscaron y lo golpearon. Él no se defendió.
Llegó un nuevo investigador de la capital, el inspector Velasco, un hombre de métodos modernos. Interrogó a Damián durante seis horas. “Tú la amabas”, afirmó. “La mataste en un arrebato de furia”. “Yo nunca le hablé”, respondió Damián. “Solo miraba desde lejos”.
Entonces comenzaron las señales. Ventanas que amanecían abiertas, pasos en el piso superior, la muñeca de Inés apareciendo en lugares imposibles. Los sirvientes hablaban de una silueta femenina en el balcón de Sofía. Velasco lo descartó como histeria colectiva.
La noche del vigésimo día, Catalina e Inés escucharon música desde la habitación cerrada de Sofía. Era una caja musical que había sido enterrada con su madre años atrás. Forzaron la puerta. La habitación estaba intacta, salvo por la caja oxidada, girando y tocando sobre la cama. Velasco, pálido, ordenó interrogar a los sirvientes, pero su seguridad se había esfumado.
Damián sabía que el tiempo se agotaba. Eusebio alimentaba el odio, llamándolo brujo. Una tarde, don Sebastián, borracho y desesperado, convocó a Damián. “Dime la verdad”, rogó. “Te daré dinero, te perdonaré, pero necesito saberlo”. Damián levantó la vista, una tristeza profunda en su rostro. Contó su historia: hijo de una maya violada y un español, abandonado por albino, criado como un animal. “Sí, observaba a sus hijas”, admitió. “Pero yo no tomé a Sofía. ¿Hay algo más en esta hacienda, patrón? ¿Algo que estaba aquí mucho antes que usted?”. Antes de que los guardias se lo llevaran, don Sebastián preguntó: “¿Qué cosa?”. Damián sonrió, una mueca terrible. “Pregunte a los viejos del pueblo qué había aquí antes de que construyera su hacienda”.
Esa noche, el inspector Velasco murió. Lo encontraron al amanecer, con los ojos congelados en terror absoluto. No tenía heridas. En su mano, un papel arrugado con sus últimas palabras: “No es humano”.
El día vigésimo primero trajo una niebla espesa. La muerte de Velasco destrozó la hacienda. Los federales desertaron, los sirvientes huyeron. Don Sebastián cabalgó hasta Tecax y buscó a los ancianos mayas. Un hombre casi ciego llamado Jacinto le contó la historia. Siglos atrás, ese lugar había sido un templo dedicado a Xtab, la diosa de los suicidios y las muertes violentas, una puerta a Shibalbá, el inframundo. “Ustedes profanaron el templo”, dijo el anciano. “Usaron las piedras sagradas para los cimientos. Los sacerdotes maldijeron el lugar. Dijeron que cualquier sangre derramada alimentaría a los antiguos dioses y la deuda sería cobrada”. Don Sebastián se burló de las supersticiones, pero el anciano fue implacable: “La modernidad no cambia lo que es antiguo. La tierra recuerda, siempre recuerda”.
Cuando don Sebastián regresó, Catalina había desaparecido. Se había desvanecido de la capilla, que estaba cerrada por dentro. Solo quedaba su rosario, aún tibio. Inés comenzó a reír, una risa histérica y quebrada que no paraba.
Esa noche, Damián supo que era el momento. Salió del barracón; los guardias habían huido. Caminó hacia la casa grande, guiado por una fuerza antigua. El sótano lo llamaba. La puerta sellada estaba destrozada, abierta desde dentro. Siguió el olor dulzón y enfermizo hasta el último cuarto. En la pared del fondo, vio símbolos mayas tallados que brillaban con una luz verde. Era la verdadera entrada.
Con manos temblorosas, comenzó a arrancar las piedras. Detrás, había una abertura negra que exhalaba aire frío y olía a incienso antiguo y muerte. Desde la oscuridad venían susurros en un idioma gutural que dolía al escucharlo. Supo que si cruzaba no habría retorno. Pero también supo que era la única forma.
Entró en la oscuridad. La antorcha se apagó instantáneamente. Caminó a ciegas, descendiendo, hasta que vio luces azules flotando en un espacio imposiblemente vasto. No era una cueva; era otro mundo.
Allí las vio. Sofía, con la ropa desgarrada, de pie junto a un altar de obsidiana, sus ojos vacíos. Catalina estaba arrodillada, pero no rezaba; murmuraba las palabras guturales que él había escuchado, parte de un ritual. Ambas estaban siendo consumidas, transformadas en ofrendas.
Entonces Damián comprendió. Su obsesión, su naturaleza de “intermediario” —ni maya ni español, el alux fantasma— había sido la llave. Su deseo y resentimiento habían alimentado el lugar, abriendo la puerta que la sangre derramada por don Sebastián había despertado.
Escuchó una risa infantil. Vio a la pequeña Inés, caminando sonámbula hacia la oscuridad del sótano, llamada por la entidad para ser la ofrenda final.
En ese momento, el esclavo que nunca había poseído nada, tomó una decisión. No podía salvar a las mayores, pero podía detener el ciclo. Dio un paso adelante hacia el altar, ofreciéndose a sí mismo. Él, el fantasma blanco, el sacrificio perfecto para Xtab. “Tómame a mí”, susurró al vacío. “Yo soy el que siempre ha pertenecido aquí”. La tierra tembló. Las paredes del pasadizo comenzaron a colapsar. Damián sintió un frío absoluto mientras la oscuridad lo envolvía, y vio cómo la figura de Inés, en el umbral del sótano, se detenía y daba media vuelta.
Al amanecer, la niebla se había disipado. Don Sebastián corrió al sótano y encontró la pared de piedra intacta, sellada como si nunca hubiera sido abierta. Encontraron a Inés en su cama, profundamente dormida, abrazando su muñeca. Cuando despertó, no recordaba nada de las últimas semanas.
Damián, Sofía y Catalina nunca fueron vistos de nuevo. La hacienda San Jacinto cayó en la ruina, abandonada por todos excepto por un don Sebastián Mendoza roto y enloquecido, solo con sus fantasmas. Los peones mayas decían que el albino finalmente había regresado a Shibalbá, pero que la tierra, que siempre recuerda, aún esperaba cobrar el resto de su deuda.
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