Bienvenido al canal Cuentos de Villa. Dinos desde dónde nos estás escuchando, compadre. Déjanos tu like y agárrate, porque lo que viene te va a herizar hasta los huesos. Un coronel hizo marchar a 40 campesinos sin agua. Tres murieron por su diversión cruel. Pero cuando Pancho Villa supo la verdad, la rabia se convirtió en justicia implacable.

Dicen los ancianos del norte que el verano de 1913 ardió en Chihuahua como si el mismo infierno hubiera abierto sus puertas de par en par. No había nube que diera consuelo, ni brisa que aliviara el fuego del sol sobre la tierra seca. En esos días de calor implacable, un coronel de apellido Castañeda, hijo de acendado durangueño y hombre de risa dura como piedra de río, decidió probar la hombría de su tropa con una marcha que nadie había pedido y que nadie necesitaba, salvo su orgullo enfermo. Herminio Castañeda llevaba el uniforme como quien

lleva una corona. Había heredado tierras, ganado y el desprecio natural de quien nunca conoció la sed del otro. Sus botas relucían cada mañana, mientras los peones descalzos trabajaban desde antes del alba. Su bigote estaba siempre recortado con esmero y su voz retumbaba en los patios del cuartel con la autoridad de quien cree que mandar es sinónimo de quebrar voluntades.

Para él, un soldado que pedía agua fuera de turno era débil, un campesino que tropezaba bajo el peso del sol era flojo, y la compasión, esa cosa tierna que habita en el pecho de la gente común, era para él señal de enfermedad del alma. Una mañana de julio, bajo un cielo sin piedad, el coronel reunió a 40 campesinos que trabajaban las tierras cercanas a su rancho en las afueras de Rosales.

No les preguntó si tenían familia esperándolos, ni si cuerpos aguantarían la prueba. simplemente ordenó que marcharan junto a su tropa hacia un punto lejano en el desierto, sin explicación clara, sin provisión suficiente de agua, porque según sus palabras textuales, la disciplina se mide por el paso firme y por el silencio cuando la garganta arde.

Los hombres obedecieron porque el miedo es una soga invisible que amarra más fuerte que cualquier lazo. marcharon bajo el sol que caía vertical sobre sus espaldas, sintiendo como la tierra devolvía el calor como una plancha al rojo vivo.

Las cantimploras se vaciaron pronto y el coronel prohibió beber de los aguajes que encontraban en el camino. “Un hombre de verdad no necesita consuelo a cada rato,” decía mientras él mismo bebía de su cantimplora personal, protegida por una funda de cuero fino. Al mediodía, cuando el calor alcanzaba su punto más cruel, un anciano llamado Refugio Mendoza, de rodillas temblorosas y manos callosas de toda una vida arando tierra ajena, se tambaleó y cayó de bruces. Sus compañeros intentaron levantarlo, pero el viejo no respondía.

Su respiración se había vuelto un jadeo débil, como el último suspiro de una vela. El coronel Castañeda se acercó a caballo, miró al caído con indiferencia y soltó una carcajada seca. “Uno menos que alimentar”, dijo, “y ordenó continuar sin detenerse. Antes de que el sol comenzara su descenso, otros dos hombres cayeron.

Uno era Florencio, hijo único de la viuda Matea, un joven de apenas 20 años que soñaba con sembrar maíz en la parcela que su padre le había dejado. El otro era Bartolomé, padre de cinco criaturas que esperaban su regreso en un jacal de adobe al pie de la sierra. Ambos cayeron sin dramatismo, sin gritos. Simplemente dejaron de caminar porque el cuerpo ya no daba más.

Sus ojos se quedaron abiertos mirando el cielo despejado como si buscaran una respuesta que nunca llegó. El coronel ordenó que las tumbas se cabaran al pie de una loma seca, cerca de un mesquite solitario que parecía burlarse de los muertos con su sombra escasa. Los soldados, con manos temblorosas y labios partidos por la sed, abrieron los hoyos con palas que pesaban como plomo.

No hubo oraciones, no hubo cruces improvisadas, solo tierra echada sobre cuerpos exhaustos mientras Castañeda vigilaba desde su montura. Satisfecho de haber demostrado que su voluntad era ley, Matea, la madre de Florencio, esperó toda la noche el regreso de su hijo. Cuando el amanecer trajo noticias a través de un soldado desertor que llegó al pueblo con la culpa colgándole del cuello, la mujer no lloró de inmediato.

Primero sintió como el suelo se abría bajo sus pies, como el aire se volvía pesado y difícil de respirar. Luego vino el dolor sordo que se aloja en el pecho y no se va nunca más. Ese dolor que todas las madres del mundo reconocen cuando pierden a un hijo. Durante tres días, Matea no habló. Se sentó en el umbral de su casa de adobe con las manos sobre el regazo y la mirada perdida en el horizonte polvoriento.

Los vecinos le llevaron comida que ella no probó, le ofrecieron palabras que ella no escuchó. Pero al cuarto día algo se encendió dentro de ella. No era venganza lo que ardía en su pecho, porque la venganza es cosa de hombres con poder. Era algo más profundo y más antiguo. Era la necesidad de que alguien supiera, de que la injusticia no quedara callada como un secreto sucio. Se calzó sus guaraches más resistentes.

Envolvió en un reboso el pañuelo que Florencio usaba para secarse el sudor cuando trabajaba la milpa, y echó a andar. Caminó por veredas de polvo, cruzó arroyos secos, durmió bajo árboles que apenas daban sombra. Preguntó en cada rancho, en cada pueblo pequeño, hasta que alguien le dijo, “Villa está descansando en Jiménez, doña.

” Llegó hace dos días con pocos hombres después de semanas de escaramuzas. Cuando llegó a Jiménez, Matea ya no era la misma mujer. El camino le había endurecido la cara, pero también le había aclarado el propósito. Encontró a Villa sentado bajo el portal de una casa de adobe, reparando una cincha de montura con sus propias manos.

No había guardias sostentosos ni ceremonias, solo un hombre de bigote espeso y ojos profundos que levantó la vista cuando ella se acercó. “Mi general”, dijo Matea con voz que no temblaba, “vengo a contarle de una injusticia que debe conocer.” Villa dejó la cincha sobre sus rodillas y le hizo un gesto para que se sentara en el escalón junto a él.

Ándale, pues, señora, cuénteme todo, sin prisa y sin miedo. Y Matea contó. Contó con voz baja, pero firme, sin lágrimas teatrales ni súplicas dramáticas. Describió la marcha forzada, el calor infernal, la prohibición de beber agua, las burlas del coronel cuando los hombres caían. habló de Florencio, de cómo el muchacho había salido esa mañana pensando que volvería al atardecer, de cómo ella había guardado su comida esperándolo.

Habló también de los otros, de Refugio y Bartolomé, de las viudas y los huérfanos que quedaron atrás. Villa escuchó en silencio absoluto, no interrumpió, no hizo preguntas innecesarias. Sus ojos permanecieron fijos en el horizonte, mientras las palabras de Matea tejían un cuadro de injusticia que él conocía demasiado bien.

Cuando ella terminó, sacó del bolsillo un pañuelo y se lo ofreció, aunque ella no había llorado. Y ese castañeda, ¿de dónde saca el dinero para sus botas relucientes y su caballo fino?, preguntó Villa con voz pausada. Del sudor de los campesinos, mi general, dicen que se queda con los soldos de su tropa, que cobra impuestos que nunca llegan a Chihuahua, que hace trabajar a la gente sin paga justa.

Villa asintió lentamente, como quien confirma algo que ya sospechaba. Se quedó un momento mirando las montañas lejanas y luego habló con esa mezcla de firmeza y ternura que era su marca. Dios aprieta, pero no ahorca a doña Matea. Su hijo no va a volver y eso me duele en el alma. Pero le prometo que ese coronel va a entender lo que hizo, no con venganza, sino con justicia.

¿Me entiende la diferencia? La entiendo, mi general, respondió Matea. Y por primera vez desde la muerte de Florencio, algo parecido a la esperanza asomó en sus ojos cansados. Villa se puso de pie y llamó a sus hombres con un silvido breve. Era el momento de moverse, de planear, de actuar, porque en el norte de México, donde el sol quema sin compasión y la tierra es dura, la injusticia no podía quedar sin respuesta.

Y Francisco Villa, ese hombre que algunos llamaban bandido y otros llamaban justiciero, sabía exactamente lo que tenía que hacer. La decisión de intervenir no nació de un impulso vengativo ni de un deseo de espectáculo. Villa conocía demasiado bien el sabor amargo de la injusticia como para tratarla con ligereza. Después de despedir a Matea con la promesa de que tendría noticias pronto, se quedó sentado en el portal hasta que el sol comenzó a declinar pintando el cielo de naranja y púrpura. era su manera de pensar, de medir cada paso antes de

darlo, porque sabía que una acción mal calculada podía costar vidas inocentes. Cuando la primera estrella apareció en el cielo, llamó a seis personas de su confianza. No buscó un ejército numeroso porque no necesitaba fuerza bruta para este trabajo. Necesitaba inteligencia, discreción y corazones que entendieran la diferencia entre castigo y justicia.

El primero en llegar fue Tiburcio, un herrero de manos enormes y corazón aún más grande. Había aprendido su oficio de su padre y su padre del suyo en una línea que se perdía en el tiempo. Tiburcio podía hacer desde una herradura perfecta hasta una llave que abriera cualquier candado.

Era hombre de pocas palabras, pero cuando hablaba sus palabras tenían peso de yunque. Luego llegó Chato Ruelas, un arriero flaco como sombra de mesquite, pero que conocía cada vereda, cada aguaje, cada recobveeco entre Chihuahua y Durango. Tenía una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, recuerdo de un desencuentro con federales años atrás y un talento natural para hablar de mulas y caballos como si fueran familia.

Su risa era contagiosa, pero sus ojos nunca dejaban de observar. El tercero fue Ledesma, al que todos llamaban simplemente el viejo dorado. Había cabalgado con villa desde los primeros tiempos, cuando todavía no había glorias ni corridos, solo hambre y convicción. Susienes eran grises como ceniza, pero su puntería seguía siendo mortal y su lealtad inquebrantable.

Hablaba poco de su pasado, pero todos sabían que había dejado una familia en Durango para seguir la causa. Remedios. Chela era la cuarta. Enfermera de campaña. Había visto más heridas y más muerte que muchos soldados veteranos. Sus manos sabían coser carne desgarrada con la misma delicadeza con que bordaba pañuelos en tiempos de paz.

Era mujer de fe profunda. Siempre llevaba un escapulario de la Virgen de Guadalupe bajo la blusa y tenía esa capacidad extraña de calmar el dolor con solo su presencia. El quinto era Evaristo, un muchacho de apenas 25 años, pero con una inteligencia afilada como navaja. Había estudiado en una escuela de Parral hasta que los federales cerraron las aulas y reclutaron a los maestros.

sabía leer y escribir con letra clara, hacer cuentas complejas en su cabeza y tenía un talento especial para detectar mentiras en documentos oficiales. El último era Francisco Nantán, un vaquero apache que había encontrado en villa algo que su propia gente le había negado. Respeto sin condiciones. Nantá conocía el desierto como la palma de su mano. podía rastrear huellas que para otros eran invisibles y se movía en la oscuridad como si formara parte de ella.

Pocas veces sonreía, pero cuando lo hacía era con sinceridad absoluta. Villa los reunió en un cuarto pequeño iluminado por una vela de cebo. Extendió sobre la mesa un mapa dibujado a mano que mostraba la región entre Jiménez y Rosales, marcando con cruces los lugares importantes, el rancho fortificado del coronel, los caminos de acceso, los pueblos cercanos. Hermanos, comenzó Villa sin rodeos.

Hay un coronel en Rosales que necesita una lección que no va a olvidar. No vamos a matarlo porque eso sería demasiado rápido y él no entendería nada. Vamos a hacer que sienta en su propio cuerpo lo que le hizo sentir a otros. Vamos a quitarle lo que más valora, su poder, su orgullo y su comodidad. Les contó entonces la historia de Matea, de Florencio, de la marcha infernal bajo el sol.

Les habló del robo de salarios que había mencionado la viuda, de las tierras confiscadas, de los abusos que se repetían como letanía en cada pueblo del norte. Cuando terminó, el silencio en la habitación era denso como el humo. “¿Y cómo le vamos a entrar, mi general?”, preguntó Chato Ruelas rompiendo el silencio.

Con astucia, respondió Villa, el coronel es soberbio y los soberbios siempre tienen un punto ciego. Vamos a entrar como lo que no somos. Tú, chato, y yo vamos a llegar como vendedores de mulas. Tiburcio nos acompaña como herrero que ofrece servicios. Los demás se infiltran por diferentes caminos. Remedios como vendedora de curativos.

Evaristo buscando trabajo de escribano. Nantán como vaquero que busca empleo. ¿Y qué buscamos adentro? Preguntó Evaristo, siempre directo al grano. Tres cosas, enumeró Villa con los dedos. Primero, la rutina del coronel, cuando duerme, cuando come, cuando revisa a su tropa.

Segundo, donde guarda lo que más le importa. caballos, dinero, provisiones. Tercero, ¿quiénes de sus hombres están cansados de él? Porque en una tropa donde hay abuso siempre hay descontentos. Ledesma, que había estado callado hasta entonces, habló con su voz ronca de fumador viejo. Y cuando tengamos todo eso, ¿qué sigue? Vamos a quitarle los caballos, dijo Villa con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos. Sin caballos.

No hay patrullas rápidas, no hay persecuciones, no hay movilidad. Lo vamos a obligar a caminar, igual que obligó a caminar a esos campesinos. Pero no vamos a matarlo de sed. Vamos a dejarlo sentir el cansancio, la desesperación, la impotencia. Vamos a hacer que entienda. El plan fue tomando forma en esas horas nocturnas.

Tiburcio prepararía herraduras genuinas y de buena calidad para dar verosimilitud al disfraz. Chato seleccionaría tres mulas del pequeño ato que tenían, las mejores, pero no tanto como para levantar sospechas. Evaristo llevaría papeles auténticos de escribano que había conseguido en Parral.

remedios, empacaría sus ungüentos y vendajes. Nantá estudiaría las rutas alternativas alrededor del rancho. Ledesma se quedaría en las afueras con caballos de reserva, listo para actuar si algo salía mal. Una cosa más, añadió Villa cuando ya se preparaban para partir. Nadie derrama sangre si no es absolutamente necesario. No somos asesinos, somos hombres de justicia.

Si alguno de la tropa del coronel resulta ser buena gente, atrapada en mala compañía, lo dejamos ir. Solo nos interesa el que manda y los que eligen ser como él. Todos asintieron. Conocían a Villa lo suficiente para saber que esa no era debilidad, sino principio. Era la línea que los separaba de ser solo otro grupo de hombres violentos en un país que ya había visto demasiada violencia sin sentido.

Partiron antes del amanecer, cuando el aire todavía guardaba algo del frescor nocturno. El camino a Rosales era de dos días a paso moderado y Villa quiso tomarse ese tiempo para observar, para escuchar, para entender mejor el territorio donde operaban. No era hombre de prisas cuando la situación exigía reflexión.

Durante la cabalgata, Chato se acercó a Villa y le hizo una pregunta que los demás también querían hacer, pero no se atrevían. Mi general, ¿y si el coronel simplemente nos fusila cuando descubra quién es usted? Villa sonrió con genuina tranquilidad. No va a descubrirlo hasta que yo quiera que lo descubra y para entonces ya no va a tener poder para fusilar a nadie.

Además, hermano, todos vamos a morir algún día. Lo importante no es cuándo, sino cómo vivimos mientras estamos aquí. O tú tienes miedo. Miedo no, mi general, solo curiosidad, respondió Chato con una sonrisa. Pues guarda la curiosidad para algo útil, como averiguar cuántos centinelas pone el coronel en la noche.

Bromeó Villa y todos rieron porque necesitaban aliviar la tensión. Al mediodía del segundo día, divisaron el rancho fortificado del coronel desde una loma. Era una construcción imponente para esos rumbos, muros de adobe reforzado, torreón de vigilancia, establos grandes y lo que parecía ser un patio central con barriles de agua apilados.

Una bandera ondeaba en el centro, símbolo del poder federal que Castañeda representaba. Ahí está el nido del águila”, murmuró Nantán usando la expresión apache para designar a un enemigo poderoso. “Pues vamos a demostrarle que hasta las águilas caen cuando pierden las alas”, respondió Villa. “Ándale, chato, ponte tu mejor cara de vendedor. Tiburcio, trae las herraduras.

Los demás esperen mi señal para entrar cada uno por su lado. Y recuerden, ojos abiertos, oídos atentos, bocas calladas hasta que sea necesario. Se dispersaron entonces como gotas de agua en tierra seca, cada uno hacia su objetivo, cada uno con su papel perfectamente claro. El sol había comenzado su descenso hacia el poniente, cuando Villa y Chato, guiando tres mulas de paso firme, se acercaron a la entrada principal del rancho.

Un guardia los detuvo con desgano, más aburrido que alerta. ¿Qué buscan? Venimos a ofrecer mulas de calidad, amigo, respondió Chato con la naturalidad de quien ha hecho eso toda la vida. Sabemos que el coronel Castañeda siempre busca buenos animales para su tropa. Y si nos dejan pasar, mi compañero aquí, que es herrero, puede revisar las herraduras de sus caballos.

Hay muchas malpuestas que pueden dejar cojo a un animal. El guardia los miró con la misma expresión vacía, con que se mira todo lo que no parece amenaza inmediata. “Esperen aquí”, dijo y entró a consultar. Villa aprovechó esos minutos para observar. Contó cuatro centinelas visibles. Probablemente había más dentro.

Notó que el torreón tenía buena vista, pero el vigilante parecía medio dormido. Vio que había un curral grande con unos 40 caballos, todos bien cuidados, el orgullo evidente de la instalación. y detectó algo más, un barril de agua con una filtración pequeña que nadie había reparado, señal de descuido en el mantenimiento.

Cuando el guardia volvió con permiso para entrar, Villa y Chato intercambiaron una mirada breve. El juego había comenzado y como en todo buen juego de estrategia, la primera movida era la más importante. Entraron al rancho del coronel Castañeda sin saber aún todos los secretos que encontrarían ahí dentro, pero con la certeza de que cuando salieran nada sería igual.

El patio del rancho hedía a cuero mal curtido, estiércol de caballo y ese olor particular que desprenden los lugares donde el miedo ha echado raíces profundas. Villa y Chato condujeron las tres mulas hacia el área que el guardia les indicó, cerca de los establos principales. Cada paso era medido, cada gesto calculado para parecer natural.

Villa llevaba un poncho viejo que ocultaba su complexión real y un sombrero de paja deilachado que le ensombrecía el rostro. El coronel Herminio Castañeda apareció al cabo de media hora cuando el sol ya comenzaba a proyectar sombras largas. Era tal como Matea lo había descrito, hombre de estatura media, bigote engominado, uniforme impecable a pesar del calor, y esa manera de caminar de quien nunca ha tenido que agachar la cabeza ante nadie.

Sus botas brillaban como si alguien les dedicara horas de trabajo cada mañana y su cinturón llevaba una evilla de plata que probablemente costaba más que el salario anual de 10 campesinos. ¿Así que tienen mulas?, preguntó sin saludar, examinando los animales con ojo crítico de quien sabe de ganado, pero disfruta encontrar defectos.

Las mejores de Jiménez, mi coronel”, respondió Chato con la humildad justa, ni excesiva ni insuficiente. Este macho aquí puede cargar cuatro arrobas sin quejarse. La yegua es buena para caminos difíciles. Tiene el casco seguro y la pequeña, aunque parece frágil, tiene el corazón de un león.

Castañeda caminó alrededor de los animales tocando sus lomos, revisando sus dientes, palpando sus patas. Villa observaba en silencio, interpretando su papel de socio callado, pero sus ojos registraban todo. La disposición de las armas en la armería que se entreve por una puerta entreabierta, el número de hombres que pasaban por el patio, la mayoría con expresiones de cansancio y resignación.

y sobre todo la ubicación exacta de ese curral donde descansaban los caballos del coronel. ¿Y cuánto piden por estas bestias?, preguntó finalmente Castañeda. Chato nombró un precio deliberadamente alto, suficiente para iniciar un regateo. Pero somos hombres razonables, mi coronel. Si usted necesita las tres, podemos hablar de un mejor trato.

El coronel rió con esa risa seca que no llegaba a sus ojos. Todos quieren robarle a uno, ustedes y sus mejores tratos. Les doy la mitad de lo que piden y es más de lo que valen. Así comenzó el regateo, ese baile verbal que en el norte de México es casi un arte. Mientras Chato y el coronel discutían centavos y pesos, Villa se alejó discretamente hacia los establos, donde Tiburcio ya había comenzado a trabajar.

El herrero revisaba con genuina profesionalidad las herraduras de varios caballos, señalando problemas reales que ningún impostor podría inventar. “Esta aquí está mal puesta. Va a dejar cojo al animal en dos semanas”, explicaba Tiburcio a un sargento que lo observaba. Y esta otra está desgastada en forma irregular. El caballo cojea del lado izquierdo.

“Sí, desde hace días”, admitió el sargento con sorpresa. “¿Cómo lo supo?” Los animales no mienten, amigo. Sus patas cuentan la verdad que a veces los hombres esconden. Vila aprovechó la distracción para estudiar el curral más de cerca. Contó 43 caballos en total, bien alimentados y cuidados, evidencia de que el coronel invertía en su movilidad militar, aunque escatimara en la vida de su tropa humana.

La puerta principal del corral tenía una tranca sólida pero simple y había una entrada lateral menos vigilada que daba a un callejón entre dos barracas. Mientras tanto, Remedios Chela había entrado al rancho por la puerta trasera donde normalmente se recibían las provisiones. Llevaba una canasta con remedios, unüentos hechos de hierbas del desierto y vendajes limpios.

Su primera parada fue la enfermería, un cuarto pequeño y mal ventilado, donde encontró a tres hombres con fiebres y heridas sin atender adecuadamente. ¿Quién es usted?, preguntó con recelo el cabo que hacía de enfermero improvisado, un hombre de cara picada por la viruela y manos temblorosas.

Remedios, chela, para servirle a Dios y a quien necesite, respondió ella con esa voz suave que desarma desconfianzas. Supe que había enfermos y traje algunos remedios. No cobró mucho, solo lo justo para seguir haciendo medicinas. El cabo, cuyo nombre era Buitrón, según se enteraría después, la miró con mezcla de alivio y sospecha.

Aquí no hay dinero para lujos como curaciones caras. No son caras, hijo. Y si no tienen con qué pagar ahora, que Dios proveerá después. Déjame ver a estos muchachos. Mientras Remedios atendía a los enfermos con manos expertas, aplicando compresas frías en frentes ardientes y vendajes limpios en heridas infectadas, los hombres comenzaron a hablar primero en susurros, luego con más confianza.

Le contaron de los castigos arbitrarios, de los soldos que llegaban tarde y mermados, de la marcha forzada que había costado tres vidas campesinas. Le hablaron de cómo el coronel disfrutaba humillando a quien mostrara debilidad, de cómo había separado a soldados de sus familias sin razón más allá del capricho.

¿Y por qué no se van?, preguntó Remedios con genuina curiosidad mientras limpiaba una herida. ¿A dónde, señora?, respondió uno de los enfermos, un muchacho de apenas 17 años con ojos más viejos que su cara. Si nos vamos, nos persiguen como desertores. Si nos quedamos nos tratan como animales. Ni modo, Dios aprieta, pero no ahorca.

Por otro lado del rancho, Evaristo había logrado infiltrarse en el área administrativa con una historia creíble. Era escribano en busca de trabajo. Había oído que el coronel necesitaba alguien que pusiera en orden sus libros de contabilidad. El oficial encargado, un teniente de apellido Ochoa, lo recibió con la mezcla de soberbia e incompetencia que caracterizaba a muchos en ese ejército.

“¿Sabes hacer cuentas complejas?”, preguntó Ochoa mientras fumaba un cigarro que apestaba el aire del cuarto. Sé leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir mejor que la mayoría respondió Evaristo con confianza contenida. y tengo buena letra para documentos oficiales. Pues siéntate ahí y copia estos registros. Si lo haces bien, tal vez haya trabajo permanente.

Evaristo comenzó a copiar con letra clara los registros que le habían dado, pero sus ojos leían más rápido de lo que su pluma escribía y lo que vio lo llenó de indignación. columnas donde los soldos aparecían completos en un libro, pero reducidos a la mitad en otro. Nombres de soldados que recibían pagas fantasma porque ya habían muerto o desertado y una anotación que lo hizo apretar los dientes.

Préstamos de guerra, 40% para contingencias del coronel. Cuando Ochoa salió un momento a atender otro asunto, Evaristo trabajó con velocidad nacida de años de práctica. enrolló varios documentos comprometedores bajo su camisa, específicamente los que mostraban claramente como Castañeda desviaba fondos y siguió copiando como si nada hubiera pasado.

Al mismo tiempo, dejó caer accidentalmente un frasco de tinta sobre ciertos registros que podrían dificultar una auditoría futura. eran gestos pequeños, pero en una guerra de información, los gestos pequeños a veces decidían batallas. Francisco Nantán, por su parte, había entrado ofreciendo sus servicios como vaquero.

Su conocimiento del ganado era genuino, heredado de generaciones que habían vivido en armonía con los animales mucho antes de que llegaran los españoles. lo pusieron a trabajar con los caballos de inmediato y mientras los cepillaba y revisaba sus cascos, memorizaba cada detalle, cuáles eran más dóciles, cuáles más nerviosos, cuáles responderían bien en un movimiento rápido nocturno.

Conversó con otros trabajadores del rancho, hombres humildes que cuidaban a los animales mejor que el coronel cuidaba a su gente. Uno de ellos, un viejo llamado Ezequiel, que tenía el acento cantado de Zacatecas, le confió en voz baja, “Este lugar tiene alma enferma, hermano. Los animales lo sienten.

Por las noches los caballos están inquietos, como si percibieran que algo malo va a pasar.” “¿Y qué crees que va a pasar, don Ezequiel?”, preguntó Nantán mientras trenzaba con manos expertas una crin rebelde. No lo sé, pero te digo una cosa. He visto suficiente injusticia en mi vida como para saber que Dios no la deja sin respuesta.

A veces tarda, pero siempre ajusta cuentas. Y ese coronel tiene una deuda grande con el cielo. Al caer la noche, Villa había logrado cerrar el trato por las mulas a un precio que Castañeda consideró ventajoso para él, sin saber que el verdadero intercambio no era de animales por dinero, sino de confianza por información.

Se les permitió dormir en uno de los barracones externos, privilegio concedido a comerciantes que podrían traer más negocios en el futuro. Cuando la oscuridad cubrió completamente el rancho y solo quedaban las antorchas de los guardias nocturnos, los seis se reunieron en silencio detrás del establo principal.

Hablar era peligroso, así que se comunicaron con gestos que habían perfeccionado en campañas anteriores. Villa les indicó que contaran lo que habían descubierto uno por uno en susurros apenas audibles. Chato confirmó la rutina del coronel. Dormía tarde, despertaba al amanecer, revisaba a su tropa al mediodía. Tiburcio había identificado la herradura floja de tres caballos importantes, incluyendo el del propio Castañeda.

Remedios compartió que había descontento generalizado entre la tropa, especialmente en Buitrón, el cabo enfermero, que tenía una hermana enferma y dependía del poco dinero que lograba guardar. Evaristo mostró los documentos robados que probaban el robo sistemático de salarios.

Nantán describió el temperamento de cada caballo y señaló que la puerta lateral del corral podía forzarse sin hacer ruido si se levantaba ligeramente mientras se abría. Villa escuchó todo con la concentración de un maestro artesano que examina las piezas antes de ensamblar una obra. Cuando todos terminaron, permaneció en silencio largo rato y los demás respetaron ese silencio porque sabían que ahí, en esa pausa, se estaba cocinando el plan definitivo.

Finalmente habló con voz tan baja que todos tuvieron que acercarse. El coronel ama tres cosas: sus caballos, su dinero y su reputación de hombre duro. Vamos a quitarle las tres una por una, pero hay que hacerlo con cuidado porque entre su gente hay quienes solo obedecen por miedo y esos no merecen castigo.

Y como lo hacemos, mi general, susurró Chato. Mañana en la noche, cuando estén más confiados, Nantán y tú van a abrir ese corral y sacar los caballos sin que nadie los oiga. Los llevan al arroyo seco que viste a dos leguas de aquí. Tiburcio les habrá cambiado antes las herraduras nuevas por unas viejas que dejen huellas confusas. Remedios.

Tú vas a preparar un té de hierbas para los guardias nocturnos, algo que los haga dormir sin dañarlos. Evaristo, vas a dejar copias de esos documentos en lugares donde otros oficiales las encuentren para que comiencen a dudar de Castañeda, y yo voy a sembrar la semilla de la paranoia en la mente del coronel. Paranoia, preguntó Ledesma, que había permanecido fuera del rancho, pero ahora se había unido a la reunión secreta. Sí, hermano.

El miedo es un animal que se alimenta de sí mismo. Si el coronel empieza a sospechar de todos, va a tomar decisiones estúpidas. Y los hombres que toman decisiones estúpidas cabando su propia tumba sin darse cuenta. Era un plan arriesgado, pero tenía la elegancia de la simplicidad.

No requerían explosivos ni tiroteos, solo precisión, tiempo y la capacidad de leer el corazón humano. Y Villa, hijo de la tierra que conocía el alma de su gente, sabía exactamente dónde presionar para que todo el edificio de soberbia del coronel comenzara a derrumbarse. Antes de dispersarse de nuevo a sus posiciones, Villa puso su mano en el centro del círculo que formaban.

Uno por uno, los demás colocaron sus manos sobre la suya. No dijeron palabras solemnes ni juramentos grandiosos. Solo compartieron ese momento de silencio que es más fuerte que cualquier promesa, ese entendimiento mudo de que estaban juntos hasta el final, pasara lo que pasara.

La luna menguante brillaba sobre el rancho de Castañeda, sin saber que esa noche marcaba el principio del fin del reinado de terror de un coronel soberbio que había olvidado la lección más antigua del desierto. En el norte de México, donde el sol quema y la tierra es dura, la humildad no es debilidad, sino sabiduría, y quien la olvida, tarde o temprano paga el precio.

El día siguiente transcurrió con lentitud deliberada. Villa y sus compañeros mantuvieron sus disfraces con disciplina de actores consumados, cada uno cumpliendo su papel sin un gesto de más ni uno de menos. El coronel Castañeda pasó la mañana inspeccionando a su tropa con ese aire de superioridad que era su marca, gritando correcciones innecesarias, humillando a un soldado que tenía la camisa malfajada, ordenando 20 lagartijas a otro cuyo saludo no había sido lo suficientemente marcial para su gusto. Ella lo observaba desde

la distancia mientras Tiburcio terminaba de cambiar herraduras, memorizando cada gesto, cada palabra, cada matiz de la crueldad del coronel. Era importante entender completamente al enemigo, no por odio, sino por estrategia. Castañeda no era simplemente malo, era un hombre que había construido su identidad sobre el poder que ejercía sobre otros y quitárselo sería como arrancarle el alma.

Al mediodía, Remedios preparó un caldo de pollo con hierbas para los guardias que hacían el turno nocturno. Era una costumbre que había establecido el día anterior, ofreciendo alimento como gesto de bondad, y los hombres hambrientos lo habían aceptado con gratitud. Hoy el caldo llevaba un agregado especial, raíz de valeriana y flores de pasiflora, plantas que inducían un sueño profundo sin ser venenosas. La cantidad estaba medida con precisión.

No quería matar a nadie, solo asegurar que cuando llegara la hora de actuar, los ojos que debían ver estarían cerrados. Evaristo, mientras tanto, había dejado caer por accidente algunos de los documentos comprometedores en el camino que tomaba el teniente Ochoa para ir a su cuarto. También había murmurado comentarios casuales a otros soldados.

Qué raro que los soldos siempre lleguen incompletos, ¿verdad? O escuché que en Chihuahua están investigando malversación de fondos en varios regimientos. Eran semillas pequeñas. Pero las semillas pequeñas plantadas en tierra fértil de resentimiento crecían rápido.

Cuando el sol comenzó su descenso y el cielo se tiñó de esos rojos y naranjas que solo el desierto puede producir, la tensión entre el grupo de villa era palpable, aunque invisible. Nantán había pasado todo el día familiarizándose con los caballos, ganándose su confianza con palmadas suaves y palabras susurradas en su lengua materna. Los animales, que sienten la verdad mejor que los humanos, respondían a su toque con tranquilidad.

El coronel Castañeda cenó temprano esa noche, carne asada, frijoles bien sazonados y tortillas calientes que le traían de la cocina mientras sus soldados comían las obras frías del mediodía. Villa lo observó a través de una ventana y sintió no odio, sino una tristeza profunda por un hombre que había elegido ser lo que era, que había tenido oportunidades de ser mejor y había decidido ser peor.

A las 10 de la noche, cuando el rancho quedó en silencio, salvo por los sonidos habituales de los animales y el crepitar ocasional de las antorchas, comenzó la operación. Los guardias nocturnos ya mostraban señales del efecto de la valeriana, bostezos largos, párpados pesados, una tendencia a apoyarse contra las paredes. Uno de ellos incluso se había sentado en su puesto, luchando contra el sueño con la nobleza de quien trata de cumplir su deber, aunque el cuerpo no coopere.

Lantán se movió primero como una sombra dentro de sombras. Su capacidad para desplazarse sin hacer ruido era casi sobrenatural, fruto de años de vivir en armonía con el desierto, donde cada sonido podía significar vida o muerte. Llegó a la puerta lateral del corral que había identificado el día anterior. La tranca era simple, como había previsto, pero requería levantarla para que las bisagras oxidadas no chirriaran.

Chato lo seguía a tres pasos de distancia, cargando las cuerdas que usarían como riendas improvisadas. Tiburcio esperaba un poco más atrás, listo para intervenir si surgía algún problema mecánico con cerraduras o puertas. Villa se había posicionado en un punto estratégico desde donde podía ver tanto el cuartel principal como la torre de vigilancia, preparado para crear una distracción si era necesario.

Nantán colocó sus manos bajo la puerta, la levantó con fuerza contenida y la deslizó hacia un lado con movimiento fluido. El metal apenas susurró un sonido tan leve que se perdió en el viento nocturno que había comenzado a soplar desde las montañas. Los caballos, inquietos por naturaleza en las noches de viento, se movieron un poco, pero no se alarmaron porque reconocían el olor de Nantán.

entraron al corral con la reverencia de quien entra a un lugar sagrado. Los caballos son animales nobles que merecen respeto y tanto Nan Tan como Chato lo sabían. Comenzaron con los más tranquilos, colocándoles las cuerdas improvisadas con gestos suaves, susurrando palabras de calma.

Uno por uno los sacaron por la puerta lateral hacia el callejón oscuro entre las barracas. Remedios y Evaristo esperaban al final de ese callejón, listos para guiar a los animales hacia la salida trasera del rancho que daba al camino menos vigilado. Ledesma estaba más allá con un silvido de pájaro nocturno preparado para alertar si se acercaban patrullas inesperadas. La coordinación era perfecta, como una danza ensayada mil veces, aunque era la primera vez que la ejecutaban.

Tardaron 3 horas en sacar los 43 caballos, 3 horas de tensión absoluta donde cada relincho, cada rose de cascos contra la tierra, cada movimiento inesperado, podía significar el descubrimiento. Pero la suerte o quizás la justicia divina estuvo de su lado. Los guardias dormían profundamente bajo el efecto de las hierbas.

El viento seguía soplando, ocultando los sonidos menores, y la luna menguante apenas iluminaba lo suficiente para no tropezar, pero no tanto como para ser vistos desde la distancia. Cuando el último caballo salió del corral, Nantán y Chato guiaron al grupo hacia el arroyo seco que habían identificado a dos leguas del rancho. Era una garganta natural entre formaciones rocosas, con paredes lo suficientemente altas para ocultar a los animales y con un solo acceso estrecho que Nantán sabía cómo bloquear con rocas movibles. Tiburcio los había precedido y ya había improvisado cercas de ramas y

rocas, creando un espacio contenido donde los caballos podían descansar sin dispersarse. De vuelta en el rancho, Villa ejecutó la última parte de esa fase del plan. Usando herramientas de tiburcio, alteró las huellas cerca del corral para que pareciera que los ladrones habían venido de la dirección opuesta a donde realmente habían llevado los caballos.

También dejó caer estratégicamente un pedazo de tela que podría pertenecer a cualquiera, suficiente para sembrar confusión, pero no para señalar a nadie específico. El amanecer llegó con su luz despiadada. El primer soldado que descubrió el corral vacío fue un cabo llamado Maldonado, que se quedó paralizado varios segundos antes de que su cerebro procesara lo que sus ojos veían.

Luego corrió hacia el cuartel gritando como si el mundo se estuviera acabando. Coronel, coronel, los caballos, todos los caballos se fueron. Castañeda salió de su habitación con la cara todavía hinchada de sueño, pero su expresión cambió rápidamente de confusión a furia cuando vio el corral vacío.

Su rostro se puso rojo como la tierra cuando llueve, las venas de su cuello se marcaron y por un momento pareció que le daría un ataque. Luego rugió, literalmente rugió como animal herido y comenzó a dar órdenes contradictorias a gritos. Que monten y persigan a los ladrones. Busquen rastros. Organicen patrullas. Mi coronel, intervino tímidamente el teniente Ochoa, no tenemos caballos para montar.

La obvia realidad de esa declaración cayó sobre Castañeda como balde de agua fría. se quedó mudo por un instante, su boca abriéndose y cerrándose sin producir sonido. Villa, que observaba la escena desde su posición como vendedor de mulas, tuvo que contener una sonrisa. Era exactamente la reacción que había anticipado.

Luego, como si una idea perversa, iluminara su mente oscurecida por la rabia, el coronel comenzó a reír. No era risa de alegría, sino de locura contenida. ese tipo de risa que anuncia decisiones terribles. “Así que quieren caballos”, dijo con voz peligrosamente calma después de la risa.

“Pues voy a demostrarles que un soldado verdadero no necesita caballos. Todos. Prepárense para marcha inmediata. Vamos a buscar esos caballos con nuestros propios pies y el que se queje va a desear nunca haber nacido. Los soldados se miraron entre ellos con expresiones de horror apenas disimulado. Marchar a pie por el desierto bajo el sol de Chihuahua, buscando huellas que podrían llevar a cualquier parte era sentencia de sufrimiento. Pero nadie se atrevió a cuestionar la orden.

El miedo que Castañeda había cultivado durante meses era una cadena más fuerte que cualquier lealtad. Villa observó como la tropa se preparaba con lentitud nacida del temor y el agotamiento preemptivo. Muchos de esos hombres ya tenían botas desgastadas. Algunos incluso llevaban huaraches mal amarrados. No tenían provisiones suficientes para una búsqueda prolongada.

Y el coronel, en su soberbia herida, estaba a punto de llevarlos a un infierno innecesario solo para probar un punto. Era exactamente lo que Villa había previsto. El orgulloso coronel, en lugar de aceptar la pérdida y reportarla a sus superiores, estaba duplicando su apuesta en el único capital que le quedaba, el miedo que inspiraba en sus subordinados.

Pero el miedo, como Villa bien sabía, es fundamento débil. Se puede construir sobre él por un tiempo, pero eventualmente se resquebraja. Entre los soldados que se preparaban para la marcha forzada, el sargento Orozco intercambió miradas con dos compañeros de confianza. Era hombre de campo, había trabajado en Haciendas antes de ser reclutado y conocía el precio del agua bajo el sol.

Lo que el coronel proponía era más que una búsqueda, era un castigo colectivo por un robo que ellos no habían cometido. “Esto no está bien”, murmuró a uno de sus compañeros mientras ajustaba su mochila. “Nada de lo que hace el coronel está bien”, respondió el otro, un soldado llamado Paredes.

“¿Pero qué vamos a hacer? Si no marchamos, nos fusila. Si marchamos, tal vez sobrevivamos. Remedios, que seguía en su papel de curandera, se acercó discretamente a Oroco, y le deslizó un pequeño saco de tela. Para el camino, sargento, hierbas que ayudan con la sed y el cansancio, compártalas con quien las necesitó con gratitud, mezclada con sospecha, pero guardó el saco en su cinturón.

En ese momento no sabía que esa mujer humilde era parte del plan que estaba destruyendo su mundo, pero su instinto le decía que ella era de los buenos. La marcha comenzó a media mañana, cuando el sol ya calentaba con fuerza. Castañeda iba al frente montando la única mula que quedaba en el rancho, una de las tres que Villa y Chato habían vendido, su última concesión a su propia comodidad mientras sus hombres caminaban. El contraste era grotesco y no pasó desapercibido para nadie.

Villa y sus compañeros observaron la partida desde posiciones seguras. Ahora venía la parte más delicada del plan, mantener la presión. aumentar la confusión y esperar el momento exacto para el golpe final. Pero antes necesitaban preparar el siguiente movimiento. Se reunieron en el arroyo donde estaban los caballos.

Los animales habían descansado, bebido del agua que Nantán había encontrado en un manantial oculto y estaban tranquilos. Ledesma había traído forraje que había comprado en un rancho cercano y Tiburcio revisaba los cascos de cada uno para asegurarse de que estuvieran en buenas condiciones.

“Ahora qué, mi general?”, preguntó Chato limpiándose el sudor de la frente. “Ahora vamos a dejar que el coronel marche un poco más”, respondió Villa con expresión seria. que sienta el sol, que sienta el cansancio, que sienta la impotencia. Pero también vamos a preparar la siguiente carta. Vamos a sembrar dudas entre sus oficiales y vamos a prender fuego a su recurso más preciado después de los caballos. El agua, preguntó Evaristo. El agua confirmó Villa.

Un hombre puede sobrevivir días sin comida, pero sin agua en el desierto las horas se vuelven eternidad. No vamos a dejarlo morir de sed, pero sí vamos a enseñarle lo que es necesitar cada gota. El sol alcanzó su cenit mientras ellos refinaban los detalles del siguiente movimiento.

En algún lugar del desierto, el coronel Castañeda marchaba bajo ese mismo sol, convencido todavía de que su voluntad era más fuerte que cualquier adversidad, sin saber que cada paso que daba lo acercaba más a su propia lección de humildad. La marcha del coronel Castañeda se extendía como serpiente cansada por el camino polvoriento.

40 hombres avanzaban bajo el sol que parecía tener sed de venganza. Cada uno perdido en sus propios pensamientos de resentimiento. El coronel, montado en su mula prestada, gritaba órdenes periódicas más para recordarles quién mandaba que por necesidad táctica. Aceleren el paso. Los hombres de verdad no se quejan.

Sus palabras caían sobre oídos que ya habían dejado de escuchar realmente oídos sordos por años de humillaciones acumuladas. El sargento Orozco caminaba cerca del frente, observando las huellas confusas que supuestamente los llevarían a los caballos robados. Era hombre que había pasado juventud rastreando ganado en los ranchos de Chihuahua antes de ser reclutado.

Y estas huellas le decían una historia extraña, demasiado uniformes para ser de huida verdadera, demasiado deliberadas para ser accidentales. Algo no cuadraba, pero no era momento de cuestionar. Cuestionarle cualquier cosa al coronel en su estado actual sería como provocar a un perro rabioso. Al mediodía, cuando el calor alcanzaba su punto más brutal, Orozco se atrevió a acercarse al coronel.

Mi coronel, deberíamos parar para que los hombres beban. Hay algunos que ya van tambaleándose. Castañeda lo miró con desprecio tan puro que podría haberse embotellado tambaleándose después de unas pocas horas de marcha. ¿Qué clase de soldados son? En mis tiempos, con respeto, mi coronel, interrumpió Oroco con valentía nacida de la desesperación.

Estos hombres no han comido bien en días. Los mayores tienen botas que ya no sirven. Si no paramos, vamos a tener bajas. El coronel rió con esa risa que ya no engañaba a nadie. Pues que caigan los débiles, así aprenderán los demás a fortalecerse. Seguimos hasta que yo diga que paramos.

Orozco volvió a su posición en la fila con la mandíbula apretada y algo nuevo ardiendo en su pecho. No miedo, sino furia contenida. A su lado, Paredes murmuró. Algún día este hombre va a pagar todo lo que nos hace. Ni modo, hermano, respondió Orosco. Dios aprieta, pero no ahorca. Todo tiene su tiempo.

Mientras tanto, de vuelta en el rancho ahora casi desierto, Villa y sus compañeros ejecutaban la segunda fase de su plan. El depósito de agua del coronel era su orgullo visible, 20 barriles de madera apilados en el patio central. suficientes para sostener a la guarnición durante semanas. Castañeda presumía de ese recurso, lo mostraba a visitantes como evidencia de su capacidad de planeación, sin darse cuenta de que también era su punto más vulnerable. Tiburcio había estudiado la disposición de los barriles durante su estancia como herrero. Notó que estaban

colocados sobre una plataforma de madera elevada para evitar que la humedad del suelo los dañara. También notó que había un espacio ciego entre la plataforma y la pared del cuartel principal, un hueco donde una persona pequeña podía deslizarse sin ser vista desde los puntos de vigilancia principales.

Remedios, siendo la más menuda del grupo, se deslizó en ese espacio cuando el único guardia que quedaba en el rancho estaba haciendo su ronda del otro lado. Llevaba consigo paños que Tiburcio había empapado en aceite de lámpara mezclado con resina de pino, material que ardería lento pero seguro.

La idea no era crear un incendio dramático que pusiera vidas en peligro, sino destruir el recurso de manera controlada. Colocó los paños en puntos estratégicos bajo la plataforma donde el fuego consumiría primero la madera que sostenía los barriles. Divurcio había calculado que tardaría aproximadamente 2 horas en hacer su trabajo, tiempo suficiente para que ellos estuvieran lejos cuando comenzara el verdadero fuego.

El pavilo de herradura que había preparado, una mecha lenta hecha de alambre de hierro envuelto en tela afeitada. conectaba todos los puntos de ignición. Villa observaba desde el techo del establo, atento a cualquier movimiento inesperado. Cuando Remedio salió de su escondite y le hizo la señal convenida ajustarse el reboso dos veces, él descendió silenciosamente y se reunió con ella y Tiburcio en la salida trasera del rancho.

“Ya está hecho”, dijo Remedios limpiándose las manos. En dos horas, tal vez tres, ese depósito va a ser historia. Bien, respondió Villa. Ahora nos vamos, Nantán. Tú te quedas vigilando desde las rocas. Cuando veas que empieza el fuego, te vienes con nosotros al arroyo. Evaristo. Es hora de que entregues las cartas.

Las cartas que Evaristo había preparado eran obras maestras de manipulación psicológica escritas en diferentes tipos de letra para parecer que venían de diferentes fuentes. Cada una sembraba una semilla específica de duda. Una sugería que el capitán en Chihuahua estaba investigando irregularidades financieras. Otra insinuaba que había un desertor que había llevado evidencia incriminatoria a las autoridades.

Una tercera mencionaba rumores de que algunos oficiales planeaban testificar contra Castañeda a cambio de clemencia. Ninguna era completamente falsa, porque las mejores mentiras siempre llevan un grano de verdad. Y la verdad era que Castañeda sí había robado fondos, sí había abusado de su poder y sí había creado suficientes enemigos como para que cualquiera de esas cartas fuera plausible.

Evaristo dejó una carta en el cuarto del teniente Ochoa, otra en el escritorio del capitán Montenegro, que estaba a cargo en ausencia del coronel, y la tercera la clavó discretamente en la puerta de la capilla del Ran. donde todos los oficiales pasarían eventualmente. Cada ubicación estaba pensada para maximizar el impacto y la paranoia subsecuente.

Dos horas después, cuando el sol comenzaba su descenso hacia las montañas del poniente, tiñiendo el cielo de esos colores que solo el desierto conoce, el fuego hizo su aparición. No fue espectacular al principio, solo un hilo de humo gris que salía de debajo de la plataforma de los barriles, pero en 15 minutos ese hilo se había convertido en columna y la madera empezó a crujir con sonidos secos como huesos que se quiebran.

El guardia que lo descubrió corrió gritando para dar la alarma, pero ya era tarde. Las llamas habían debilitado la estructura de soporte y los barriles comenzaron a caer uno tras otro, derramando su contenido precioso, que, en lugar de apagar el fuego, lo alimentó porque el aceite flotaba en la superficie. El agua se evaporaba en nubes de vapor, mientras el fuego se expandía.

No de manera peligrosa para la gente, pero sí devastadora para el recurso. Los pocos soldados que quedaban en el rancho formaron una cadena de cubetas tomando agua del pozo lejano, pero era esfuerzo inútil. Para cuando lograron apagar las llamas, solo quedaban los esqueletos carbonizados de los barriles y grandes manchas oscuras en la tierra, donde el agua se había mezclado con ceniza.

El depósito que era orgullo del coronel había dejado de existir. El capitán montenegro, que había encontrado su carta poco antes del incendio, miraba el desastre con expresión entre preocupada y calculadora. Si era cierto lo que decía esa carta, si realmente había una investigación desde Chihuahua, este incendio podía verse como destrucción de evidencia y si él no se distanciaba rápido del coronel, podría ser arrastrado en la caída.

Mientras tanto, en el desierto, la marcha forzada del coronel Castañeda había llegado a un punto crítico. Los hombres llevaban 6 horas caminando bajo el sol inclemente. Las cantimploras estaban vacías, las lenguas habían hinchado, los labios se habían partido. Tres soldados ya habían caído y tuvieron que ser cargados por sus compañeros.

El viejo dorado, marchando con el grupo desde posición oculta, observaba todo con ojos experimentados y reportaba mediante señales a villa que lo seguía a distancia segura. El coronel, todavía en su mula y todavía bebiendo de su cantimplora personal cada vez que le daba la gana, finalmente llamó a un alto cuando el sol tocaba el horizonte.

“Aquí acampamos”, ordenó como si estuviera haciendo un favor. Mañana continuamos al alba y el agua, mi coronel, preguntó Orozco con voz rasposa por la sed. No tenemos suficiente para todos, pues consigan más, respondió Castañeda con indiferencia cruel. Soy su comandante, no su nodriza. Fue en ese momento, con esas palabras, que algo se rompió irreparablemente en el sargento Orozco.

Se acercó a dos compañeros en los que confiaba, paredes y un cabo callado llamado Cervantes, y les habló en susurros urgentes. No podemos seguir así, hermanos. Nos va a matar a todos para probar un punto. Ya perdimos los caballos. Ya perdimos la dignidad. Si perdemos también la vida, ¿qué sentido tiene? ¿Qué propones?”, preguntó Paredes.

“Cuando volvamos al rancho, si es que volvemos, yo voy a hablar con Montenegro. Voy a decirle todo lo que sé. El robo de soldos, los abusos, todo. Ya no me importa si me fusilan. Prefiero morir con honor que vivir así.” No sabía Orosco que su rebelión interna ya estaba siendo orquestada por fuerzas externas, que las cartas de Evaristo y el incendio del depósito habían preparado el terreno perfecto para que su valentía cayera en tierra fértil. Todo se estaba alineando como Villa lo había previsto, pieza por

pieza, cada acción provocando reacciones predecibles en un tablero de ajedrez humano donde el coronel Castañeda estaba a punto de recibir jaque mate. Esa noche, acampados en círculo miserable bajo las estrellas frías del desierto, los soldados de Castañeda compartieron las hierbas que Remedios le había dado a Orozco.

Eran hojas que ayudaban a retener la humedad en el cuerpo, que disminuían la sensación de sed eliminarla. Cada hombre que masticaba esas hojas en silencio se preguntaba de dónde había salido esa mujer bondadosa, sin saber que era parte de una red más grande que los estaba liberando de su tirano. Villa y sus compañeros, reunidos en el arroyo con los caballos recuperados, revisaban el siguiente paso.

Mañana el coronel va a recibir la noticia del incendio”, dijo Villa contemplando el fuego pequeño que habían hecho para calentar café. Va a tener que decidir si continúa esta búsqueda sin sentido o si regresa al rancho. Conociendo su soberbia, va a continuar un día más antes de admitir la derrota. Y cuando regrese, continúe va a encontrar las cartas, va a encontrar el desastre y va a encontrar que sus propios oficiales empiezan a dudar de él. Exactamente, confirmó Villa.

Entonces será el momento de confrontarlo, no antes, porque necesitamos que esté completamente quebrado. Un hombre con poder residual es peligroso. Un hombre sin nada es solo un hombre. remedios que había estado callada, habló con voz suave pero firme. Y los soldados inocentes, los que solo obedecen por miedo, ¿qué va a pasar con ellos? Esos van a ser libres, respondió Villa con convicción absoluta.

Esta operación no es contra ellos, es contra un sistema que permite que hombres como Castañeda abusen sin consecuencias. Cuando terminemos, esos soldados van a poder elegir seguir con la revolución o volver a sus casas, pero ya no van a ser esclavos de un tirano. La luna menguante brillaba sobre dos campamentos esa noche.

Uno lleno de hombres exhaustos y desesperanzados bajo el mando de un coronel que no entendía que ya había perdido, y otro lleno de hombres cansados, pero determinados, bajo el liderazgo de alguien que sabía que la justicia verdadera requiere paciencia y precisión. Al amanecer siguiente, cuando un mensajero llegó galopando desde el rancho para informar al coronel sobre el incendio del depósito de agua, Castañeda recibió la noticia con la cara transformada en máscara de furia impotente.

Gritó, maldijo, golpeó su silla de montar hasta lastimarse las manos. Pero al final, como Villa había predicho, decidió continuar un día más la búsqueda de los caballos, porque admitir la derrota y volver con las manos vacías era inconcebible para su orgullo enfermo. Fue la peor decisión que pudo tomar.

Y conforme el día avanzaba bajo un sol que no perdonaba, cada paso de aquella marcha sin sentido, lo acercaba más al momento final en que tendría que enfrentar no a un enemigo con armas, sino a la consecuencia simple y terrible de sus propias acciones. El tercer día de la marcha amaneció con un cielo limpio que prometía calor despiadado.

Los soldados de Castañeda se levantaron con movimientos de viejos, articulaciones rígidas y ojos hundidos por la deshidratación. Habían dormido mal, tirados en la tierra dura, sin mantas suficientes para el frío nocturno del desierto, que corta como cuchillo después del calor del día. Las cantimploras vacías colgaban de sus cinturones como burlas metálicas de lo que necesitaban desesperadamente.

El coronel, en contraste, había dormido sobre una improvisada cama de mantas en su tienda personal, protegido del frío y con su cantimplora todavía medio llena. emergió esa mañana con la misma actitud arrogante, aunque sus ojos mostraban algo que no había estado ahí antes, una chispa de incertidumbre, pequeña, pero visible para quien supiera buscarla.

“Levántense flojos”, gritó pateando las piernas de un soldado que tardaba en ponerse de pie. “Hoy encontramos esos caballos o no regresamos.” ¿Me oyeron? No regresamos sin encontrarlos. Orozco, que había pasado la noche conspirando en susurros con paredes y cervantes, se acercó al coronel con paso firme.

Mi coronel, los hombres necesitan agua, necesitan comida, necesitan descanso. Si seguimos así, no va a haber tropa que llevar de regreso. Castañeda lo miró con desprecio absoluto. Me estás cuestionando, sargento. Tú que comes y duermes porque yo lo permito. El problema con esta generación es que no saben lo que es la verdadera disciplina. En mis tiempos, en sus tiempos, mi coronel, probablemente había agua, interrumpió Orozco con valentía, que sorprendió incluso a sus compañeros.

Y comida y sentido común. Aquí no hay nada de eso. El silencio que siguió fue absoluto. 40 pares de ojos observaban la confrontación sin atreverse a respirar muy fuerte. El coronel se bajó de su mula con movimiento deliberadamente lento.

Se acercó a Orozco hasta que sus rostros casi se tocaban y habló con voz peligrosamente baja. Estás a dos palabras de un pelotón de fusilamientos, sargento. Elige bien las siguientes que digas. Orozco tragó saliva, pero no retrocedió. Con respeto, mi coronel no puede fusilar a toda la tropa y todos estamos pensando lo mismo que yo. Esto no es una misión, es un castigo colectivo por algo que nosotros no hicimos.

Fue entonces cuando Villa decidió que era el momento. Había estado observando desde una cresta cercana con Nantán, esperando el momento exacto en que la rebelión interna alcanzara su punto de quiebre. se puso de pie claramente visible contra el cielo, y comenzó a descender hacia el campamento con paso tranquilo, sin armas visibles, solo su poncho polvoriento y su sombrero de ala ancha.

El primer soldado que lo vio lo señaló con dedo tembloroso. Coronel, ahí viene alguien. Castañeda se giró su mano volando instintivamente hacia su pistola. ¿Quién diablos? Villa siguió caminando con calma hasta que dar a 20 pasos del grupo. Se quitó el sombrero con gesto cortés, revelando su rostro completamente. Algunos de los soldados lo reconocieron de inmediato.

Francisco Villa, el que llamaban centauro del norte, el que los corridos mencionaban con mezcla de miedo y admiración. Un murmullo recorrió la tropa como viento en campo de maíz. Buenos días, coronel Castañeda, dijo Villa con voz clara que no necesitaba ser gritada para alcanzar cada oído. Vine a devolverle algo que le pertenece.

¿Qué? El coronel casi escupió la palabra. ¿Quién diablos eres tú? Soy Francisco Villa y me he tomado la libertad de cuidar sus caballos estos días. Están a salvo todos ellos, descansados y bien alimentados. Puedo devolverlos a su tropa ahora mismo sin condiciones. Castañeda lo miró con confusión que rápidamente se transformó en rabia. Tú, tú eres el ladrón.

¿Cómo te atreves a presentarte aquí, soldados? Apréndanlo. Nadie se movió. Los soldados se miraban entre ellos, algunos con expresiones de esperanza, otros de miedo, pero ninguno con la voluntad de capturar al hombre que acababa de ofrecerles la devolución de lo que habían estado buscando desesperadamente. Villa continuó como si la orden no hubiera sido dada.

Vine también a hacerle entender algo, coronel. Hace días usted obligó a 40 campesinos a marchar sin agua. Tres de ellos murieron. Refugio Mendoza, Florencio y Bartolomé. Murieron porque usted decidió que el cansancio era debilidad y la compasión era enfermedad. Esos eran flojos que comenzó Castañeda, pero Villa alzó una mano.

Eran hombres, padres, hijos, esposos, tenían nombres y familias. Y usted los mató tan seguro como si les hubiera disparado, solo que usted usó el sol y la sed, así que decidí que necesitaba una lección. ¿Una lección? Castañeda rió con histeria mal contenida. ¿Tú vas a darme lecciones a mí? Soy coronel del Ejército Federal. Tú no eres nadie. Soy alguien que conoce la diferencia entre mando y tiranía, coronel, y vine a mostrársela.

Villa hizo una señal con la mano y de detrás de las rocas emergieron chato, tiburcio, remedios y Evaristo, cada uno cargando cantimploras llenas. Primero sus hombres van a beber, todos ellos, porque la sed no es disciplina, es tortura. Los soldados no esperaron permiso del coronel.

Se abalanzaron hacia las cantimploras con gratitud desesperada, bebiendo con tragos largos que les dolían en las gargantas resecas, pero que traían vida de vuelta a sus cuerpos exhaustos. Castañeda intentó detenerlos, gritando órdenes que ya nadie escuchaba. Y en ese momento comprendió con claridad brutal que había perdido no solo los caballos, sino algo mucho más importante, la autoridad que venía del miedo.

Cuando todos hubieron bebido y recuperado algo de compostura, Villa habló de nuevo, esta vez dirigiéndose a toda la tropa. Sus caballos están a dos leguas al norte, en un arroyo protegido. El sargento Orosco puede llevarlos hasta allá. Pueden tomar sus monturas y volver al rancho o pueden continuar hacia donde sus corazones los lleven. Esa decisión es de ustedes.

Un momento, intervino Orozco, su voz más firme ahora que había sido validado públicamente. Y el coronel, ¿qué pasa con él? Villa caminó hacia Castañeda con pasos medidos. El coronel, por primera vez en su vida adulta, retrocedió. El coronel va a hacer una marcha solo, a pie, sin agua, más allá de lo necesario para no morir, pero suficientemente poca para que entienda la sed.

Va a caminar hasta la tumba de Florencio, uno de los hombres que mató con su soberbia, y ahí va a pedirle perdón a la tierra que lo cubre. ¿Estás loco?, exclamó Castañeda. No voy a hacer eso. Me niego. Puede negarse, respondió Villa con calma. Y puede intentar volver con su tropa, si es que ellos lo aceptan de vuelta.

O puede intentar llegar al rancho por su cuenta atravesando el desierto que usted conoce también. O puede hacer lo correcto, que es enfrentar las consecuencias de sus actos con algo de dignidad. Castañeda miró a su alrededor buscando apoyo, pero encontró solo rostros indiferentes o abiertamente hostiles. Orozco habló lo que muchos pensaban.

Si fuera por mí, coronel, lo dejaría aquí sin nada. Pero el general Villa es más misericordioso que usted lo fue con nosotros, así que le sugiero que acepte su oferta. Villa le extendió una cantimplora al coronel. Aquí tiene agua para tr días. si la raciona bien, un poco de taso seco y un mapa que lo llevará hasta la loma donde están enterrados los hombres que murieron por su culpa.

El camino es duro, pero no imposible. Cuando llegue, si aprende algo, puede continuar con su vida. Si no aprende nada, el de cierto se encargará de usted. No soy yo quien lo juzga, coronel. Es su propia conciencia. Castañeda tomó la cantimplora con manos que temblaban. no de agradecimiento, sino de furia impotente, mezclada con el primer toque genuino de miedo que había sentido en años. Esto no termina aquí, masculló. Voy a reportarte.

Te van a perseguir. Llevo años siendo perseguido, coronel. Una amenaza más no cambia nada. Villa se giró hacia la tropa. Váyanse, busquen sus caballos, decidan sus caminos. Y si alguno quiere unirse a la revolución, será bienvenido. Si prefieren volver a sus hogares, que Dios los acompañe. Solo les pido una cosa.

Recuerden que la crueldad siempre tiene consecuencias y la justicia, aunque tarde, siempre llega. Los soldados comenzaron a moverse, primero con timidez, luego con determinación creciente. Orozco tomó el liderazgo natural del grupo, guiándolos hacia el arroyo donde esperaban los caballos. Algunos se acercaron a villa para agradecerle con apretones de mano y palabras sencillas.

Otros simplemente se fueron, demasiado agotados o confundidos para procesar todo lo que había sucedido. Castañeda quedó solo en el campamento desierto, rodeado por las huellas de su tropa que se alejaba. Villa lo observó un momento más, sintiendo no triunfo, sino una tristeza profunda por un hombre que había tenido poder y lo había usado para destruir en lugar de construir.

“La tumba está al suroeste”, dijo Villa finalmente. “Siga el sol al atardecer. encontrará la loma con el mezquite solitario. Ahí está enterrado Florencio, el hijo de Matea. Si tiene algo de alma, le pedirá perdón. Si no, al menos habrá caminado en los zapatos de los que sufrieron por su culpa. Se dio vuelta y comenzó a alejarse.

Detrás de él, Castañeda gritó, “¡No voy a caminar como un perro, soy coronel.” Villa no se detuvo ni miró atrás. Era coronel don Herminio. Ahora es solo un hombre con una deuda que pagar. La caminata de Castañeda se convirtió en leyenda en los días que siguieron. Algunos dijeron que efectivamente llegó a la loma donde estaba enterrado Florencio y que se sentó ahí por horas hablando con la tierra en susurros que solo las lagartijas escucharon.

Otros juraron haberlo visto vagando por las serranías de Durango, la mente rota por la soledad y la sed, repitiendo números como si contara pasos que nunca terminaban. Hubo quien aseguró que logró llegar a un pueblo lejano y que ahí se quedó, trabajando en silencio como peón de hacienda, toda su antigua soberbia evaporada como agua en piedra caliente.

La verdad, como suele suceder con estas historias, probablemente está en algún punto medio entre todas las versiones. Lo que nadie discutió nunca fue esto. El coronel Erminio Castañeda desapareció de la vida militar, de los registros oficiales, de las conversaciones de cantina.

Simplemente dejó de existir como figura de poder y se convirtió en advertencia, en parábola, en ejemplo de lo que sucede cuando un hombre confunde autoridad con derecho a infligir sufrimiento. Villa y su grupo escoltaron a los soldados liberados hasta que recuperaron sus caballos. Algunos eligieron unirse a la causa revolucionaria.

Otros, como Orozco, tomaron sus monturas y cabalgaron hacia sus pueblos natales, llevando historias de justicia extraña, pero efectiva. Cuando llegaron al rancho, encontraron que el capitán Montenegro había decidido cooperar entregando documentos que confirmaban el robo sistemático de fondos por parte de Castañeda. Matea recibió la noticia de Villa en persona.

Él cabalgó hasta su casa de adobe y se sentó en el mismo escalón donde ella se había sentado para contarle de su hijo. Se hizo justicia, doña Matea, no del tipo que trae a Florencio de vuelta, porque ese milagro no está en manos de hombres, pero del tipo que asegura que el responsable entienda lo que hizo.

La viuda lo miró con ojos donde había paz, donde antes había solo dolor. Sufrió. sufrió lo necesario para aprender, ni más ni menos. Entonces basta, dijo Matea, la venganza no alimenta a nadie, pero la justicia sí da paz para seguir viviendo. Gracias, general. Villa se quedó un momento más compartiendo café aguado y tortillas tibias con la mujer que había iniciado todo simplemente contando la verdad.

Antes de partir, dejó sobre la mesa algunos pesos, los mismos que habían sido robados del salario que debía haber recibido Florencio. No es mucho, pero es suyo por derecho. Matea tomó el dinero y lo guardó en una lata de café vacía. Lo voy a usar para poner una cruz decente sobre la tumba de mi hijo y para ayudar a la viuda de Bartolomé con sus niños. Así algo bueno sale de todo esto.

Cuando Villa se alejó cabalgando con su pequeño grupo hacia las montañas, donde siempre parecía disolverse cuando el gobierno lo buscaba con demasiada insistencia, el sol comenzaba a descender, pintando el cielo de esos tonos de oro y sangre que solo el norte de México conoce. Divurcio llevaba sus herramientas de herrero.

Chato conducía las dos mulas que habían sobrado de la transacción original. Remedios guardaba sus hierbas medicinales. Evaristo llevaba nuevos documentos para estudiar. Nantán iba en silencio como siempre. Y Ledesma fumaba un cigarro de hoja con expresión satisfecha. No se consideraban héroes, simplemente habían hecho lo que tenía que hacerse, de la manera que tenía que hacerse, porque en un país donde la ley a menudo servía al poderoso y olvidaba al humilde, alguien tenía que pararse en la brecha y recordar que la justicia no era privilegio de los ricos, sino derecho de todos. En los años que siguieron, cuando los ancianos contaban

historias alrededor del fuego, la historia del coronel y la marcha se repetía con variaciones, pero siempre con la misma moraleja. La crueldad eventualmente encuentra su espejo y quien hace caminar a otros hasta la muerte terminará caminando solo hacia su propia comprensión, si es que le queda humanidad suficiente para comprender.

Y en las noches tranquilas, cuando el viento soplaba desde las montañas trayendo olor a salvia y tierra seca, había quienes juraban escuchar pasos irregulares, como de alguien que camina sin rumbo. Claro, contando todavía los días que faltan para llegar a un lugar que tal vez nunca alcance, pero que sigue buscando. Porque algunos castigos no terminan con la muerte, sino que continúan en el limbo particular de la conciencia despertada demasiado tarde.

Ella siguió su camino llevando en el pecho la certeza de que había servido a la justicia sin convertirse en lo que combatía, sin perder su humanidad en el proceso de defender la humanidad de otros. Y eso, más que cualquier victoria militar o título pomposo, era lo que lo mantenía cabalgando hacia el siguiente pueblo, donde alguien necesitara que la balanza volviera a equilibrarse.

El norte guardó su historia como guarda todas las historias importantes, no en libros oficiales que los poderosos podrían alterar, sino en la memoria del pueblo, transmitida de abuelos a nietos, perfeccionada en cada repetición, convertida en verdad moral, más profunda que la verdad histórica, porque al final lo que importaba no era cada detalle exacto de lo que pasó, sino la lección que quedaba, que nadie está por encima de la justicia.

que el poder sin compasión es tiranía y que siempre hay alguien dispuesto a pararse y decir, “Hasta aquí llegaste.” Y así termina la historia del coronel, que se burló del cansancio ajeno y terminó conociendo un cansancio propio que nunca imaginó posible. La historia de Villa que eligió la justicia sobre la venganza y la historia de un país que en medio de revolución y sangre todavía podía encontrar ejemplos de cómo hacer las cosas correctamente, sin perder el alma en el intento.

Que así sea recordado, que así sea contado, que así sirva de ejemplo para las generaciones que vienen, para que aprendan que la crueldad siempre se cobra, que la justicia tarda, pero llega. y que en el desierto implacable del norte mexicano, donde el sol no perdona y la tierra es dura, lo único que realmente importa al final del día es poder mirarse en el espejo y reconocer ahí a un ser humano digno de ese nombre. I’m