El Velo de la Noche
Capítulo 1: El Rugido en la Oscuridad
Tenía apenas doce años cuando ocurrió. El mundo era un lugar de reglas simples: la escuela a las ocho, la cena a las siete, la cama a las nueve. Pero aquella noche, todas las reglas se rompieron. El rostro de mi madre, un mapa familiar de sonrisas y arrugas de preocupación, se veía diferente: tenso, pálido e inquieto. Se movía por la casa como una sombra, sus ojos escaneando cada rincón como si esperara que algo saltara desde la oscuridad.
Cerró la puerta principal con un chasquido sordo del seguro, y luego corrió todas las cortinas, una por una, con una urgencia que no entendía. La casa se sintió pequeña, un búnker. Me agarró por los hombros, sus dedos apretando con una fuerza que me hizo jadear, y susurró con una voz que nunca antes había escuchado de ella, una mezcla de miedo y acero.
—Pase lo que pase esta noche, no abras esta puerta. No mires afuera.
Sus palabras se hundieron en mí como agua fría, cada una un clavo en un ataúd imaginario. Quise preguntar por qué, pero el miedo en sus ojos me silenció. Era un miedo antiguo, profundo, que no pertenecía a una madre preocupada por un niño. Me abrazó con fuerza, me besó en la frente y me encerró dentro de la habitación, una celda de seguridad con mis juguetes y mi cama.
El aire de la noche se volvió denso. Sentí la presencia de algo, una atmósfera opresiva que se filtraba por las rendijas. Desde el pequeño espacio debajo de la puerta, vi sombras moverse, demasiados pasos afuera para ser una calle tranquila. No eran pasos de caminar, eran arrastres, una especie de baile cojo. Luego vinieron los sonidos: un canto bajo, como un murmullo de garganta, mezclado con lamentos como de personas sufriendo. Era una melodía discordante, una canción de angustia. Me tapé los oídos con las manos, pero la curiosidad me carcomía. La advertencia de mi madre resonaba: “No mires afuera”.
Pero a medida que el ruido se volvía más extraño, algo rozó la ventana. No una rama. El sonido era más sutil, como de tela gruesa. Mi corazón latía con fuerza, un tambor en mi pecho. Quise gritar, pero no salió ningún sonido. El olor a humo, no de madera quemada sino de algo más dulce y nauseabundo, se coló por la rendija. Entonces, a través del pequeño hueco en la cortina, lo vi. Una figura en el patio, alta y sin rostro, con brazos antinaturalmente largos, extendiéndose hacia la casa. No tenía ojos, ni nariz, solo una silueta oscura. Retrocedí, mordiendo mi lengua para no gritar. Las horas pasaron como años hasta que finalmente cayó el silencio.
Cuando amaneció, mi madre abrió la puerta. Sus ojos estaban hinchados, como si no hubiera dormido nada. Su piel era aún más pálida.
—No miraste afuera, ¿verdad? —preguntó, su voz un susurro ronco.
Negué con la cabeza, mis ojos fijos en los suyos. Ella suspiró aliviada, un sonido que salió de su alma.
—Bien. Porque una vez que los ves, nunca dejan de buscarte.
Capítulo 2: El Vínculo de la Sangre
La advertencia de mi madre se convirtió en un fantasma que me perseguía. Me volví un esclavo de las cortinas, incapaz de mirar por las ventanas después del anochecer. Me sobresaltaba con cada crujido en la casa, cada sombra que se movía en mi visión periférica. Intenté preguntar de nuevo, pero mi madre se negaba a hablar del tema. Siempre que lo intentaba, su rostro se endurecía y me decía: “Fue una pesadilla, hijo. Ya pasó”. Pero el miedo en sus ojos decía lo contrario.
Unos meses después, mi abuela materna, una mujer que siempre me pareció un libro de cuentos, vino a visitarnos. Ella tenía una mirada penetrante, una que parecía ver más allá de las cosas. Una tarde, mientras mi madre estaba fuera, le pregunté sobre la “pesadilla”. Su sonrisa se desvaneció. Se sentó a mi lado y tomó mis manos.
—Tú también lo sentiste, ¿verdad? El canto de la noche.
Mi corazón se detuvo. Ella sabía. La abuela me contó la historia que le había pasado de generación en generación. “Ellos”, como los llamaba, son criaturas que existen en los límites del mundo, en los espacios entre la luz y la oscuridad. No son demonios, ni fantasmas. Son “Los Sin Rostro”, y su poder reside en la percepción. Se alimentan de la curiosidad, del miedo que los impulsa a ser vistos. Si los ves, si les das forma en tu mente, te conectas con ellos. Y una vez que te conectas, te conviertes en una linterna en su oscuridad. Te buscarán, siempre.
Mi abuela me dijo que la primera advertencia es siempre el canto. Un murmullo que se cuela en los sueños. Luego, los pasos, los lamentos, las sombras. “Tu madre,” me dijo, “los vio cuando era joven. Cuando era solo una niña, su padre, tu abuelo, cometió un error. Y ella ha vivido con ese miedo toda su vida. Ahora es tu turno”. La revelación me hizo temblar. No era solo mi madre. Era mi familia. Un legado de terror y silencio.
Capítulo 3: El Diario Escondido
El secreto de mi abuela me dio más preguntas que respuestas. ¿Cómo los vio mi abuelo? ¿Cómo los detuvieron? La curiosidad, la misma que me había mantenido despierto esa noche, me consumía. Comencé a buscar en la casa, buscando alguna pista. Sabía que mi abuela tenía razón, que mi madre tenía miedo. Ella ya no dormía bien, se levantaba por las noches y se sentaba en la sala, mirando hacia las cortinas, como si las mantuviera cerradas con el poder de su mente.
Un día, mientras ayudaba a mi madre a limpiar el ático, encontré una pequeña caja de madera escondida en un rincón. Estaba cerrada con un candado oxidado. Mi madre se puso pálida al verla. —Déjala —dijo, su voz tan plana como la de la figura que había visto.
Pero la curiosidad era más fuerte que la obediencia. Más tarde, esa noche, encontré una horquilla y logré abrir el candado. Dentro, había un diario. El diario de mi abuelo. Las páginas eran viejas y amarillentas, pero la tinta seguía siendo legible. El diario era una bitácora del miedo. Mi abuelo había sido un hombre valiente, un soldado de la guerra, pero el diario lo describía como un hombre consumido por el terror.
Sus anotaciones confirmaban lo que mi abuela había dicho. Los Sin Rostro. Describía sus apariciones, el canto que los precedía, el olor a humo. Pero el final de su diario era la parte más escalofriante. Había una página entera, escrita con una letra desesperada, que decía: “Me vieron. Me vieron en el jardín. Ahora no puedo escapar. Debo proteger a mi familia. El velo se rompió por un segundo, y los vi”. Y en la última página había un dibujo, un garabato infantil, pero inconfundible. Era la figura que había visto. Alta, sin rostro, con brazos largos. Y debajo, una nota: “No. Solo una silueta. No un rostro. No hay rostro. Nunca lo mires. Nunca lo veas”.
El diario terminó abruptamente. Mi abuelo desapareció poco después de escribirlo. La abuela dijo que “se fue a un lugar donde el sol nunca se esconde”. Y mi madre se había convertido en la guardiana del secreto.
Capítulo 4: La Noche de la Luna Escarlata
Una noche, mientras intentaba dormir, los sonidos volvieron. Esta vez eran más fuertes, más desesperados. Un canto agudo que se colaba por las rendijas, y el lamento era tan real que podía oler la pena. Desperté a mi madre. Estaba sentada en la sala, con sus manos temblando. —Es la luna escarlata —susurró. —Es la noche en que su poder es más fuerte. El velo es más delgado.
Mi madre corrió a la cocina. Sacó bolsas de sal marina y hierbas secas. Esparció la sal en el umbral de las puertas y ventanas, y encendió las hierbas en un cuenco de cerámica, el humo dulce llenando la casa. Me senté con ella, sosteniendo su mano. Por primera vez en mi vida, no estaba asustado, estaba aterrado.
El canto se hizo un coro. Pude oír las voces moviéndose por el patio, rodeando la casa. Los golpes en la ventana, en la puerta, se hicieron más insistentes. Eran golpes suaves, como si trataran de ser educados, como si quisieran pedir permiso para entrar. Toc, toc, toc. El sonido resonaba en mi mente.
Mi madre cerró los ojos y murmuró algo que sonaba como una oración, o una orden. El olor a humo se intensificó, y el calor del cuenco de cerámica se hizo más fuerte. Los golpes se detuvieron. Hubo un momento de silencio, y luego, una voz. Una voz que no venía de afuera, sino de adentro de mi cabeza.
Por favor, déjanos entrar.
Salté del susto. Mi madre abrió los ojos. —Ignóralos. No les des nada.
Pero la voz no era malvada, era triste. Era como si un niño perdido estuviera pidiendo ayuda. Me levanté. No podía dejar de pensar en esa voz. Me acerqué a la ventana, la advertencia de mi madre resonando en mi mente. Mi madre me agarró del brazo. —No lo hagas.
Pero ya era tarde. Por un instante, solo por un instante, vi algo en el reflejo de la ventana. No era una sombra, no era la figura. Era un rostro, borroso, pero con los ojos llenos de tristeza, de pena, de soledad.
Mi madre me agarró del cuello de mi pijama, con la fuerza de la desesperación. —¡No los veas! ¡Cierra tus ojos!
Pero ya era tarde. Mi madre había cometido un error. Había dejado una ventana sin cerrar. El aire frío de la noche entró, el olor a humo se disipó. El canto se detuvo. Y la voz en mi cabeza se hizo más fuerte.
Capítulo 5: La Elección del Silencio
La figura entró por la ventana abierta. Era alta, su piel de un gris pálido. Sus brazos largos se arrastraban por el suelo, y la cabeza, inclinada, no tenía rasgos. Un remolino oscuro se formaba donde debía estar el rostro. No era aterrador, era triste. Era la personificación de la soledad. La figura se movió, sin hacer ruido, hacia la cocina. Mi madre y yo nos quedamos paralizados, incapaces de movernos.
La figura se detuvo en la cocina, justo en el lugar donde mi madre había esparcido la sal. Extendió sus brazos largos y, con un movimiento lento, recogió un poco de sal con sus dedos. Luego, se los llevó al rostro, y el remolino se hizo más grande, un abismo. Y el sonido volvió. Un lamento, pero esta vez, era una oración.
Mi madre se levantó. Su voz era tranquila, pero su cuerpo temblaba. —Tú nos viste. Te damos el derecho de ver. —dijo, la voz de la figura haciéndose un susurro. —No —dijo mi madre, su voz quebrada—. No lo tocó.
La figura se detuvo. Giró su cabeza sin rostro hacia mi madre, como si la estuviera viendo. Mi madre, con la voz de una guerrera, se puso de pie. —No lo tocaste. —dijo—. Y no te daré mi alma. Pero te doy una parte de mí.
Mi madre extendió su mano, y la figura hizo lo mismo. Mi madre tocó la mano de la figura. El momento fue como una explosión de luz. Vi un destello y el remolino del rostro de la figura se hizo brillante. Y cuando la figura se fue, supe que mi madre había hecho un pacto. Había dado una parte de su alma a la figura, a cambio de que no me hicieran daño. Pero no sabía qué parte.
El amanecer llegó, y mi madre me miró. Su rostro estaba en blanco, sus ojos vacíos. —¿Por qué? —le pregunté. —Me vieron. Te vieron a ti. No los veas de nuevo. No los veas. Nunca. —dijo. Su voz era una orden, y en ese momento supe que mi madre había perdido algo. Su memoria, su voz, su alma. Había dado su vida para que yo no fuera una linterna en la oscuridad.
Epílogo: La Carga del Guardián
Han pasado veinte años desde aquella noche. Mi madre se ha ido, su mente se fue antes que su cuerpo. Y yo vivo en la casa, el único guardián del umbral. Me volví como ella. Un esclavo de las cortinas. Un esclavo del miedo. Mi vida se convirtió en un ritual. Sal en los umbrales, hierbas encendidas, el silencio de la noche.
Los Sin Rostro nunca me han hablado de nuevo. Pero sé que están afuera, esperando. Siento su presencia. El canto. Los lamentos. Las sombras. Las escucho todas las noches, pero las ignoro. He aprendido a construir un muro en mi mente. Una barrera mental que me permite no verlos. He aprendido a ignorar los ruidos, los susurros, las voces.
Pero la carga es pesada. La curiosidad es un enemigo. El miedo es un enemigo. Y la soledad es un enemigo. Los Sin Rostro no son malvados, son solo tristes. Y su tristeza es tan grande que me consumen.
Ahora soy yo quien se sienta en la sala, mirando hacia las cortinas. A las 3 de la mañana, oigo un golpe suave en la ventana. Toc, toc, toc. Y siento la necesidad de abrir, de mirar. Pero sé lo que pasará si lo hago. Mi madre me enseñó la lección.
Y así, la vida continúa. Con el miedo, la soledad, y el silencio. Pero también con la certeza de que mi madre me amó lo suficiente como para darme su alma a cambio de la mía. Y con la esperanza de que, tal vez un día, el velo se levante por completo, y los Sin Rostro puedan descansar. Y yo también.
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