Me dejó porque nuestra hija nació con síndrome de down y yo lo despedí de la empresa
No olvidaré nunca ese martes por la tarde. Llevaba a Sofía en brazos, mi pequeña de apenas tres meses, cuando Javier entró a la sala con esa expresión que yo ya conocía demasiado bien: la del hombre que está a punto de huir. Escrito por Gisel Dominguez.
“Necesitamos hablar”, dijo, sin siquiera mirar a la bebé.
“Habla”, respondí, ajustando la manta rosada alrededor de Sofía. Ella dormía plácidamente, ajena a la tormenta que se avecinaba.
“No puedo con esto, Andrea. No es lo que yo firmé. Diez años de matrimonio y… esto no era parte del plan.”
Sentí una risa amarga subiéndome por la garganta. “*¿Esto?* ¿Te refieres a tu hija? Dilo con claridad, Javier.”
Él se pasó las manos por el cabello, un gesto que antes me parecía atractivo. “Tiene síndrome de Down. Eso implica terapias, doctores, una vida entera de… complicaciones. Yo no estoy preparado para—”
“Para ser padre”, lo interrumpí. “La palabra que buscas es ‘padre’. No estás preparado para ser padre.”
“No te pongas así. Sabes que esto es diferente.”
Me levanté despacio, sosteniendo a Sofía contra mi pecho. “Tienes razón. Es diferente. Porque ahora sé exactamente quién eres.”
Javier suspiró, cruzándose de brazos. “Voy a pedir el divorcio. Ya hablé con un abogado.”
“Perfecto”, dije con una calma que me sorprendió a mí misma. “De hecho, te ahorraré algunos pasos.”
“¿Qué?”
“Estás despedido.”
Su rostro palideció. “¿Qué dijiste?”
“De la empresa. MI empresa, Javier. La que heredé de mi padre y donde tú, generosamente, has ocupado un puesto directivo estos últimos ocho años. Considera esta tu carta de renuncia… o de despido. Como prefieras llamarlo.”
“No puedes hacer eso. Tengo derechos, contratos—”
“Que revisarás con tu abogado, supongo. El mismo que está preparando el divorcio. Qué conveniente.” Me acerqué a él, mirándolo directamente a los ojos. “Te firmaré los papeles del divorcio sin problema. Pero en cuanto a la empresa, mi equipo legal se asegurará de que todo esté perfectamente en orden. Afortunadamente, nunca mezclamos patrimonio.”
Javier abrió la boca, pero no salió nada.
“Puedes irte ya”, continué. “Empaca tus cosas. Esta casa es mía, el auto que usas es de la empresa, y tu sueldo termina hoy. Ah, y no te molestes en pedir pensión alimenticia, tu abogado te explicará por qué eso no va a funcionar.”
“Andrea, esto es—”
“¿Ridículo? ¿Excesivo?” Miré a Sofía, que había abierto sus hermosos ojos almendrados. “No, Javier. Esto es justicia. Tú decides abandonar a tu hija porque no cumple con tus expectativas. Yo decido que ya no necesito a alguien que nunca estuvo a mi altura.”
Se fue esa misma noche. Y sabes qué fue lo más extraño? Que cuando cerré la puerta detrás de él, lo único que sentí fue alivio.
Sofía apretó mi dedo con su manita y sonrió. Mi pequeña guerrera. Mi regalo perfecto.
“Somos tú y yo ahora, mi amor”, le susurré. “Y te prometo que eso es más que suficiente.”
Resultó que siempre había sido suficiente. Solo necesitaba que él se fuera para darme cuenta.
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