Las manos de Carmen temblaban sobre el teclado mientras borraba el video de las

cámaras de seguridad. Lo había visto todo, todo. Y si el señor Martínez
descubría lo que realmente hacía con sus hijos gemelos cada tarde en esa habitación cerrada, la despediría al
instante, o peor aún, podría llamar a la policía. Pero ya era tarde. La puerta
del despacho se abrió de golpe y Roberto Martínez entró como una tormenta con el
rostro desencajado y el móvil en la mano. ¿Dónde están? Su voz retumbó en
las paredes del ático de lujo en el pase de gracia. ¿Dónde están mis hijos?
Carmen se levantó tan rápido que la silla cayó hacia atrás. Sus ojos, esos ojos que Roberto había
observado con desconfianza durante tres meses, ahora brillaban con algo que él
no podía descifrar. Miedo, culpa. Señor Martínez, yo puedo explicar, no quiero
explicaciones. Rugió pasando junto a ella hacia el pasillo. La escuela acaba
de llamar. Mis hijos nunca llegaron esta mañana y tú, tú eras la encargada de
llevarlos tres meses, tres malditos meses desde que su esposa Patricia lo
había abandonado, llevándose todo, excepto a Lucas y Mateo. Los gemelos de
7 años son tu responsabilidad ahora. fueron sus últimas palabras antes de
subir a ese vuelo a Buenos Aires con su amante. Y Roberto, sumergido en su
imperio tecnológico, había necesitado ayuda desesperadamente.
Carmen había llegado con referencias impecables, 32 años, soltera, con
experiencia en educación especial, perfecto para dos niños sordos que
apenas conocían el lenguaje de signos, porque Patricia nunca se había molestado
en aprenderlo realmente. Pero desde el primer día algo en ella no encajaba. Las
miradas furtivas, las puertas que se cerraban cuando él llegaba temprano, los
susurros de los niños o lo que fuera que hicieran con las manos que cesaban
abruptamente cuando él entraba. Y ahora esto. Roberto irrumpió en la habitación
de los gemelos vacía, las camas perfectamente hechas, los juguetes
ordenados, demasiado ordenados para dos niños de 7 años. corrió hacia la
habitación de invitados que Carmen usaba como sala de estudio con los niños,
siempre cerrada con llave. Siempre es para que se concentren, señor
Martínez, los niños con necesidades especiales requieren un ambiente controlado.
Mentiras. Todo habían sido mentiras. Sacó su juego de llaves maestras, las
mismas que Carmen no sabía que existían. y abrió la puerta de un tirón. La
habitación estaba transformada. Las paredes, antes de un blanco estéril,
ahora explotaban con colores. Cartulinas gigantes cubrían cada centímetro llenas
de dibujos, palabras en español y catalán. Símbolos del lenguaje de signos
ilustrados con una precisión profesional. En el centro, una mesa baja
rodeada de cojines, libros apilados, dispositivos electrónicos que él nunca
había autorizado comprar, pero no había rastro de Lucas ni Mateo. Se giró hacia
Carmen, que había aparecido en el umbral de la puerta. Su rostro ya no mostraba
miedo, mostraba algo mucho más peligroso, determinación. ¿Vas a decirme
dónde están mis hijos ahora o llamo a los mozos de escuadra? Carmen no
retrocedió, en cambio sacó su móvil del bolsillo. Puede llamarlos si quiere,
señor Martínez, pero antes debería ver esto. Le extendió el teléfono. Roberto
dudó cada instinto gritándole que no debía confiar en esta mujer, pero la
curiosidad y el terror de padre lo empujaron a mirar la pantalla. Era un
video grabado esa misma mañana, según la marca de tiempo. En él, Lucas y Mateo
aparecían sentados en una aula que Roberto no reconocía, rodeados de otros
niños. Pero no era una aula ordinaria. Todos los niños se comunicaban con las
manos. Lenguaje de signos, fluido, rápido, natural. Y sus hijos gemelos.
Sus hijos estaban hablando, realmente hablando con otros niños por primera vez
en sus vidas. La maestra en el video era una mujer mayor con cabello gris
recogido en un moño. Se movía entre los estudiantes con una sonrisa cálida. Sus
manos danzaban en el aire formando palabras, frases completas. Y los niños
respondían, incluidos Lucas y Mateo, con una confianza que Roberto jamás había
visto en ellos. ¿Qué? ¿Qué es esto? Su voz salió como un susurro quebrado. Es
la escuela de educación especial San Saint Jordi, respondió Carmen con voz firme. En Gracia, una escuela
especializada para niños sordos e hipoacúsicos. Llevan ahí 3 meses, señor Martínez. tres
meses aprendiendo en su propio idioma, no luchando por sobrevivir en un mundo
que pretende que no son diferentes. Roberto sintió que las piernas le
fallaban. Se apoyó contra el marco de la puerta. La escuela la escuela oficial me
llamó diciendo que no llegaron porque nunca estuvieron ahí. Carmen dio un paso
hacia él. Desde el primer día supe que esa escuela ordinaria los estaba destruyendo. Los vi
llegar a casa llorando, frustrados, golpeándose a sí mismos, porque no
podían expresar lo que sentían. Los maestros no sabían lenguaje de signos.
Los otros niños se burlaban. Y usted, su voz se endureció. Usted estaba demasiado
ocupado construyendo su imperio como para notarlo. Esas palabras fueron como
un puñetazo en el estómago. Roberto quiso defenderse, gritar, pero las
imágenes del video seguían reproduciéndose en su mente. Lucas
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