La luz del amanecer apenas comenzaba a rasgar el horizonte del Pacífico cuando el soldado mexicano Luis Martínez

Aguirre supo que ese día sería diferente. Había pasado 213 días en el

campo de prisioneros de guerra japonés en las Filipinas. 213 amaneceres, donde

el hambre retorcía sus entrañas como un animal rabioso, donde el calor húmedo

convertía cada respiración en un acto de voluntad, donde la disentería y la

malaria habían reducido su cuerpo robusto de Guadalajara, a poco más que

huesos cubiertos de piel quemada por el sol tropical. Pero esa mañana, cuando

los guardias japoneses entraron al barracón de bambú con sus bayonetas brillando bajo la luz naciente, Luis vio

algo nuevo en sus ojos. No era el desprecio habitual ni la indiferencia

cruel que había aprendido a reconocer. era miedo. Luis Martínez Aguirre no

debería haber estado allí, no de acuerdo con los mapas militares, no según los

registros oficiales que clasificaban a los prisioneros por nacionalidad y rango. era un técnico especializado en

comunicaciones del escuadrón 2011, la unidad aérea mexicana que había llegado

al teatro del Pacífico en marzo de 1945, cuando la guerra ya entraba en sus

capítulos finales y más sangrientos. México había declarado la guerra al eje

en mayo de 1942, después de que submarinos alemanes

hundieran los buques petroleros mexicanos, potrero del Llano y Faja de

Oro en el Golfo de México, manchando las aguas del Caribe con el petróleo y la

sangre de marineros mexicanos, que nunca imaginaron que la guerra europea los

alcanzaría en sus propias costas. Pero mientras los submarinos nazis

representaban la amenaza inmediata, era en el Pacífico donde México enviaría a

sus hijos a combatir directamente contra las fuerzas imperiales japonesas. El

Escuadrón 2011, los legendarios águilas aztecas, había sido entrenado en Estados

Unidos con la última tecnología de combate aéreo, los casas Republic P47

Thunderbolt, máquinas rugientes de acero y potencia que representaban lo más

avanzado de la ingeniería militar estadounidense. Ris había sido seleccionado no como

piloto, sino como parte del personal técnico esencial, los hombres invisibles

que mantenían esos pájaros de guerra en el aire, que descifraban las comunicaciones enemigas, que coordinaban

las misiones de bombardeo sobre las posiciones japonesas en Luzón y Formosa.

Tenía 26 años cuando partió de México, dejando atrás a su madre María en su

pequeña casa de adobe en Tlaquepaque, donde ella había colocado una imagen de

la Virgen de Guadalupe en la ventana, mirando hacia el norte, como si la

morenita pudiera proteger a su hijo a través de miles de kilómetros de océano

y selva. Pero el destino tiene una forma cruel de reescribir los planes mejor

trazados. En julio de 1945, mientras el Escuadrón 2011 realizaba

misiones de apoyo en las Filipinas, Luis había sido parte de un pequeño equipo de

reconocimiento terrestre enviado a verificar reportes de un puesto de comunicaciones japonés abandonado cerca

de la costa oriental de Luzón. La guerra estaba llegando a su fin, todos lo

sabían. Pero el imperio japonés no se rendiría sin convertir cada centímetro

de tierra en un campo de batalla. La emboscada vino sin advertencia. Las

balas silvaron entre los árboles tropicales. El sargento estadounidense que dirigía la misión cayó primero, su

sangre salpicando las hojas gigantes de los plátanos y Luis sintió un golpe

terrible en el costado izquierdo, como si alguien le hubiera clavado un hierro candente entre las costillas. Cuando

despertó, tenía las manos atadas con alambre de espino, el rostro presionado

contra el barro caliente y un soldado japonés le gritaba en un idioma que no

comprendía mientras lo arrastraban hacia un camión destartalado que olía a gasolina y muerte.

Los primeros días en el campo de prisioneros fueron un descenso al infierno. Luis había escuchado las

historias, los rumores susurrados entre los soldados. sobre el tratamiento que

los japoneses daban a sus cautivos, pero ninguna historia podía prepararte para

la realidad vceral de esa brutalidad sistemática. El campo estaba ubicado en las montañas

del norte de Luzón, escondido entre la selva densa donde el ejército estadounidense difícilmente lo

encontraría antes de que la guerra terminara. Había aproximadamente 300

prisioneros allí. La mayoría estadounidenses y filipinos, algunos

australianos, todos ellos reducidos a espectros vivientes por la desnutrición,

las enfermedades y los golpes constantes. Cada mañana comenzaba con el

tenco, el conteo interminable, donde los prisioneros se paraban bajo el sol

abrasador mientras los guardias los inspeccionaban, buscando cualquier excusa para administrar castigo.

Las raciones consistían en un puñado de arroz podrido infestado de gusanos,

ocasionalmente complementado con hojas hervidas que proporcionaban tan poca

nutrición que los hombres se estaban literalmente consumiendo desde adentro.

Pero lo que más aterrorizaba a Luis no era el hambre, ni siquiera los golpes

arbitrarios, era la ejecución. Había presenciado tres desde su llegada,

todas ellas llevadas a cabo con una eficiencia escalofriante que convertía

el asesinato en rutina administrativa. Los japoneses seleccionaban a sus

víctimas sin razón aparente. Un día era un piloto estadounidense acusado de

bombardear civiles. Al siguiente era un soldado filipino al que habían encontrado escondiendo una lata de

sardinas robada. Los llevaban al centro del campo, los obligaban a arrodillarse