En el pequeño pueblo de San Miguel Allende de Guanajuato, corría el año 1937. La revolución había terminado oficialmente, pero sus cicatrices aún marcaban el paisaje y el alma de México. Entre las casas de adobe y cantera rosa, que caracterizaban la región, destacaba la hacienda de don Leandro Fuentes, un hombre que había sabido mantener su riqueza durante los tiempos convulsos gracias a su astucia y a su falta de escrúpulos.

La hacienda, el mirador se alzaba imponente sobre una colina, permitiendo a don Leandro observar sus extensos campos de agras de cultivo. A sus años era un hombre corpulento, de bigote poblado y ojos penetrantes que parecían desnudar el alma de quien se atreviera a sostenerle la mirada. Su esposa, doña Carmen, había fallecido 5co años atrás durante el parto de su quinta hija, dejándolo viudo con cinco niñas.

Margarita de 17 años, Dolores de 15, Consuela de 12, Esperanza de Ocho y Luz, la pequeña de 5 años. Aquella tarde de noviembre, mientras el viento frío soplaba entre los callejones empedrados del pueblo, Josefina Castro, la cocinera que había servido a la familia Fuentes por más de 20 años, observaba con preocupación el rostro demacrado de Margarita, la hija mayor de don Leandro.

“Niña, ¿se siente bien? Está muy pálida.”, le preguntó mientras preparaba el pozole que don Leandro había solicitado para la cena. Margarita, una joven de belleza delicada con ojos color miel y cabello negro que le caía hasta la cintura, levantó la mirada del bordado que realizaba con manos temblorosas.

Estoy bien, Josefina, solo estoy cansada”, respondió con voz queda. Anoche no pude dormir bien. Josefina frunció el ceño. No era la primera vez que notaba esas ojeras profundas en el rostro de la muchacha. Desde hacía algunos meses, Margarita había perdido el brillo que la caracterizaba, convirtiéndose en una sombra silenciosa que vagaba por la casa.

Don Leandro no vendrá a cenar hoy”, dijo repentinamente Margarita como si le hubiera leído el pensamiento a Josefina. Me pidió que le subiera la comida a su despacho. La cocinera asintió sin decir palabra. Don Leandro solía encerrarse en su despacho durante horas, especialmente desde la muerte de su esposa.

Se decía en el pueblo que había comenzado a beber en exceso y que su carácter, ya de por sí difícil se había vuelto insoportable. Josefina, la voz temblorosa de Margarita, interrumpió sus pensamientos. ¿Crees en los fantasmas? La cocinera dejó caer el cucharón con el que revolvía el pozole y se persignó rápidamente. Ave María purísima niña, no diga esas cosas.

¿Por qué pregunta eso? Margarita desvió la mirada hacia la ventana, donde las sombras del atardecer comenzaban a alargarse sobre el patio empedrado. A veces escucho voces en la noche. Creo que es mamá. Josefina se acercó a la joven y puso una mano sobre su hombro con gesto protector. Su madre está con Dios, niña. Lo que escucha es el viento que sopla entre los ages.

Esta casa es vieja y hace ruidos extraños. Margarita esbozó una sonrisa triste y asintió, pero sus ojos revelaban que no estaba convencida. Mientras tanto, en el pueblo, el padre Tomás Herrera salía de la iglesia después de escuchar confesiones durante toda la tarde. A sus años, el sacerdote había sido testigo de los peores horrores de la revolución y de la guerra cristera.

Había visto morir a varios de sus hermanos sacerdotes y él mismo había tenido que esconderse durante años para evitar la persecución. Ahora, en tiempos relativamente más tranquilos, dedicaba sus días a atender a su feligresía en San Miguel Allende. Aquella tarde, sin embargo, algo perturbaba su espíritu. La confesión que había escuchado de Rosario, la doncella de la hacienda, El Mirador, lo había dejado profundamente preocupado.

Las insinuaciones sobre don Leandro y sus hijas eran demasiado graves como para ignorarlas, pero sin pruebas concretas. ¿Qué podía hacer el padre Tomás? caminaba en sí mismado cuando se topó con el Dr. Ernesto Vega, el único médico del pueblo que regresaba de visitar a un paciente. “Buenas tardes, padre.

Se le ve preocupado”, saludó el doctor. Un hombre de 40 años con gafas redondas y barba bien recortada. Buenas tardes, doctor. Son los problemas habituales de un viejo sacerdote”, respondió el padre Tomás intentando sonreír. El doctor Vega observó con atención el rostro del sacerdote.

“¿Has sabido algo de la familia Fuentes últimamente?”, preguntó como si adivinara el motivo de su preocupación. El padre Tomás suspiró pesadamente. “Hace tiempo que no vienen a misa. Desde que murió doña Carmen, don Leandro ha dejado de frecuentar la iglesia. Las niñas tampoco vienen, excepto Margarita, que a veces se escapa para confesarse. El doctor asintió con gesto grave.

La semana pasada atendía Dolores. La segunda hija tenía hematomas en los brazos y en la espalda. Cuando le pregunté cómo se los había hecho, me dijo que se había caído por las escaleras. ¿Le creyó?, preguntó el padre Tomás. No, esos golpes no eran de una caída. Los dos hombres se quedaron en silencio, contemplando la plaza del pueblo, donde algunos niños jugaban aún aprovechando los últimos rayos de sol.

Algo oscuro está sucediendo en esa hacienda, padre”, murmuró finalmente el doctor. “Y me temo que no podemos hacer nada para evitarlo.” En la hacienda, el mirador, mientras tanto, Margarita subía lentamente la escalera de madera que conducía al despacho de su padre, llevando una bandeja con el pozole humeante, tortillas recién hechas y una botella de tequila.

Sus manos temblaban ligeramente y su corazón latía con fuerza. Cada paso que daba parecía más pesado que el anterior. Al llegar frente a la puerta de madera labrada, respiró hondo antes de llamar suavemente. Adelante. Se escuchó la voz ronca de don Leandro desde el interior. Margarita entró con la cabeza gacha, evitando mirar directamente a su padre, que estaba sentado tras un enorme escritorio de ca rodeado de libros y papeles.

La única luz de la habitación provenía de una lámpara de aceite que proyectaba sombras danzantes en las paredes. “Deja la bandeja y sírveme”, ordenó don Leandro sin levantar la vista de los documentos que revisaba. Margarita obedeció en silencio, colocando la bandeja sobre el escritorio y sirviendo el pozole en un plato hondo de talavera.

Sus movimientos eran mecánicos, como si su cuerpo actuara por costumbre mientras su mente se encontraba en otro lugar. Las cuentas no salen bien este mes”, murmuró don Leandro, “mas para sí mismo que para su hija. La producción de tequila ha bajado y los compradores están presionando.” Margarita no respondió. Sabía que su padre no esperaba ningún comentario de su parte.

“Ven aquí”, ordenó don Leandro de repente palmeando su rodilla. Margarita se quedó paralizada con el cucharón de pozole en la mano. “¿No me has oído? Ven aquí, Margarita. Con pasos vacilantes, la joven se acercó a su padre, quien la tomó bruscamente por la cintura y la sentó sobre sus rodillas.

El aliento de don Leandro olía a tequila y tabaco, una mezcla que a Margarita le revolvía el estómago. “¿Sabes lo que decía tu abuelo?”, susurró don Leandro al oído de su hija. Decía que una hija buena debe calentar el alma de su padre. Margarita cerró los ojos con fuerza, intentando contener las lágrimas que amenazaban con escapar. Sabía lo que vendría después.

Lo sabía demasiado bien. Mientras tanto, en la cocina de la hacienda, Josefina terminaba de servir la cena para las otras hermanas cuando escuchó un ruido extraño proveniente del sótano. Era como un lamento, un llanto ahogado que hizo que se le erizaran los pelos de la nuca. ¿Ha escuchado eso, Rosario?”, preguntó a la doncella que la ayudaba.

Rosario, una joven de 20 años con rostro afilado y mirada esquiva, asintió nerviosamente. Debe ser el viento, doña Josefina, respondió, aunque su voz temblorosa delataba que no creía en sus propias palabras, Josefina frunció el ceño y se dirigió hacia la puerta que conducía al sótano. Era una puerta vieja y pesada, siempre cerrada con llave.

Don Leandro había prohibido estrictamente que alguien bajara allí, alegando que guardaba vinos y licores de valor, y que temía que los sirvientes robaran. “¿Qué hace, doña Josefina?”, susurró Rosario alarmada. “Don Leandro se pondrá furioso si la ve cerca del sótano.” “Sh.” La cayó Josefina pegando la oreja a la puerta. ¿No oyes? Parece, parece un niño llorando.

Rosario se acercó también y ambas mujeres escucharon en silencio. Efectivamente, detrás de la gruesa puerta de madera se podía percibir un llanto débil, como el de un niño pequeño. Virgen santísima, murmuró Josefina santiguándose. ¿Qué tiene encerrado don Leandro ahí abajo? Antes de que Rosario pudiera responder, el sonido de pasos pesados en la escalera las hizo sobresaltarse.

Rápidamente, ambas mujeres volvieron a sus tareas, fingiendo que nada había ocurrido. Don Leandro apareció en la cocina con el rostro congestionado y los ojos inyectados en sangre. Detrás de él, Margarita caminaba con la mirada perdida, como si su mente hubiera abandonado su cuerpo. “La cena para las niñas”, exigió don Leandro con voz áspera.

“Ya está servida, señor”, respondió Josefina, evitando mirar directamente a Margarita. Dolores, consuela, esperanza y luz están en el comedor esperando. Don Leandro asintió y se dirigió hacia el comedor, seguido por Margarita, que se movía como un autómata. Josefina y Rosario intercambiaron miradas de preocupación antes de seguirlos para servir la cena.

El comedor de la hacienda, El Mirador, era una habitación espaciosa con una larga mesa de caoba que podía acomodar hasta 20 comensales. Sin embargo, esa noche solo estaban presentes don Leandro en la cabecera y sus cinco hijas dispuestas a ambos lados de la mesa. El silencio era opresivo, interrumpido únicamente por el sonido de las cucharas contra los platos de Talavera.

Las niñas comían con la cabeza gacha, sin atreverse a hablar o a levantar la mirada. “Mañana vendrá don Augusto Montero a visitarnos”, anunció repentinamente don Leandro. Es un hombre de negocios importante de la Ciudad de México que está interesado en invertir en nuestra producción de tequila.

Ninguna de las niñas respondió, pero Margarita levantó ligeramente la cabeza con una expresión de alarma en su rostro pálido. “Quiero que todas se comporten como señoritas educadas”, continuó don Leandro, clavando su mirada en cada una de sus hijas. Especialmente tú, Dolores. Don Augusto tiene un hijo de 25 años que está buscando esposa.

Dolores, una joven de 15 años con el mismo cabello negro y ojos color miel que su hermana mayor, se estremeció visiblemente. Pero, padre se atrevió a decir con voz temblorosa, solo tengo 15 años. Don Leandro golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar los platos y sobresaltando a las niñas.

No me contradigas, rugió con el rostro enrojecido por la ira. A tu edad, tu madre ya estaba casada conmigo y esperaba a Margarita. Dolores bajó la mirada conteniendo las lágrimas que amenazaban con escapar. Además, añadió don Leandro con una sonrisa torcida, necesitamos el dinero de los Montero. Nuestra situación económica no es tan buena como todos creen.

El resto de la cena transcurrió en silencio. Cuando terminaron, don Leandro se retiró a su despacho ordenando a Margarita que lo acompañara para discutir los detalles de la visita de mañana. Josefina observó con impotencia como la joven seguía a su padre con pasos vacilantes. En sus 20 años de servicio en la hacienda, el Mirador nunca había visto a don Leandro tan descontrolado como en los últimos meses.

La muerte de doña Carmen parecía haber liberado algo oscuro y retorcido en su interior, algo que había mantenido a raya durante su matrimonio. Mientras recogía los platos, Josefina tomó una decisión. Esa noche, cuando todos estuvieran dormidos, bajaría al sótano para descubrir qué ocultaba don Leandro. El llanto que había escuchado no la dejaba tranquila. ¿Y si había un niño encerrado allí abajo? O algo peor.

Lo que Josefina no sabía era que su curiosidad la llevaría a descubrir un secreto tan horrible que cambiaría para siempre su percepción de don Leandro y de la aparentemente respetable familia Fuentes. La noche caía sobre San Miguel Allende como un manto pesado y oscuro. Las estrellas brillaban en el cielo despejado, pero su luz parecía incapaz de penetrar completamente la atmósfera opresiva que envolvía la hacienda el mirador.

El viento soplaba entre los agaves, produciendo un sonido que se asemejaba a un lamento lejano, como si la tierra misma llorara por alguna antigua tragedia. En la cocina, Josefina esperaba pacientemente a que todos en la casa se fueran a dormir. Había escondido una pequeña llave maestra que había pertenecido a doña Carmen y que, según le había confiado la señora antes de morir, abría todas las puertas de la hacienda.

“Por si alguna vez la necesitas para proteger a mis hijas”, le había dicho con una mirada preocupada que Josefina nunca olvidaría. Cuando el reloj de la sala marcó la medianoche, Josefina se levantó de la silla donde había estado sentada durante horas. Don Leandro se había retirado a su habitación hacía rato, llevándose a Margarita con él. Las demás niñas dormían, o al menos fingían hacerlo, en sus respectivas habitaciones.

Con pasos sigilosos, Josefina se dirigió hacia la puerta del sótano. La llave maestra encajó perfectamente en la cerradura y con un leve chirrido la puerta se abrió. Un olor a humedad y a algo más, algo indefinible pero perturbador, la golpeó de inmediato.

La escalera de piedra que descendía al sótano estaba débilmente iluminada por la vela que Josefina llevaba en la mano. Las sombras danzaban en las paredes, creando figuras grotescas que parecían observarla con ojos invisibles. Al llegar al final de la escalera, Josefina levantó la vela para iluminar mejor el espacio. El sótano era una habitación amplia, con paredes de piedra y suelo de tierra apisonada.

Tal como había dicho don Leandro, había estanterías con botellas de vino y barricas de tequila, pero al fondo, semioculta por las sombras, se distinguía otra puerta. Josefina avanzó con cautela, sintiendo que el corazón le latía con tanta fuerza que temía que su sonido alertara a toda la casa. Al acercarse a la segunda puerta, escuchó nuevamente aquel llanto débil que había oído antes.

No era el viento, de eso estaba segura. Era el llanto de un niño pequeño. Con manos temblorosas, Josefina introdujo la llave en la cerradura de la segunda puerta. giró y la puerta se abrió con un crujido que resonó en el silencio del sótano. Lo que Josefina vio entonces la dejó paralizada de horror. En el centro de una pequeña habitación, iluminada únicamente por un rayo de luz de luna, que se filtraba por una minúscula ventana cerca del techo, había una cuna y en la cuna un bebé de no más de 6 meses lloraba débilmente. Virgen santísima, murmuró Josefina acercándose

a la cuna. El bebé, al ver la luz de la vela, detuvo su llanto y la miró con ojos enormes y oscuros. Tenía el cabello negro y la piel pálida, y algo en su rostro le resultaba extrañamente familiar. Junto a la cuna había una silla y sobre ella una nota escrita con letra temblorosa.

Josefina la tomó y la acercó a la luz de la vela. Su nombre es Joaquín. Es hijo de Margarita y de don Leandro. Nació hace 6 meses. Por favor, quien encuentre esta nota, sáquelo de aquí antes de que sea demasiado tarde. La nota no estaba firmada, pero Josefina reconoció inmediatamente la letra de Rosario, la doncella.

El horror de lo que acababa de descubrir la golpeó como una puñalada. Don Leandro había abusado de su propia hija y el fruto de ese abuso estaba ahora frente a ella, mirándola con ojos que parecían contener toda la tristeza del mundo. Josefina tomó al bebé en brazos, decidida a sacarlo de allí esa misma noche. Pero antes de que pudiera dar un paso hacia la puerta, una voz ronca la detuvo en seco.

Veo que has descubierto nuestro pequeño secreto, Josefina. Don Leandro estaba en la entrada de la pequeña habitación bloqueándole el paso. Sus ojos brillaban de manera antinatural en la penumbra y su sonrisa torcida revelaba dientes amarillentos por el tabaco. “¿Cómo ha podido, señor?”, susurro Josefina apretando al bebé contra su pecho.

“¿Cómo ha podido hacerle esto a su propia hija?” Don Leandro soltó una carcajada que resonó de manera siniestra en el sótano. A mi propia hija. Oh, Josefina, qué ingenua eres. Margarita no es mi hija. Josefina lo miró sin comprender. Pero doña Carmen, Carmen era una mujer hermosa, pero estéril, interrumpió don Leandro con voz fría. Adoptamos a Margarita cuando era apenas una recién nacida.

Su verdadera madre era una prostituta que murió en el parto. Nadie la extrañó, nadie la reclamó. Josefina sintió que las piernas le fallaban. Todo lo que creía saber sobre la familia Fuentes se derrumbaba ante sus ojos. Pero eso no justifica lo que ha hecho”, dijo con voz temblorosa, pero firme. “Usted la crió como a una hija y ahora esto.

” Y señaló al bebé que dormía en sus brazos, ajeno a la terrible realidad que lo rodeaba. Don Leandro dio un paso hacia ella, su rostro ahora contorsionado por una mueca de ira. “¿Y quién eres tú para juzgarme, Josefina? Solo una sirvienta que ha olvidado su lugar. Antes de que Josefina pudiera reaccionar, don Leandro la golpeó con fuerza en la cabeza.

El impacto la hizo tambalearse y caer de rodillas, pero logró proteger al bebé para que no se golpeara. El niño no puede salir de aquí, siceó don Leandro arrancando al bebé de los brazos de Josefina. Y tú tampoco. Con el bebé en un brazo, don Leandro sacó un revólver de su chaqueta y apuntó directamente a la cabeza de Josefina.

He sido demasiado indulgente contigo, Josefina, siempre metiendo las narices donde no te llaman. Josefina cerró los ojos esperando el disparo que acabaría con su vida, pero en lugar de eso escuchó un grito ahogado. No, padre. Margarita estaba en la entrada de la habitación con el rostro pálido y los ojos desorbitados por el horror.

A su lado, Dolores la sostenía por los hombros como si temiera que su hermana pudiera desmayarse en cualquier momento. “Llévate a Joaquín, Josefina”, suplicó Margarita. “por favor sácalo de esta casa maldita.” Don Leandro se volvió hacia sus hijas con el rostro desfigurado por la ira. Vuelvan a sus habitaciones rugió.

Esto no les concierne que no nos concierne, la voz de Dolores sonaba sorprendentemente firme. Es el hijo de mi hermana, el hijo que usted le obligó a tener. ¿Cómo puede decir que no nos concierne? Don Leandro levantó el revólver, apuntando ahora hacia sus hijas. No me obliguen a hacer algo de lo que luego me arrepentiría. más de lo que ya ha hecho.

Margarita dio un paso al frente con una determinación que Josefina nunca había visto en ella. Usted me violó, padre. Me violó repetidamente desde que tenía 12 años y cuando quedé embarazada, me obligó a dar a luz en secreto y luego encerró a mi hijo en este sótano, alimentándolo apenas lo suficiente para mantenerlo vivo. ¿Qué más podría hacer que fuera peor que eso? Las palabras de Margarita cayeron como piedras en el silencio del sótano.

Josefina sintió que se le helaba la sangre al escuchar la verdad cruda y horrible. de labios de la joven. Don Leandro pareció momentáneamente desconcertado por la valentía repentina de su hija, pero rápidamente recuperó su expresión de crueldad. Eres igual de ingrata que tu madre, escupió con desprecio. Te dio un techo, comida, educación y así me lo agradeces. Agradecer. Margarita soltó una risa amarga que no tenía nada de alegre.

Debo agradecerle que me haya convertido en su juguete personal, que me haya robado la infancia, la inocencia y ahora a mi hijo. Mientras Margarita mantenía distraído a don Leandro, Dolores se había acercado sigilosamente a Josefina y la ayudaba a ponerse de pie. El bebé, asustado por las voces alteradas, comenzó a llorar en brazos de don Leandro.

“¡Cállate!”, gritó don Leandro sacudiendo al bebé con brusquedad. ¡Cállate, engendro del demonio. Fue ese momento de distracción el que Josefina aprovechó para lanzarse sobre don Leandro. A pesar de ser una mujer mayor, la adrenalina le dio fuerzas para empujarlo contra la pared. El impacto hizo que don Leandro soltara tanto al bebé como al revólver.

Margarita se lanzó a recoger a su hijo mientras Dolores se apresuraba a tomar el arma. “Corran”, gritó Josefina a las jóvenes. “¡Llévense al niño y salgan de aquí!” Don Leandro, recuperándose del golpe, se abalanzó sobre Josefina con un rugido animal. Sus manos se cerraron alrededor del cuello de la mujer, apretando con fuerza.

“¡Las mataré a todas!”, gritaba con espuma en la boca y los ojos inyectados en sangre. Las mataré y enterraré sus cuerpos donde nadie pueda encontrarlos. Josefina sentía que la vida se le escapaba mientras las manos de don Leandro apretaban su garganta. Su visión comenzaba a nublarse, pero alcanzó a ver como Margarita y Dolores corrían hacia la escalera con el bebé en brazos.

De repente, un disparo resonó en el sótano. Don Leandro aflojó su presa y se desplomó sobre Josefina con una expresión de sorpresa en el rostro. Un hilo de sangre brotaba de un orificio en su 100. Detrás de él, sosteniendo aún el revólver humeante, estaba Consuela, la tercera hija de don Leandro.

A sus 12 años tenía la mirada fría y decidida de alguien mucho mayor. “Ya no nos hará daño nunca más”, dijo con voz monocorde, como si estuviera hablando del clima y no del asesinato de su propio padre. Josefina se incorporó con dificultad, tosiendo y tratando de recuperar el aliento. El cuerpo sin vida de don Leandro yacía a sus pies en un charco de sangre que se expandía lentamente por el suelo de tierra.

“Dios mío, consuela”, murmuró Josefina horrorizada. “¿Qué has hecho?” “Lo que tenía que hacer”, respondió la niña bajando el arma. Lo que todos en este pueblo querían hacer, pero nadie se atrevía. Margarita y Dolores, que habían regresado al escuchar el disparo, miraban la escena con una mezcla de horror y alivio. El bebé, ahora tranquilo, dormía en brazos de su madre.

“Debemos irnos de aquí”, dijo finalmente Dolores, rompiendo el silencio que se había instalado tras las palabras de consuela: “Tomar lo que podamos y alejarnos lo más posible de este lugar.” “¿U qué diremos sobre lo que pasó aquí?”, preguntó Josefina. Señalando el cadáver de don Leandro. La verdad, respondió Margarita con firmeza, diremos la verdad sobre lo que este hombre nos hizo, sobre lo que me obligó a hacer y lo que hizo con mi hijo.

Y si nadie nos cree, si nos juzgan por lo que ha pasado aquí esta noche, entonces que así sea. Prefiero la cárcel a seguir viviendo en este infierno. Las hermanas y Josefina subieron las escaleras del sótano en silencio, dejando atrás el cuerpo de don Leandro Fuentes. Ninguna de ellas lo sabía en ese momento.

Pero lo que había ocurrido esa noche en el sótano de la hacienda, el Mirador, sería solo el comienzo de una historia mucho más oscura y perturbadora. Al llegar a la cocina se encontraron con esperanza y luz las hermanas más pequeñas que esperaban asustadas. sostenidas por Rosario. “¿Qué ha pasado?”, preguntó Esperanza con ojos grandes por el miedo. “Hemos oído un disparo.

” Margarita miró a sus hermanas menores, preguntándose cómo explicarles lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo decirles que su padre, el hombre que debería haberlas protegido, era en realidad un monstruo? Y cómo explicarles que ese monstruo ahora yacía muerto en el sótano con una bala en la cabeza disparada por su propia hermana.

Padre, ha tenido un accidente, dijo finalmente Consuela, guardando el revólver en el bolsillo de su vestido. No volverá a hacernos daño. Las niñas pequeñas parecieron entender el significado oculto tras las palabras de su hermana porque no hicieron más preguntas. Debemos prepararnos para irnos”, dijo Josefina tomando el control de la situación.

Recojan solo lo esencial, ropa, algo de comida y todo el dinero que puedan encontrar. Nos iremos antes del amanecer. Mientras las hermanas se dispersaban para recoger sus pertenencias, Josefina se quedó a solas con Margarita y el bebé. ¿A dónde iremos?, preguntó la joven madre meciendo suavemente a su hijo. “A la ciudad de México”, respondió Josefina. “Tengo una hermana allí que nos ayudará.

Podremos empezar de nuevo, lejos de este pueblo y de sus recuerdos.” Margarita asintió, pero había una sombra de duda en sus ojos. “Y si nos buscan y si descubren lo que pasó aquí.” Josefina tomó las manos de Margarita entre las suyas con gesto maternal. Entonces enfrentaremos lo que venga juntas.

Pero no creo que nadie lamente la muerte de don Leandro lo suficiente como para investigar demasiado. Lo que ninguna de ellas sabía en ese momento era que el cuerpo de don Leandro Fuentes nunca sería encontrado, porque mientras ellas preparaban su huida, algo extraño estaba ocurriendo en el sótano de la hacienda, el mirador.

El charco de sangre alrededor del cadáver de don Leandro parecía moverse con vida propia, expandiéndose y contrayéndose como si respirara. Y lentamente, imperceptiblemente, el cuerpo comenzó a hundirse en la tierra como si esta se lo estuviera tragando. Para cuando el sol comenzara a asomar por el horizonte, no quedaría rastro de don Leandro Fuentes en el sótano de la hacienda.

solo una mancha oscura en el suelo de tierra, como una sombra persistente que se negaría a desaparecer incluso décadas después, cuando la hacienda, El Mirador se hubiera convertido en ruinas y su historia en una leyenda susurrada con temor por los habitantes de San Miguel Allende. Mientras tanto, el Dr. Ernesto Vega se despertó sobresaltado en mitad de la noche.

Había tenido un sueño perturbador en el que veía a don Leandro Fuentes caminando por las calles del pueblo con el rostro cubierto de sangre y una herida de bala en la 100. El doctor se levantó de la cama y se acercó a la ventana. La noche era tranquila, pero algo en el ambiente le provocaba una sensación de inquietud que no podía explicar, como si el aire mismo estuviera cargado de un presagio funesto. En la iglesia del pueblo, el padre Tomás también estaba despierto.

Había pasado la noche rezando, atormentado por las confesiones que había escuchado en los últimos meses. Confesiones sobre los horrores que ocurrían en la hacienda. El mirador, susurradas entre lágrimas por Margarita o por Rosario. El sacerdote sabía que debería haber hecho algo antes, que debería haber denunciado a don Leandro a las autoridades.

Pero, ¿quién le habría creído? Don Leandro era uno de los hombres más poderosos de la región, con amigos en el gobierno y en la policía. ¿Qué habría pasado con esas pobres niñas si él hubiera intentado intervenir y hubiera fracasado? El padre Tomás se arrodilló frente al altar pidiendo perdón por su cobardía y rezando por las almas de las hijas de don Leandro.

Mientras rezaba, una brisa fría recorrió la iglesia apagando algunas de las velas que ardían frente a las imágenes de los santos. “Dios tenga piedad de todos nosotros”, murmuró el padre Tomás. persignándose. Lo que el sacerdote no sabía era que a esa misma hora Josefina, Margarita, Dolores, Consuela, Esperanza, Luz y el pequeño Joaquín abandonaban la hacienda El Mirador en un carruaje conducido por Pedro, el mozo de cuadra que siempre había sentido simpatía por las hermanas fuentes. se dirigían hacia la Ciudad de

México, dejando atrás San Miguel Allende y los horrores que habían vivido en aquella hacienda Pero lo que no sabían era que no se podía escapar tan fácilmente del pasado, que los pecados de don Leandro Fuentes los perseguirían como una sombra oscura, incluso más allá de la muerte, porque hay ciertas cosas que una vez hechas no pueden ser deshechas y hay ciertos horrores que una vez experimentados marcan el alma para siempre. La ciudad de México en 1937 era un herbidero de vida y contrastes.

Mientras las clases altas disfrutaban de la modernidad en elegantes colonias como la Roma o la Condesa, en las vecindades del centro y en los barrios populares, la pobreza se manifestaba en toda su crudeza. La revolución había terminado oficialmente, pero sus consecuencias seguían presentes en cada esquina de la capital.

Fue en una pequeña casa de la colonia Guerrero, donde Josefina y las hermanas Fuentes encontraron refugio, acogidas por Dolores, la hermana menor de Josefina. A susta años, Dolores Castro era viuda de un ferrocarrilero y vivía modestamente de la pensión que le había dejado su esposo y de lo que ganaba como costurera. No es mucho, había dicho al recibirlas, pero hay espacio suficiente para todas si nos apretamos un poco.

Habían pasado tres meses desde su huida de San Miguel Allende. Tres meses en los que habían intentado adaptarse a su nueva vida, lejos de la opulencia de la hacienda, El Mirador, pero también lejos de los horrores que habían vivido allí. Margarita, que ahora se hacía llamar María para evitar ser reconocida, había encontrado trabajo como dependienta en una pequeña mercería.

A sus 17 años, con un hijo de 9 meses, su rostro había perdido la frescura de la juventud, marcado por ojeras profundas y una expresión permanente de alerta, como si esperara constantemente que algo terrible ocurriera. Dolores. La segunda hermana había retomado sus estudios asistiendo a clases nocturnas mientras durante el día ayudaba en casa y cuidaba del pequeño Joaquín.

Había desarrollado un vínculo especial con el bebé al que llamaba cariñosamente Mi sobrino hermano, una denominación que encerraba toda la complejidad de su situación familiar. Consuela, por su parte, se había vuelto extremadamente silenciosa desde la noche en que había disparado a don Leandro. A sus 12 años, rara vez hablaba y cuando lo hacía, su voz sonaba monocorde, desprovista de emoción.

Pasaba horas mirando por la ventana, como si buscara algo en el horizonte urbano de la Ciudad de México. Las pequeñas esperanza y luz parecían ser las que mejor se habían adaptado al cambio. Asistían a una escuela pública cercana y habían hecho amigos en el barrio. Su juventud les había permitido, en cierta medida, dejar atrás los recuerdos traumáticos de la hacienda.

Josefina trabajaba como cocinera en una fonda cercana donde su sazón guanajuatense era muy apreciada por los comensales. Aunque el trabajo era duro y las horas largas, se sentía satisfecha de poder contribuir al sustento de la familia que había formado con las hermanas fuentes.

Aquella tarde de febrero, mientras Josefina regresaba del mercado con las compras para la cena, notó algo extraño. Un hombre con sombrero y gabardina oscura la observaba desde la esquina opuesta. Cuando sus miradas se cruzaron, el desconocido desvió la vista rápidamente y se alejó con paso apresurado. Josefina sintió un escalofrío recorrer su espalda. No era la primera vez que tenía la sensación de ser vigilada en las últimas semanas.

¿Estarían buscándolas? ¿Habrían descubierto lo ocurrido en San Miguel Allende? Al llegar a casa, encontró a Margarita meciendo a Joaquín, que lloraba desconsoladamente. “Tiene fiebre”, explicó la joven madre con rostro preocupado. Comenzó esta mañana y no ha bajado a pesar de los paños fríos que le he puesto.

Josefina dejó las compras sobre la mesa y se acercó al bebé. Efectivamente, el pequeño estaba ardiendo y su respiración era agitada. Hay que llevarlo al médico”, dijo tomando una decisión rápida. “Conozco uno que atiende cerca de aquí y no hace demasiadas preguntas.” Margarita asintió envolviendo a Joaquín en una manta. En ese momento, la puerta de la casa se abrió y entró Dolores, seguida de consuela.

Ambas venían del mercado, donde habían ido a vender algunos bordados que habían hecho en sus ratos libres. “¿Qué ocurre?”, preguntó Dolores al ver la expresión preocupada de Josefina y Margarita. Joaquín tiene fiebre, explicó Josefina. Lo llevaremos al médico ahora mismo.

Ustedes quédense aquí y esperen a que regresen Esperanza y Luz de la escuela. Dolores asintió, pero Consuela se adelantó con gesto decidido. Yo iré con ustedes dijo en uno de esos raros momentos en que rompía su silencio. Quiero asegurarme de que Joaquín está bien. Josefina no tuvo tiempo para discutir. La fiebre del bebé parecía aumentar por momentos y su llanto se había convertido en un gemido débil que resultaba aún más preocupante.

Las tres salieron apresuradamente de la casa. con Joaquín en brazos de Margarita. La consulta del doctor Morales estaba a unas cuadras de distancia en una calle estrecha y mal iluminada. Era un médico mayor que había perdido su licencia años atrás por problemas con la bebida, pero que seguía atendiendo a los vecinos del barrio por precios módicos.

Al llegar encontraron la sala de espera vacía. El doctor Morales, un hombre de unos 70 años con barba blanca y ojos enrojecidos por el alcohol, las hizo pasar de inmediato. ¿Qué le ocurre al pequeño?, preguntó mientras examinaba a Joaquín con manos sorprendentemente firmes para alguien con su historial de alcoholismo. Tiene fiebre desde esta mañana, explicó Margarita sin poder ocultar su preocupación.

Y ha estado llorando sin parar. El doctor Morales asintió auscultando el pecho del bebé y comprobando su temperatura. Parece una bronquitis, dictaminó finalmente. No es grave si se trata adecuadamente, pero hay que vigilarlo de cerca. Le recetaré un jarabe y unos baños de vapor que le ayudarán a respirar mejor. Mientras escribía la receta, el médico observó con atención a las tres mujeres.

No son del barrio, ¿verdad?, preguntó de repente. Josefina sintió que se le tensaban todos los músculos. “Vivimos con mi hermana Dolores en la calle Soto”, respondió intentando parecer natural. El doctor Morales asintió lentamente, como si estuviera evaluando la veracidad de sus palabras. “Es curioso”, dijo entregándoles la receta.

Hace unos días vino un hombre preguntando por una familia recién llegada de Guanajuato. Una mujer con cinco hermanas y un bebé. Me mostró una fotografía. Las tres se quedaron paralizadas. Consuela instintivamente llevó la mano al bolsillo de su vestido, donde Josefina sabía que seguía guardando el revólver con el que había disparado a don Leandro.

No conozco a ninguna familia así”, respondió Josefina con voz firme. “Debió confundirnos con otras personas”. El doctor Morales la miró fijamente durante unos segundos que parecieron eternos antes de asentir nuevamente. “Debe ser eso”, concedió finalmente. “En cualquier caso, el jarabe pueden comprarlo en la farmacia de la esquina. Y tengan cuidado con el pequeño. Los primeros meses de vida son los más delicados.

” Salieron de la consulta con el corazón latiendo aceleradamente. ¿Quién estaba buscándolas y por qué? Don Leandro estaba muerto, de eso no había duda. Consuela le había disparado a quemarropa en la cabeza. O acaso alguien nos está siguiendo, susurró Margarita mientras caminaban apresuradamente hacia la farmacia.

Hoy en la mercería, un hombre estuvo observándome durante horas. Cuando le pregunté si necesitaba algo, dijo que solo estaba mirando. Pero sentí que había algo extraño en él. Yo también vi a un hombre vigilando la casa esta mañana”, añadió Consuela, confirmando los temores de Josefina. “Debemos irnos,” decidió Josefina, “cambiar de ciudad, quizás incluso de país.

Hay que hablar con dolores y organizar nuestra partida lo antes posible.” Pero al doblar la esquina hacia la farmacia, se encontraron cara a cara con el mismo hombre de sombrero y gabardina que Josefina había visto antes. Esta vez no desvió la mirada ni se alejó. Por el contrario, sonrió de una manera que hizo que a Josefina se le helara la sangre en las venas.

Señorita Margarita Fuentes, qué casualidad encontrarla aquí”, dijo el desconocido, quitándose el sombrero con un gesto que pretendía ser cortés, pero que resultaba amenazador. “Oh, debería decir, señorita María, ¿cómo se hace llamar ahora?” Margarita apretó a Joaquín contra su pecho, como si quisiera protegerlo con su propio cuerpo. “No sé de qué me habla”, respondió con voz temblorosa. “Debe confundirme con otra persona.

” El hombre soltó una risita que no tenía nada de amable. No lo creo. Conozco muy bien a las hijas de don Leandro Fuentes, especialmente a usted, señorita Margarita. Su padre hablaba mucho de usted. Josefina dio un paso al frente, interponiéndose entre el desconocido y Margarita. ¿Quién es usted y qué quiere de nosotras? Preguntó con toda la firmeza que pudo reunir.

El hombre la miró como si recién notara su presencia. Augusto Montero, para servirle, se presentó con una ligera inclinación de cabeza. Y lo que quiero es muy simple. Justicia para mi querido amigo Leandro Fuentes, desaparecido hace tres meses en circunstancias sospechosas. Augusto Montero. El nombre resonó en la memoria de Josefina.

Era el hombre de negocios que don Leandro había mencionado la noche de su muerte, el que supuestamente iba a visitarlos al día siguiente con su hijo, posible pretendiente para Dolores. “Don Leandro tuvo un accidente”, dijo Josefina manteniendo la calma. Cayó por las escaleras del sótano y se golpeó la cabeza. Nosotras tuvimos que huir porque temíamos que nos culparan de su muerte. Augusto Montero sonrió nuevamente.

Una sonrisa que no alcanzaba sus ojos fríos y calculadores. Un accidente. Qué conveniente. ¿Y dónde está el cuerpo de mi amigo si puedo preguntar? ¿En el sótano de la hacienda donde cayó? Respondió Josefina sosteniendo la mirada del hombre. Montero negó con la cabeza, como si estuviera decepcionado por una respuesta tan obvia.

Eso es lo curioso, señora. He estado en la hacienda, el mirador. He buscado en cada rincón, incluyendo el sótano, no hay rastro de Leandro, ni de su cuerpo, ni de su sangre, ni de nada que indique que allí ocurrió un accidente. Josefina sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. ¿Cómo era posible? Ella misma había visto el cuerpo de don Leandro con un agujero de bala en la 100 y un charco de sangre expandiéndose a su alrededor.

“No entiendo”, murmuró genuinamente confundida. “Nosotras lo vimos.” Lo vieron morir, completó Montero con un brillo malicioso en la mirada. “O lo mataron.” Antes de que Josefina pudiera responder, Consuela dio un paso adelante, enfrentando directamente a Montero. “Yo lo maté”, declaró con voz clara y firme.

“Le disparé en la cabeza porque se lo merecía, porque era un monstruo que abusaba de sus propias hijas, porque encerró al hijo que tuvo con Margarita en el sótano como si fuera un animal. Lo maté y volvería a hacerlo. La crudeza de la confesión dejó momentáneamente sin palabras a Augusto Montero. Miró a la niña de 12 años con una mezcla de incredulidad y algo que parecía casi admiración.

Tienes agallas, pequeña, dijo finalmente, pero me temo que tu confesión llega tarde. Leandro Fuentes está vivo. Las palabras cayeron como una losa sobre las tres mujeres. Margarita dejó escapar un gemido de horror, mientras Joaquín, como siera el miedo de su madre, comenzó a llorar nuevamente. No es posible, susurró Josefina.

Yo lo vi. Consuela le disparó a quemarropa. Y sin embargo, está vivo insistió Montero, malherido, irreconocible, pero vivo, y quiere recuperar lo que es suyo. Con un gesto rápido, Montero señaló al bebé que lloraba en brazos de Margarita. Ese niño es el heredero legítimo de la fortuna. Fuentes.

Don Leandro quiere que regrese a la hacienda donde pertenece. Nunca, gritó Margarita retrocediendo, nunca le entregaré a mi hijo a ese monstruo. Me temo que no tiene elección, señorita Margarita, dijo Montero sacando un revólver de su gabardina. ¿Vendrán conmigo ahora mismo o tendré que recurrir a medidas menos amables? Pero antes de que pudiera apuntar el arma, un disparo resonó en la calle desierta.

Augusto Montero se tambaleó con una expresión de sorpresa en el rostro antes de caer de rodillas. Una mancha roja se expandía rápidamente en su camisa a la altura del pecho. Consuela sostenía el revólver de don Leandro, el mismo con el que le había disparado tres meses atrás. El cañón humeaba ligeramente.

“Corre”, dijo a Margarita sin apartar la mirada del hombre herido. “Llévate a Joaquín y corre.” Margarita dudó solo un instante antes de hacer lo que su hermana le ordenaba. Con el bebé firmemente sujeto contra su pecho, echó a correr calle abajo. Josefina, sin embargo, no se movió. No podía dejar a Consuela sola.

Vete con ella”, le ordenó la niña como si leyera sus pensamientos. “Yo los alcanzaré después.” Pero Josefina sabía que eso no era cierto. Si se quedaba allí, Consuela sería capturada y acusada de doble asesinato, y esta vez no habría forma de esconderla.

No te dejaré”, dijo firmemente tomando a la niña por el brazo. “Vámonos ahora, antes de que alguien venga a regañadientes, Consuela permitió que Josefina la arrastrara lejos de allí, dejando a Augusto Montero tendido en la acera, su sangre mezclándose con el agua sucia de un charco. Corrieron por callejones estrechos intentando perder a posibles perseguidores hasta que finalmente llegaron a la casa de Dolores.

Margarita ya estaba allí explicando atropelladamente lo ocurrido a sus hermanas. “Debemos irnos ahora mismo”, dijo Josefina recuperando el aliento. “Recojan solo lo esencial, como hicimos en la hacienda. Nos vamos en 15 minutos.” “¿A dónde?”, preguntó Dolores, la hermana de Josefina, visiblemente asustada por lo que acababa de escuchar. A Veracruz, decidió Josefina. Desde allí tomaremos un barco a Cuba.

Tengo algo de dinero ahorrado. Debería ser suficiente para los pasajes. Mientras las hermanas se apresuraban a recoger sus escasas pertenencias, Josefina se acercó a Consuela, que se había sentado en un rincón con el revólver aún en la mano. “No puedo creer que don Leandro esté vivo”, murmuró la niña con la mirada perdida.

Le disparé en la cabeza, lo vi caer, vi su sangre. Quizás Montero mentía, sugirió Josefina, aunque ella misma dudaba de esa posibilidad. Quizás solo quería asustarnos para que le entregáramos a Joaquín. Consuela negó con la cabeza. No, él decía la verdad. Don Leandro está vivo y nos encontrará, no importa dónde nos escondamos. La certeza en las palabras de la niña hizo que Josefina sintiera un escalofrío.

¿Cómo podía estar tan segura? ¿Cómo lo sabes? Se atrevió a preguntar. Consuela la miró con esos ojos oscuros que parecían haber visto más horrores de los que una niña de su edad debería conocer. “Porque lo he visto en mis sueños”, respondió. Desde la noche que le disparé ha estado apareciendo en mis pesadillas.

Al principio creí que era solo eso, pesadillas, pero cada vez son más reales. Lo veo arrastrándose fuera del sótano con la herida en la cabeza, sangrando pero vivo. Lo veo buscándonos, siguiendo nuestro rastro como un sabueso y lo escucho llamándome por mi nombre, prometiendo que me encontrará. Josefina se persignó instintivamente. Lo que describía Consuela no podían ser simples pesadillas.

Era algo más, algo que escapaba a su comprensión. En el pueblo continuó Consuela, como si hablara más consigo misma que con Josefina, había leyendas sobre hombres que hacían pactos con el para obtener riquezas o poder. Hombres que no podían morir de forma natural porque habían vendido su alma. Me pregunto si don Leandro sería uno de ellos.

La idea era tan descabellada que Josefina habría reído en cualquier otra circunstancia. Pero después de lo que había visto en los últimos meses, después de los horrores de la hacienda, el mirador y ahora las palabras de Augusto Montero, ya no estaba tan segura de que era posible y que no, sea lo que sea, dijo finalmente, no nos quedaremos para averiguarlo.

Nos iremos lejos, donde no pueda encontrarnos. Pero mientras decía estas palabras, Josefina sentía que no estaba convencida de ellas. Algo en su interior le decía que no podrían escapar tan fácilmente de don Leandro Fuentes, vivo o muerto. Una hora después, la casa de Dolores Castro estaba vacía.

Las hermanas Fuentes, Josefina y el pequeño Joaquín habían desaparecido, llevándose solo lo esencial. La anciana Dolores, demasiado mayor para emprender un viaje tan incierto, había decidido quedarse, prometiendo que negaría conocerlas si alguien venía a buscarlas. En un tren nocturno con destino a Veracruz, Margarita miraba por la ventana el paisaje oscuro que pasaba velozmente.

Joaquín dormía en sus brazos, ajeno al peligro que los acechaba. A su lado, Dolores y las pequeñas esperanza y luz también dormitaban exhaustas por las emociones del día. Solo Consuela permanecía despierta con la mirada fija en la oscuridad que se extendía más allá del vidrio de la ventana.

En el reflejo, Josefina podía ver los ojos oscuros de la niña, alerta como los de un animal acorralado. “No nos dejará en paz, ¿verdad?”, preguntó Consuela sin apartar la mirada de la ventana. Josefina no respondió inmediatamente. No quería mentirle a la niña, pero tampoco quería alimentar sus miedos. No lo sé, dijo finalmente, pero somos seis contra uno y tenemos algo que él quiere pero que no puede tener. Libertad.

Consuela asintió lentamente como si considerara las palabras de Josefina. Mi madre solía decir que hay cosas peores que la muerte. murmuró. Creo que ahora entiendo a qué se refería. Fuera. La noche de febrero, envolvía el tren en su manto oscuro. La luna, apenas un fino creciente en el cielo nublado, proyectaba una luz débil sobre los campos que atravesaban.

“En algún lugar, pensó Josefina, don Leandro Fuentes los buscaba. Vivo o muerto, real o como un fantasma en las pesadillas de consuela. Su presencia seguía acechándolas. como una sombra que se negaba a desvanecerse. El tren avanzaba hacia Veracruz, hacia el mar que podría llevarlas a la libertad o a un nuevo capítulo de su pesadilla.

Porque como Josefina comenzaba a sospechar, la horrible historia de don Leandro Fuentes y sus hijas apenas estaba empezando. Veracruz, marzo de 1937. El puerto bullía de actividad bajo el sol implacable del Golfo de México. Barcos de carga y pasajeros entraban y salían continuamente trayendo mercancías y viajeros de todas partes del mundo.

Entre la multitud que se movía por los muelles, cinco mujeres y un bebé intentaban pasar desapercibidos. Habían llegado a la ciudad portuaria tres días antes y se hospedaban en una modesta pensión cerca del puerto. El dinero que Josefina había ahorrado les permitiría pagar el pasaje en un barco mercante que zarparía hacia la Habana esa misma noche.

Desde allí planeaban continuar hacia Estados Unidos, donde esperaban poder empezar una nueva vida. ¿Estás segura de que podremos subir al barco sin problemas?, preguntó Margarita a Josefina mientras mecía a Joaquín en sus brazos. El bebé, recuperado de su fiebre, dormía plácidamente, ajeno a la tensión que envolvía a los adultos.

“El capitán es amigo de mi difunto esposo”, respondió Josefina, aunque su voz delataba cierta inquietud. “Nos llevará como pasajeros no registrados. Nadie sabrá que estuvimos a bordo y si nos están vigilando”, insistió Margarita mirando nerviosamente a su alrededor. Desde el incidente con Augusto Montero no había dejado de sentir que ojos invisibles la seguían a todas partes.

“Hemos sido cuidadosas”, intervino Dolores, que en las últimas semanas había demostrado una fortaleza que sorprendía a todos. Nadie nos ha seguido desde la ciudad de México. Consuela, que estaba sentada en un banco cercano observando el horizonte marino, no participaba en la conversación. Desde que habían llegado a Veracruz apenas había pronunciado palabra.

Sus ojos, oscuros y profundos, parecían estar constantemente vigilantes, como si esperara que en cualquier momento don Leandro apareciera entre la multitud. Las pequeñas esperanza y luz jugaban no lejos de allí, ajenas a la gravedad de la situación.

Para ellas, el viaje era una aventura, una oportunidad de ver el mar por primera vez. Su inocencia era lo único que aportaba algo de luz a la oscuridad que envolvía a la familia. Deberíamos regresar a la pensión y preparar nuestras cosas”, sugirió Josefina consultando el pequeño reloj que llevaba colgado al cuello. “El barco zarpa a medianoche y debemos estar en el muelle dos horas antes.

” Las hermanas asintieron y comenzaron a caminar de regreso a la pensión. No se habían alejado mucho cuando Consuela se detuvo de repente como si hubiera visto algo que la alarmaba. “Está aquí. susurró con los ojos fijos en un punto entre la multitud. Josefina siguió la dirección de su mirada, pero solo vio a los habituales trabajadores del puerto, pescadores, comerciantes y turistas.

¿Quién consuela? No veo a nadie. Él, respondió la niña con un tono de voz que hizo que a Josefina se le helara la sangre. Don Leandro, está aquí. Margarita dejó escapar un gemido de terror, apretando a Joaquín contra su pecho, como si quisiera fundirlo con su propio cuerpo para protegerlo.

“No puede ser”, murmuró Dolores, escudriñando también entre la multitud. “Debe ser tu imaginación, Consuela.” Pero la niña negó con vehemencia. No es mi imaginación. Lo he visto. Estaba allí junto a los barriles observándonos. Llevaba un sombrero y tenía el rostro vendado, pero era él. Lo reconocería en cualquier parte. Josefina sintió que el miedo se apoderaba de ella.

Era posible que don Leandro las hubiera seguido hasta Veracruz. ¿Y cómo podría haberlas encontrado tan rápidamente? No perdamos la calma”, dijo intentando que su voz sonara firme. “Volvamos a la pensión por un camino diferente. Si alguien nos sigue, lo notaremos.” Tomaron una ruta alternativa hacia la pensión, serpenteando por callejuelas estrechas, donde el olor a pescado y a sal impregnaba el aire.

Josefina iba adelante, guiando al grupo con paso decidido pero cauteloso, volteando ocasionalmente para asegurarse de que nadie la seguía. Margarita llevaba a Joaquín firmemente contra su pecho, mientras Dolores se encargaba de mantener cerca a Esperanza y Luz. Consuela cerraba la marcha, su mano derecha permanentemente dentro del bolsillo de su vestido, donde guardaba el revólver con el que había disparado dos veces en los últimos meses.

“Creo que no nos sigue nadie”, susurró Josefina cuando finalmente llegaron a la pensión. Una casa vieja de dos plantas con paredes desconchadas por la humedad y el salitre. La dueña doña Remedios, una viuda entrada en años que no hacía demasiadas preguntas mientras le pagaran puntualmente, las saludó desde el pequeño mostrador de la recepción.

“Tienen visita”, anunció señalando hacia un hombre que estaba sentado en un rincón del vestíbulo parcialmente oculto por las sombras. Un caballero que dice ser familiar suyo. El corazón de Josefina dio un vuelco. ¿Sería posible que don Leandro las hubiera encontrado tan fácilmente? Sin pensarlo dos veces, se colocó delante de las hermanas como un escudo humano.

El hombre se levantó lentamente y avanzó hacia la luz. No era don Leandro, pero su rostro resultaba igualmente familiar. El padre Tomás, el sacerdote de San Miguel Allende, “Gracias a Dios que las he encontrado”, dijo el anciano con voz cansada. Sus ropas estaban arrugadas y sucias, como si hubiera viajado durante días sin descanso.

“¡Padre Tomás”, murmuró Josefina entre sorprendida y alarmada. “¿Cómo nos ha encontrado? ¿Quién le ha dicho dónde estábamos?” El sacerdote miró nerviosamente a su alrededor antes de responder. No aquí, susurró. Necesitamos hablar en privado. Lo que tengo que decirles no debe ser escuchado por oídos indiscretos.

Subieron en silencio a la habitación que compartían. Una estancia amplia, pero sencilla, con tres camas y un pequeño balcón que daba a una calle lateral. Una vez dentro, con la puerta cerrada y después de comprobar que no había nadie en el balcón ni en el pasillo, el padre Tomás finalmente habló. “Don Leandro está vivo”, dijo sin preámbulos, confirmando el peor temor de consuela.

“Lo sé”, respondió la niña con una calma que contrastaba con el horror que sus palabras provocaron en sus hermanas. Lo he visto en mis sueños y hoy en el puerto. El padre Tomás miró a Consuela con una mezcla de sorpresa y tristeza. No sé si lo que viste hoy era realmente él, pero sí está vivo, aunque no de la forma en que lo conocimos.

¿Qué quiere decir, padre? Preguntó Josefina, sintiendo que un escalofrío le recorría la espalda. El sacerdote se sentó pesadamente en una de las camas, como si el peso de lo que estaba a punto de revelar fuera demasiado para mantenerse en pie. Después de que ustedes huyeron, hubo rumores en el pueblo sobre lo que había ocurrido en la hacienda El Mirador.

Algunos decían que don Leandro había sido asesinado, otros que había huído con una amante, pero nadie había entrado en la hacienda para comprobarlo. Hasta que llegó Augusto Montero completó Josefina. El padre Tomás asintió. Sí, Montero llegó unos días después de su partida.

entró en la hacienda con varios hombres armados y la registraron de arriba a abajo. Lo extraño es que según los trabajadores que todavía quedaban en la propiedad, no encontraron nada. Ni rastro de don Leandro, ni sangre, ni señales de lucha. Era como si se hubiera esfumado. Pero yo le disparé, intervino Consuela con voz monótona. Le disparé en la cabeza. Vi como caía. Vi la sangre. Te creo, hija, aseguró el padre Tomás.

Lo que ocurrió después es lo que no puedo explicar, ni yo ni nadie en el pueblo. ¿Qué pasó, padre?, preguntó Margarita meciendo a Joaquín que comenzaba a agitarse como siera la tensión en el ambiente. El sacerdote se persignó antes de continuar. Tres días después de la visita de Montero, una noche sin luna, don Leandro apareció en el pueblo. Lo vieron varios testigos caminando por la plaza principal como si nada hubiera ocurrido.

Pero había algo extraño en él. Caminaba de forma rígida, casi mecánica, y su rostro, su rostro estaba pálido, inexpresivo, como el de un cadáver. Dios mío”, murmuró Dolores, abrazando protectoramente a Esperanza y Luz, que escuchaban el relato con ojos muy abiertos. “Fue directamente a la iglesia”, continuó el padre Tomás. “Yo estaba rezando cuando entró. Al principio no lo reconocí.

Parecía diferente, no solo por su expresión, sino porque algo fundamental había cambiado en él, algo que no puedo describir con palabras.” “¿Qué le dijo? preguntó Josefina cada vez más inquieta. Me preguntó por ustedes. Quería saber dónde se habían llevado a su hijo. Un silencio pesado cayó sobre la habitación.

Margarita abrazó a Joaquín con más fuerza, como si temiera que en cualquier momento alguien pudiera arrebatárselo. ¿Y qué le respondió usted?, preguntó finalmente Consuela con una intensidad en su mirada que hizo que el sacerdote desviara los ojos. La verdad que no lo sabía, que habían huido sin decir a dónde, pero él no me creyó.

Se acercó a mí y puso su mano en mi frente. El padre Tomás se estremeció al recordarlo. Su mano estaba fría, tan fría que quemaba. Y entonces de alguna manera pudo ver dentro de mi mente, vio mis recuerdos, mis conversaciones con ustedes, las confesiones de Margarita y de Rosario, todo. “¿Cómo es posible?”, murmuró Josefina, que aunque era una mujer de fe, encontraba difícil creer lo que estaba escuchando.

“No lo sé”, admitió el padre Tomás. “Lo único que sé es que después de eso, don Leandro sonró. No fue una sonrisa normal. Fue como si algo que no era humano estuviera usando su rostro para imitar una expresión humana. “Gracias, Padre”, me dijo. “Ahora sé lo que necesito saber.” Y entonces se fue.

Pero antes de salir de la iglesia, se detuvo junto a la pila bautismal. El agua bendita comenzó a hervir cuando él se acercó. El relato del sacerdote dejó a todos en silencio. Lo que describía iba más allá de lo comprensible, más allá de lo natural. Al día siguiente, continuó el padre Tomás, encontraron el cuerpo de Augusto Montero en Ciudad de México. Había sido asesinado de un disparo en el pecho.

Consuela y Josefina intercambiaron una mirada de alarma. Nadie más sabía que había sido Consuela quien había disparado a Montero. “¿Cómo se enteró usted?”, preguntó Josefina con cautela. Porque su cuerpo fue enviado a San Miguel Allende, donde tenía familia. Y porque el Dr. Vega, que examinó el cadáver, notó algo extraño. A pesar de que Montero había muerto hacía menos de 24 horas, el cuerpo presentaba un estado de descomposición avanzado, como si llevara muerto semanas.

Josefina se llevó una mano a la boca, ahogando una exclamación de horror. “Y eso no es todo”, añadió el padre Tomás. En el pecho de Montero, justo donde había recibido el disparo, alguien había grabado un símbolo con un cuchillo o algo similar. ¿No qué símbolos? Preguntó Consuela, aunque por su expresión parecía que ya conocía la respuesta.

Una estrella de cinco puntas invertida, rodeada por un círculo”, respondió el sacerdote haciendo la señal de la cruz. Un pentagrama, el símbolo del Margarita dejó escapar un gemido de terror y dolores. Abrazó con más fuerza a las pequeñas, que ahora también mostraban miedo en sus rostros.

Después de eso, continuó el padre Tomás, “comencé a investigar. Hablé con ancianos del pueblo que conocían historias antiguas, leyendas que se remontaban a la época de la conquista y descubrí algo sobre la familia Fuentes, que me temo, explica lo que está ocurriendo. El sacerdote sacó de su bolsillo un pequeño libro de cuero gastado y lo abrió por una página marcada.

Este es el diario de Fray Alonso de Benavides, uno de los primeros misioneros que llegaron a la región en el siglo X. Según sus escritos, el primer Fuentes, un conquistador llamado Diego, hizo un pacto con entidades oscuras para obtener riquezas y poder. A cambio, prometió sacrificar a su primogénito cuando este cumpliera 18 años. Pero Diego Fuentes no cumplió su promesa.

En lugar de sacrificar a su hijo, sacrificó a varios indígenas pensando que eso aplacaría a las entidades con las que había pactado. No fue así. La noche en que su hijo cumplió 18 años, algo entró en la hacienda que había construido, algo que no era humano. Al día siguiente encontraron a toda la familia Fuentes Muerta, excepto al hijo mayor que había desaparecido.

Meses después, el joven regresó, pero había cambiado. Sus ojos, dice Fray Alonso, ya no reflejaban un alma humana, sino algo antiguo y maligno. Desde entonces, según la leyenda, cada generación de fuentes debe renovar el pacto. El primogénito varón debe sacrificar a su propia descendencia o en caso de no tenerla debe buscar una forma de procrear para luego sacrificar a ese hijo.

Si no lo hace, lo que posee el cuerpo del patriarca de los fuentes tomará medidas para asegurarse de que el pacto se cumpla. Josefina escuchaba con incredulidad todo aquello sonaba a superstición, a leyendas inventadas para explicar comportamientos que la gente simple no podía comprender.

“Padre”, dijo finalmente, “conodo respeto, eso suena a cuentos de viejas. Don Leandro es un hombre malvado, sí, y ha cometido atrocidades imperdonables, pero de ahí a creer que está poseído por algo sobrenatural. Yo pensaba igual, interrumpió el padre Tomás, hasta que lo vi con mis propios ojos, hasta que sentí su mano en mi frente y experimenté como algo que no era humano urgaba en mi mente.

Está diciendo que don Leandro quiere a Joaquín para sacrificarlo, preguntó Margarita con voz temblorosa. No solo eso, respondió el sacerdote. Según la leyenda, el sacrificio debe realizarse cuando el niño cumpla un año de edad y debe ser realizado por su propio padre, en este caso el mismo don Leandro. “Joaquín cumplirá un año dentro de tres meses”, murmuró Margarita abrazando protectoramente a su hijo.

“Es por eso que he venido a advertirles, dijo el padre Tomás. Don Leandro las está buscando y no se detendrá ante nada para encontrar a Joaquín. antes de que cumpla el año. Si lo logra, el sacerdote no terminó la frase, pero todos entendieron lo que quería decir. Si don Leandro encontraba a Joaquín, el bebé moriría de la manera más horrible imaginable.

¿Qué podemos hacer?, preguntó Dolores, cuya habitual entereza parecía haberse desvanecido ante la magnitud de la amenaza. Huir, respondió el padre Tomás. huir lo más lejos posible y no detenerse nunca. Don Leandro no puede estar en todas partes a la vez, aunque lo que lo posee le otorgue poderes que van más allá de lo humano. “Pero ya estamos huyendo”, dijo Josefina.

“Esta noche tomaremos un barco a Cuba y desde allí iremos a Estados Unidos”. El padre Tomás asintió. Es un buen plan, pero deben saber que no estarán completamente a salvo hasta que Joaquín cumpla un año. Si logran mantenerlo alejado de don Leandro hasta entonces, el pacto se romperá y lo que habita en el cuerpo de don Leandro perderá su poder sobre él.

¿Y entonces don Leandro morirá? Preguntó Consuela con un tono que dejaba claro que eso era exactamente lo que esperaba. No lo sé, admitió el sacerdote. La leyenda no lo especifica, solo dice que el recipiente quedará vacío. Un silencio pesado cayó sobre la habitación mientras todos asimilaban lo que acababan de escuchar.

Fuera, el sol comenzaba a ponerse tiñiendo el cielo de Veracruz de tonos anaranjados y rojizos. “Hay algo más”, dijo el padre Tomás después de unos momentos. algo que puede ayudarlas a protegerse. Sacó de su bolsillo un pequeño saquito de tela y se lo entregó a Josefina. Dentro hay medallas de San Benito, bendecidas especialmente para proteger contra el mal, una para cada una de ustedes.

Llévenlas siempre consigo, no se las quiten ni para dormir. Josefina abrió el saquito y extrajo las pequeñas medallas plateadas. En una cara tenían la imagen de San Benito y en la otra una cruz rodeada por letras latinas. También les he traído agua bendita”, continuó el sacerdote sacando una pequeña botella de vidrio. “Si ven a don Leandro, no duden en usarla y recen, recen sin descanso.

Gracias, Padre”, dijo Josefina guardando las medallas y el agua bendita en su bolso. “Pero aún hay algo que no entiendo. ¿Cómo nos encontró usted aquí en Veracruz?” El rostro del padre Tomás se ensombreció. Rosario, la doncella de la hacienda, fue a confesarse hace unos días.

Me dijo que había recibido una carta de ustedes mencionando que estaban en Veracruz y que planeaban tomar un barco a Cuba. Pero nosotras no le escribimos a Rosario, dijo Margarita alarmada. Lo sé, respondió el padre Tomás. Me di cuenta de que algo no encajaba y comencé a hacer preguntas. Descubrí que Rosario había desaparecido de San Miguel Allende el mismo día que recibió esa supuesta carta. Nadie la ha visto desde entonces.

La implicación de sus palabras cayó como una losa sobre todos los presentes. Don Leandro la usó para obtener información, murmuró Josefina, sintiendo que el miedo se apoderaba de ella nuevamente. Y luego, no podemos estar seguros, dijo el padre Tomás, aunque su tono sugería que él también temía lo peor para la joven doncella. Pero es muy probable que don Leandro sepa que están en Veracruz.

Y si lo sabe, es solo cuestión de tiempo que las encuentre. Debemos irnos ahora mismo decidió Josefina poniéndose de pie. No podemos esperar hasta la medianoche. ¿Y a dónde iremos?, preguntó Dolores también levantándose. El barco no zarpará hasta dentro de varias horas. Al consulado mexicano, respondió Josefina. Conozco al cónsul. Es un hombre honorable que podría darnos asilo hasta que podamos embarcar.

El padre Tomás asintió aprobando el plan. Yo iré con ustedes. Las acompañaré hasta que estén a salvo en el barco. Rápidamente recogieron sus escasas pertenencias. Mientras lo hacían, Consuela se acercó a la ventana y observó la calle que comenzaba a oscurecerse con la llegada de la noche. “Hay alguien observando la pensión”, dijo de repente con voz tensa.

Todos se detuvieron y miraron hacia donde señalaba la niña. Efectivamente, en la acera de enfrente, parcialmente oculto por las sombras de un portal, se distinguía la silueta de un hombre. Aunque la distancia y la oscuridad creciente impedían ver su rostro, había algo en su postura, en la forma en que permanecía inmóvil, observando las ventanas de la pensión, que resultaba inquietante.

“¿Es él?”, preguntó Josefina, acercándose también a la ventana. Consuela asintió lentamente. Es don Leandro. Nos ha encontrado. El pánico amenazaba con apoderarse de todos, pero Josefina mantuvo la calma. La pensión tiene una salida trasera que da a un callejón. Dijo. Podemos usar esa ruta para evitarlo. Sin perder un segundo más, terminaron de recoger sus cosas y se dirigieron hacia la puerta.

Pero antes de que pudieran abrirla, alguien llamó con tres golpes secos. ¿Quién es?, preguntó Josefina con voz temblorosa. Doña Remedios, respondió la voz de la dueña de la pensión desde el otro lado. Tienen otra visita, un caballero que dice ser familiar suyo. Josefina miró al padre Tomás con alarma.

El sacerdote negó con la cabeza indicándole que no abriera. Dígale que estamos descansando y que lo recibiremos más tarde”, respondió Josefina intentando que su voz sonara natural. Hubo un momento de silencio y luego la voz de doña Remedios volvió a sonar, aunque ahora había algo extraño en ella, como si estuviera hablando bajo algún tipo de compulsión.

El señor Fuentes insiste en ver a su hija Margarita y a su nieto Joaquín inmediatamente. Un escalofrío recorrió la espalda de Josefina. Don Leandro sabía exactamente quiénes estaban dentro de la habitación. “Vayan por la ventana”, susurró el padre Tomás señalando hacia el balcón. “Yo lo detendré aquí.

” “No”, respondió Josefina con firmeza. No lo dejaré enfrentarse solo a esa cosa. No hay tiempo para discutir, insistió el sacerdote. Deben poner a Joaquín a salvo. Es lo único que importa ahora. Antes de que Josefina pudiera protestar, se escuchó un fuerte golpe contra la puerta, como si alguien la hubiera embestido con todo su peso.

La madera crujió ominosamente. Vayan, ordenó el padre Tomás, sacando un crucifijo de su sotana y colocándose frente a la puerta. Ahora otro golpe, más fuerte que el anterior, hizo que las bisagras comenzaran a ceder. No tenían elección. Rápidamente, Josefina ayudó a las hermanas a salir por el balcón. Primero Margarita con Joaquín, luego Dolores con Esperanza y Luz, y finalmente Consuela, que se resistía a dejar al padre Tomás.

Vaya con ellas, Josefina”, dijo el sacerdote, mientras un tercer golpe hacía que la puerta se astillara parcialmente. “Yo lo detendré todo el tiempo que pueda.” Con el corazón encogido, Josefina salió al balcón. Desde allí podía ver el callejón lateral, donde las hermanas ya esperaban.

La caída no era demasiado alta, pero suficiente para resultar peligrosa. Si no se tenía cuidado, “Saltaré yo primero y luego las ayudaré”, dijo Josefina a las hermanas. Pero antes de que pudiera hacerlo, un último golpe demoledor hizo que la puerta de la habitación se desplomara con un estruendo. A través de la ventana, Josefina pudo ver como una figura entraba en la habitación.

No era don Leandro, o al menos no como lo recordaba, era algo que usaba su cuerpo, pero que se movía de manera antinatural, como si las articulaciones humanas fueran solo una aproximación imperfecta de su verdadera forma. El rostro, parcialmente vendado, dejaba ver una piel pálida y cerosa como la de un cadáver.

Y los ojos, los ojos no eran los de don Leandro, eran completamente negros. sin iris ni pupila, como pozos de oscuridad infinita. “En nombre de Dios todopoderoso, te ordeno que te detengas”, exclamó el padre Tomás, levantando el crucifijo ante la criatura. La cosa que había sido don Leandro se detuvo momentáneamente, observando al sacerdote con una expresión que parecía casi divertida.

Luego, con un movimiento increíblemente rápido, agarró al padre Tomás por el cuello y lo levantó del suelo como si no pesara nada. Tu Dios no tiene poder aquí, sacerdote”, dijo con una voz que no era la de don Leandro, sino algo más antiguo, más profundo y mucho más aterrador. Josefina sabía que debía saltar, unirse a las hermanas y oír lo más rápido posible, pero no podía abandonar al padre Tomás.

Sin pensarlo dos veces, sacó el agua bendita que el sacerdote le había entregado y volvió a entrar en la habitación. Déjalo”, gritó lanzando el agua bendita directamente al rostro de la criatura. El efecto fue inmediato y sorprendente. La piel de don Leandro comenzó a humear allí donde el agua bendita la había tocado como si estuviera siendo quemada por ácido. La criatura huyó.

Un sonido que no era humano ni animal, sino algo indescriptible y horrible. Soltó al padre Tomás, que cayó al suelo, tosiendo y luchando por respirar. La criatura se llevó las manos al rostro, donde la piel seguía humeando. “¡Corre, Josefina!”, gritó el padre Tomás entre tooses. No podrá detenerse por mucho tiempo.

Esta vez Josefina obedeció, ayudó al sacerdote a levantarse y juntos salieron al balcón. Abajo las hermanas los esperaban con expresiones de horror y preocupación. “Salta”, ordenó Josefina al padre Tomás. “Yo te seguiré.” El sacerdote, aunque debilitado por el ataque, logró saltar y aterrizar en el callejón con la ayuda de Dolores y Consuela.

Josefina estaba a punto de seguirlo cuando sintió una mano fría cerrándose sobre su tobillo. “No irás a ninguna parte. siseó la voz inhumana de la criatura que habitaba el cuerpo de don Leandro. Josefina intentó liberarse, pero el agarre era como un tornillo de hierro. Lentamente, la criatura la arrastraba de vuelta a la habitación.

“¡Corran!”, gritó Josefina a las hermanas y al padre Tomás. “¡Lleven a Joaquín al barco, no miren atrás. No te dejaré!”, gritó Margarita, pasando a Joaquín a los brazos de Dolores y acercándose como si quisiera ayudar a Josefina. “Hazlo por tu hijo”, insistió Josefina luchando contra el agarre de la criatura. “Sálvalo.

” En ese momento, Consuela sacó el revólver de don Leandro y apuntó hacia el balcón. “Apártate, Josefina”, ordenó con voz fría. Sin esperar respuesta, disparó. La bala no impactó en la criatura, sino en la mano con la que sujetaba el tobillo de Josefina. El impacto hizo que aflojara momentáneamente su agarre, lo suficiente para que Josefina pudiera liberarse y saltar al callejón. No hubo tiempo para celebrar.

La criatura ya se recuperaba y se asomaba al balcón, sus ojos negros brillando con una ira sobrenatural. “Corran!”, Gritó el padre Tomás y esta vez todos obedecieron. Corrieron por el laberinto de callejones de Veracruz, alejándose de la pensión y dirigiéndose hacia el puerto. La noche había caído completamente y las calles estaban iluminadas apenas por faroles de gas que proyectaban sombras inquietantes.

¿Crees que nos sigue?, preguntó Margarita, que había recuperado a Joaquín, y lo llevaba firmemente sujeto contra su pecho. Sin duda, respondió el padre Tomás, pero el agua bendita lo ha debilitado temporalmente. Tenemos una ventaja, pero no durará mucho.

¿Qué haremos ahora?, preguntó Dolores, que llevaba de la mano a esperanza y luz, ambas aterrorizadas, pero sorprendentemente silenciosas. Seguir con el plan original, decidió Josefina, ir al consulado y desde allí al barco. Y si don Leandro ya sabe a dónde nos dirigimos, preguntó Consuela, que cerraba la marcha.

El revólver aún en su mano, lista para usarlo si era necesario. Es un riesgo que debemos correr, respondió Josefina. No tenemos otra opción. Continuaron avanzando por las calles cada vez más desiertas de Veracruz. A medida que se acercaban al puerto, el sonido de las olas y el olor a salían más intensos.

En el horizonte se distinguían las luces de los barcos anclados, incluyendo el mercante que debía llevarlas a Cuba. “Casi lo logramos”, murmuró Josefina señalando hacia un edificio de piedra con la bandera mexicana ondeando en su fachada. Ese es el consulado. Pero cuando estaban a pocos metros de llegar, una figura apareció de entre las sombras bloqueándoles el paso. No era don Leandro, sino una mujer joven de rostro demacrado y ojos vacíos.

Rosario susurró Josefina, reconociendo a la doncella de la hacienda, el mirador. La joven estaba irreconocible. Su piel, antes tera y morena, ahora tenía un tono grisáceo y estaba cubierta de pequeñas heridas y cicatrices, como si algo hubiera estado rolléndola desde dentro. Sus ojos, antes vivos y expresivos, ahora parecían dos pozos vacíos sin vida.

“Don Leandro quiere ver a su nieto”, dijo Rosario con voz monocorde, como si estuviera recitando palabras que no entendía. Rosario, ¿qué te ha hecho? Preguntó Margarita, horrorizada por el estado de la joven que había sido casi como una hermana para ella. Rosario no respondió. En lugar de eso, dio un paso hacia ellas, extendiendo sus brazos como si quisiera tomar a Joaquín.

Don Leandro quiere ver a su nieto, repitió, exactamente con el mismo tono de antes. El pacto debe ser renovado. El padre Tomás se adelantó colocándose entre Rosario y el grupo. Esta mujer ya no es Rosario, dijo con voz grave. Es solo un recipiente vacío controlado por lo mismo que controla a don Leandro. ¿Está muerta? Preguntó Dolores con un hilo de voz. No lo sé. admitió el sacerdote.

Pero sí sé que no podemos ayudarla ahora. Debemos seguir adelante. Intentaron rodear a Rosario, pero la joven se movió con una velocidad sorprendente, bloqueándoles nuevamente el paso. “Don Leandro quiere ver a su nieto, repitió por tercera vez, y ahora había algo amenazador en su tono.

Consuela no dudó, levantó el revólver y apuntó directamente a la cabeza de Rosario. No quiero hacerte daño, Rosario”, dijo con voz firme. Pero si no te apartas, dispararé. Espera, intervino el padre Tomás, sacando una pequeña cruz de plata de su sotana. Déjame intentar algo primero. Se acercó a Rosario con la cruz en alto.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, recitó, ordeno a cualquier entidad maligna que habite este cuerpo, que lo abandone inmediatamente. Por un instante pareció que nada ocurría, pero luego el cuerpo de Rosario comenzó a convulsionarse violentamente, un sonido gutural, más parecido al gruñido de una bestia que a la voz de una mujer, emergió de su garganta.

“No puedes detenerlo, sacerdote”, dijo finalmente con una voz que no era la suya. El pacto debe ser renovado. El niño debe morir. Nunca, gritó Margarita abrazando con más fuerza a Joaquín, que comenzó a llorar asustado por el tono de su madre.

La cosa que había sido Rosario se abalanzó repentinamente sobre ellos con las manos extendidas como garras. Pero antes de que pudiera alcanzarlos, un disparo resonó en la noche. Rosario o lo que quedaba de ella, se desplomó en el suelo con un agujero humeante en la frente. Consuela bajó lentamente el revólver, su rostro una máscara inexpresiva. No había otra opción, dijo simplemente.

Nadie discutió su afirmación. Todos sabían que fuera lo que fuera lo que había ocurrido con Rosario, la joven que habían conocido ya no existía. Lo que quedaba era solo un instrumento de don Leandro, o más bien de lo que habitaba en su cuerpo. “Debemos seguir”, urgió Josefina, apartando la mirada del cuerpo de Rosario. “No tenemos mucho tiempo.

” Continuaron hacia el consulado, pero cuando estaban a punto de llegar, el padre Tomás se detuvo de repente. “No”, dijo mirando hacia el edificio con expresión de alarma. No está bien. Hay algo, algo maligno esperándonos allí. ¿Cómo lo sabes?, preguntó Josefina deteniéndose también.

Lo siento respondió el sacerdote llevándose una mano al pecho. Es como si el aire mismo estuviera contaminado por su presencia. Don Leandro está en el consulado, preguntó Margarita con voz temblorosa. No lo sé, admitió el padre Tomás. Pero hay algo allí, algo que no deberíamos encontrar. Entonces iremos directamente al barco decidió Josefina.

El capitán Mendoza nos esperará en el muelle principal. Si logramos llegar hasta él, estaremos a salvo. Cambiaron de dirección, alejándose del consulado y dirigiéndose directamente hacia el puerto. El muelle principal estaba iluminado por faroles y varios barcos se mecían suavemente en las aguas tranquilas del Golfo de México.

Entre ellos el Esperanza, el mercante que debía llevarlas a Cuba. Allí está el capitán Mendoza”, dijo Josefina señalando a un hombre corpulento que esperaba junto a la pasarela de la esperanza. Se apresuraron hacia él, sintiendo que la libertad estaba alcance de su mano. Pero cuando estaban a mitad de camino, una figura surgió de entre las sombras del muelle, bloqueándoles el paso una vez más. Don Leandro, o lo que quedaba de él, los esperaba.

Su rostro, parcialmente quemado por el agua bendita, mostraba la carne viva y supurante. Pero lo más aterrador eran sus ojos, completamente negros, que reflejaban la luz de los faroles como espejos de obsidiana. “Hola, Margarita”, dijo con una voz que era y no era la de don Leandro.

“¿No vas a presentarme a mi nieto?” Margarita retrocedió aterrorizada, apretando a Joaquín contra su pecho. “No es su nieto”, respondió con voz temblorosa, pero decidida. “Es mi hijo y lo protegeré con mi vida.” La cosa que había sido don Leandro soltó una carcajada que resonó de manera antinatural en el muelle desierto.

Tu vida no vale nada, niña, y la del bebé pertenece a algo mucho más antiguo y poderoso que tú o en el nombre de Dios. comenzó el padre Tomás adelantándose nuevamente con el crucifijo en alto. Pero antes de que pudiera terminar la frase, don Leandro hizo un gesto despectivo con la mano y el sacerdote salió disparado hacia atrás como golpeado por una fuerza invisible y cayó al agua con un chapoteo.

“Tu Dios no tiene poder aquí, sacerdote”, repitió don Leandro. Este territorio pertenece a dioses más antiguos, dioses que exigían sangre mucho antes de que el tuyo apareciera. Consuela levantó el revólver una vez más y disparó sin dudar. La bala impactó directamente en el pecho de don Leandro, pero este ni siquiera se inmutó.

“Ya intentaste eso antes, pequeña”, dijo con tono burlón. “¿No aprendes de tus errores?” Con otro gesto de su mano, el revólver salió volando de las manos de Consuela y cayó al agua, perdiéndose en la oscuridad. Ahora, si han terminado con sus patéticos intentos de resistencia, entregarán al niño, ordenó don Leandro extendiendo una mano hacia ellas. Josefina sabía que estaban acorraladas.

El padre Tomás estaba en el agua, posiblemente ahogándose. El revólver, su única arma, se había perdido, y la cosa que había sido don Leandro, parecía inmune a las balas y al agua bendita. Pero entonces recordó las medallas de San Benito que el padre Tomás les había entregado. Las sacó de su bolso y rápidamente le dio una a cada una de las hermanas. Pónganlas alrededor de sus cuellos”, ordenó mientras ella misma se colocaba una.

“Y recen, recen como nunca lo han hecho.” Las hermanas obedecieron, colocándose las medallas y comenzando a rezar en voz baja. Don Leandro observaba la escena con una expresión entre divertida y despectiva. “¿Creen que un pedazo de metal bendecido por un sacerdote mortal puede detenerme?” Se burló. Soy más antiguo que su religión, más antiguo que sus santos, más antiguo que la misma civilización. Pero mientras hablaba, algo extraño comenzaba a ocurrir.

Las medallas de San Benito empezaron a brillar con una luz dorada que se intensificaba a medida que las plegarias de las mujeres se hacían más fervientes. La luz parecía formar una barrera invisible entre ellas y don Leandro. ¡Imposible!”, rugió la criatura. Su voz perdiendo el tono burlón y adquiriendo uno de genuina sorpresa y dolor.

Intentó avanzar hacia ellas, pero la luz de las medallas parecía repelerlo. Cada paso que daba hacia delante lo obligaba a retroceder dos, como si estuviera luchando contra una corriente invisible. “¡No pueden escapar!”, gritó. Su voz ahora una mezcla de furia y desesperación. El pacto debe ser renovado, el niño debe morir.

Pero la barrera de luz continuaba fortaleciéndose, alejándolo cada vez más de ellas. Josefina comprendió que tenían una oportunidad, tal vez la única que tendrían. “¡Al barco!”, gritó, señalando hacia él esperanza. Ahora las hermanas corrieron hacia la pasarela, donde el capitán Mendoza las esperaba con expresión confundida, claramente incapaz de ver lo que estaba ocurriendo realmente. “¿Qué pasa, Josefina?”, preguntó el capitán.

“¿Por qué tanta prisa? ¿Y quién es ese hombre que las persigue? No hay tiempo para explicaciones, Ricardo”, respondió Josefina, empujando a las hermanas hacia la pasarela. Debemos zarpar inmediatamente. Es cuestión de vida o muerte. El capitán, aunque evidentemente desconcertado, asintió.

Conocía a Josefina desde hacía años y confiaba en ella. “Suban al barco”, ordenó. “Zarparemos en cuanto estén a bordo.” Las hermanas subieron rápidamente por la pasarela con Margarita y Joaquín en el centro, protegidos por dolores, consuela, esperanza y luz. Josefina estaba a punto de seguirlas cuando recordó al padre Tomás.

El sacerdote, exclamó mirando hacia el agua donde había caído. Tenemos que ayudarlo. Pero antes de que pudiera hacer algo, vio al padre Tomás emerger del agua tosiendo y jadeando, ayudado por un marinero que se había lanzado al rescate. “Padre!”, gritó Josefina, “por aquí.” El sacerdote, aunque empapado y debilitado, logró llegar hasta la pasarela con la ayuda del marinero.

Juntos subieron al barco que ya comenzaba a separarse del muelle. Don Leandro, o lo que quedaba de él, observaba impotente desde el muelle cómo su presa escapaba. La barrera de luz creada por las medallas de San Benito seguía manteniéndolo a raya, impidiéndole acercarse al barco. “Esto no ha terminado”, gritó, su voz resonando sobrenaturalmente a través del agua. “Los encontraré.

No importa dónde se escondan, los encontraré. El pacto debe ser renovado. Pero sus amenazas se perdieron en el viento a medida que el Esperanza se alejaba del puerto de Veracruz, llevando a las hermanas fuentes, a Joaquín y a sus protectores hacia un futuro incierto, pero por el momento libre de la sombra de don Leandro.

En la cubierta del barco, Margarita miraba las luces de Veracruz que se empequeñecían en la distancia. Joaquín dormía en sus brazos ajeno a la pesadilla que habían dejado atrás y a los peligros que aún podrían acecharlos en el futuro. ¿Crees que realmente hemos escapado? Preguntó a Josefina, que se había acercado a ella.

La anciana mujer miró también hacia el puerto que se perdía en la noche pensativa. “No lo sé, hija”, respondió con honestidad. Lo que habita en don Leandro es antiguo y poderoso, como él mismo dijo. Pero si logramos mantener a Joaquín a salvo hasta que cumpla un año, tal vez el pacto se rompa, como dijo el padre Tomás.

¿Y si no? Preguntó Margarita con un hilo de voz. Josefina no tenía una respuesta para eso. En lugar de contestar, abrazó a la joven madre y a su hijo, como si con ese gesto pudiera protegerlos de los horrores que habían vivido y de los que aún podrían aguardarles. El Esperanza surcaba las aguas oscuras del Golfo de México, alejándose de la costa y adentrándose en la inmensidad del mar.

A bordo, seis mujeres, un bebé y un sacerdote rezaban en silencio, aferrándose a la esperanza de que la horrible historia de don Leandro Fuentes hubiera terminado por fin. Pero en el puerto de Veracruz, una figura solitaria seguía observando el horizonte mucho después de que el barco hubiera desaparecido de la vista.

Sus ojos, negros como pozos sin fondo, brillaban con una determinación sobrenatural. “El pacto debe ser renovado,” murmuró don Leandro, o lo que una vez había sido don Leandro, “y será renovado, cueste lo que cueste.” La horrible historia de don Leandro. El hombre que decía que una hija buena debía calentar el alma de su padre no había terminado, apenas estaba comenzando.