Bajo la sombra imponente del volcán La Malinche, en el estado de Puebla, México, un secreto familiar permaneció oculto durante más de una década, esperando ser descubierto. En 1918, el comandante Ricardo Arévalo desenterró una verdad horrible en la remota sierra poblana, en un paraje aislado conocido como El Rincón del Coyote.
Todo comenzó en 1884, cuando don Ricardo Beltrán, el patriarca de la familia, murió en un accidente minero. Su viuda, Doña Soledad Beltrán, quedó sola con sus tres hijos pequeños: Félix, Santos y Pascual. La familia, antes trabajadora y respetada, comenzó a cambiar. Doña Soledad, una mujer severa y cada vez más fanática, se retiró del mundo. Dejó de ir al mercado, sacó a sus hijos de la escuela rural y se encerraron en su propiedad.
Con el paso de los años, Doña Soledad convenció a sus hijos de una verdad retorcida: que su linaje había sido elegido divinamente y debía mantenerse puro. En su delirio, citando pasajes del Génesis que solo ella interpretaba, les ordenó que se casaran con ella para preservar esta supuesta santidad. Los hijos, aislados del mundo y bajo el férreo control de su madre, obedecieron.
Mientras este horror se desarrollaba en privado, la sierra comenzó a reclamar víctimas. En 1904, un ingeniero geólogo llamado Ernesto Durán desapareció mientras mapeaba la zona. En 1908, el padre Julián Montes, un clérigo itinerante, subió a las crestas para visitar a las familias aisladas y nunca regresó. Para 1914, cinco hombres se habían esfumado en el mismo tramo de camino. La suposición general era que la naturaleza implacable de la sierra los había devorado.
Pero el comandante Ricardo Arévalo, un veterano condecorado, no creía en coincidencias. Inició una investigación discreta, pero chocó contra un muro de silencio. Los lugareños advertían vagamente sobre la extraña familia Beltrán y sus hijos fieros que ahuyentaban a los extraños. En 1914, Arévalo visitó personalmente El Rincón del Coyote. Fue recibido por los tres hermanos, parados como una muralla humana, y por Doña Soledad, quien fríamente le informó que no eran bienvenidos y que no tenía pruebas para molestarlos. Arévalo tuvo que retirarse, frustrado pero convencido de que el mal residía allí.
El caso se estancó hasta la primavera de 1918. Un vendedor ambulante llamado Edgardo Cruz, conocido por su distintivo sombrero de fieltro marrón, desapareció en la misma ruta. Esta vez, Arévalo tuvo un golpe de suerte. Un joven cartero, Tomás Vega, se presentó en su oficina. Nervioso, declaró haber visto a Pascual Beltrán, el hijo menor, usando exactamente el mismo sombrero inusual que pertenecía a Cruz.
Era la prueba concreta que Arévalo necesitaba.
El 15 de junio de 1918, el comandante y cinco agentes armados cabalgaron hasta la cabaña de los Beltrán. Tras una tensa confrontación, comenzaron la búsqueda. No tardaron en encontrar, detrás del horno de adobe, la tierra removida. Allí desenterraron el cuerpo de Edgardo Cruz. Cerca, hallaron un cofre con las pertenencias de otras víctimas, incluyendo el reloj de bolsillo de Ernesto Durán.

Pero el descubrimiento más espantoso esperaba dentro del horno. Debajo de unas tablas sueltas del piso, encontraron un espacio poco profundo. Envueltos en tela podrida, yacían los restos esqueléticos de dos recién nacidos, fruto de las uniones incestuosas, sepultados bajo el lugar donde la familia cocía su pan.
En la cárcel de Puebla, Doña Soledad confesó todo con una calma escalofriante. No se veía a sí misma como una asesina, sino como una profetiza. Explicó su visión del “linaje sagrado”. Los viajeros desaparecidos, dijo, habían sido “sacrificios necesarios” que amenazaban la pureza de su clan. Sus hijos simplemente habían protegido la voluntad divina. En cuanto a los bebés, habló de ellos con reverencia; eran “las almas más puras”, y sus frágiles cuerpos no habían sobrevivido, por lo que los había enterrado como ofrendas santas.
El juicio, en agosto de 1918, fue una sensación nacional. Félix y Santos Beltrán permanecieron en silencio, su devoción a la madre inquebrantable. Pascual, el menor, murió de tuberculosis en su celda antes de que concluyera el juicio.
El jurado deliberó menos de tres horas. Félix y Santos fueron declarados culpables de asesinato y sentenciados a morir en la horca. Doña Soledad Beltrán fue declarada culpable de todos los cargos, pero el tribunal, considerando su estado mental, la declaró criminalmente insana y la sentenció a internamiento de por vida en el hospital psiquiátrico de Puebla.
Félix y Santos fueron ejecutados a finales de 1918, muriendo tan silenciosamente como habían vivido. Doña Soledad vivió ocho años más en el hospital, pasando sus días leyendo la Biblia, convencida de su rectitud. Murió mientras dormía en 1926, sin haberse arrepentido jamás.
Con su muerte, el “linaje sagrado” de los Beltrán se extinguió. La cabaña en El Rincón del Coyote fue evitada por años, hasta que desconocidos le prendieron fuego, quemándola hasta los cimientos y borrando la cicatriz física de una de las historias más oscuras y trágicas de la sierra de Puebla. El horror, finalmente, había terminado.
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