Capítulo 1: El Cuadro Roto y el Miedo Silencioso

La frase, tan simple, tan poderosa, lo cambió todo. La reacción del empresario fue inesperada.

Leticia entró a la oficina grande del piso más alto con la misma rutina de siempre, empujando su carrito de limpieza con la cola de caballo mal hecha, la blusa deslavada por tantos lavados y las manos un poco rojas del cloro. Era temprano, las 7 de la mañana. Todavía no llegaban los jefes y eso le gustaba porque podía limpiar tranquila, sin que nadie la mirara como si estorbara.

Ese día, sin embargo, andaba más distraída que de costumbre. Camila, su hija, había despertado con fiebre en la madrugada y no había dormido casi nada. La dejó con la vecina de al lado y le prometió regresar rápido. En su mente solo pensaba si la niña estaría bien, si ya se le habría bajado la temperatura o si la señora Letti, su vecina, le habría dado el jarabe como le indicó.

Por eso, al entrar al despacho de Esteban Ruiz, el dueño de toda la empresa, ni siquiera se detuvo a mirar el lugar como siempre. Ese cuarto imponía. Tenía sillones de piel, muebles que brillaban como si nadie los usara y un olor raro, como a puro caro y perfume que no se vende en tiendas normales.

Lety puso su música bajito, la de cumbias viejitas que le alegraban el día, y se puso a trapear de un lado a otro. Limpiaba rápido porque ese día tenía que salir antes. Pero mientras pasaba el trapo por debajo del enorme escritorio de vidrio, sin querer movió con la escoba una de las esquinas del mueble. Ni siquiera sintió que empujó algo, solo escuchó un ruido seco como de algo pesado golpeando el suelo.

El corazón se le paró, volteó despacio y ahí lo vio. El cuadro, uno grande con marco dorado, de esos que parecen más importantes de lo que en realidad son. Estaba de lado, recargado contra la pared, con el vidrio estrellado en una esquina. No estaba roto por completo, pero sí tenía una rajada clara. Y ella sabía, lo sabía bien, que ese cuadro era especial para el jefe. Siempre lo veía colgado justo atrás del sillón principal, como si estuviera ahí nomás para que todos lo notaran cuando entraban.

Leti se acercó con las manos temblorosas. No quería ni tocarlo, pero tampoco podía dejarlo tirado. Lo levantó con cuidado, revisando los bordes. Estaba más pesado de lo que pensaba. Lo apoyó contra la pared como estaba antes, tratando de acomodarlo igualito, aunque sabía que se notaba el daño. Se quitó el guante y lo limpió con la manga del suéter. El vidrio tenía polvo y esa rajadura que parecía como una grieta en forma de rayo. Su respiración era cortita, como cuando estás a punto de llorar, pero no puedes porque estás en público.

Miró hacia la puerta. Nadie. Todavía no llegaban los otros empleados. Agarró el trapito seco y lo pasó rápido por el escritorio, por los sillones, por todo, como si así pudiera distraer la atención de lo que había pasado. Pensó en reportarlo, pensó en ir con la supervisora, con doña Rosa y decirle lo que pasó, pero luego pensó en Camila, en que ya le habían dicho que la próxima falta o el más mínimo error y se quedaba sin trabajo. Y ese trabajo, aunque mal pagado, aunque fuera pesado, era el único que tenía. No podía arriesgarse, ¿no?

Entonces hizo algo que no le gustaba hacer: fingir. Fingió que nada pasó, que el cuadro estaba igual, que no se cayó, que nadie lo tocó. Terminó de limpiar apurada, sin mirar atrás, con el estómago hecho un nudo. Cada paso hacia la salida le pesaba más. Se repetía a sí misma que tal vez el jefe ni lo notaría, que quizá el daño no se veía tanto, que con suerte se le olvidaba revisar el despacho ese día. Pero mientras esperaba el elevador para bajar, le entró un pensamiento que la heló: ¿y si había cámaras? ¿Y si la veían? Tragó saliva. No había visto ninguna cámara, pero eso no significaba que no estuvieran. Los ricos siempre tenían todo vigilado. Cada rincón, cada puerta, cada empleado.

Cerró los ojos y apretó el botón del piso uno como si eso acelerara la bajada. Cuando por fin salió del edificio, el aire caliente de la calle le dio en la cara. Caminó rápido hacia la estación del metro, mezclándose entre los vendedores ambulantes, los gritos de “¡Llévele, llévele!” y el humo de los tacos de canasta. Sentía que todos la miraban como si llevara el letrero de culpable pegado en la frente, pero no podía hacer otra cosa. No tenía opción.

Al llegar a su casa, Camila seguía con fiebre. Le dio el jarabe, le cambió el pañal, le puso una cobija ligera y se sentó junto a ella acariciándole la frente. La niña abrió los ojos apenas y dijo bajito, “¿Ya terminaste de trabajar, ma?” Lety no contestó, solo asintió y le dio un beso en la mejilla. Se quedó sentada ahí, mirando la gotera del techo, pensando si al otro día aún tendría empleo. Esa noche no cenó, no por falta de comida, sino por el nudo en el estómago. Se acostó con la ropa puesta, con el uniforme sucio y los calcetines torcidos. En la oscuridad del cuarto solo se escuchaba el respirar lento de Camila y el eco de su propia culpa, rebotando una y otra vez. Tenía miedo, un miedo tan grande que no la dejaba dormir. No era el miedo al regaño, era el miedo a perderlo todo.

 

Capítulo 2: La Noche Larga y el Peso de la Culpa

 

Lety, inquieta, se movía de un lado al otro en la pequeña sala, donde el foco colgaba sin pantalla y apenas alumbraba. Ya se había bañado, ya había intentado comer algo, ya había revisado a Camila dos veces, pero el pensamiento no se iba. El cuadro, el cuadro ese que se cayó por su culpa. ¿Lo habrán notado ya? ¿Lo habrán arreglado? ¿Estará el jefe viendo las cámaras en ese mismo momento?

Se sentó en el sillón todo aguado, ese que ya tenía un hoyo en el asiento, y miró su celular. Nada, ningún mensaje, ninguna llamada perdida. Era buena señal, ¿no? Si la fueran a correr, no le habrían hablado ya. Pero también pensó que tal vez solo estaban esperando a que llegara al otro día para hacerlo en persona, con todos viéndola, con doña Rosa gritando como siempre y poniéndola en vergüenza delante de las otras señoras.

Miró el reloj. Las 9:45. Demasiado temprano para dormir, pero demasiado tarde para hacer algo. Ya había lavado los platos, recogido la ropa, barrido el cuartito de Camila. No tenía nada más que hacer, solo pensar. Y eso era lo peor.

Caminó hacia la cama de la niña. Camila dormía tranquila con la carita medio sudada por la fiebre. Le tocó la frente con el dorso de la mano, como le había enseñado su mamá, y notó que ya no estaba tan caliente. Respiró un poco más tranquila. Al menos eso, al menos Camila se estaba recuperando.

Se sentó a su lado en la orillita de la cama y la miró por un buen rato. Su hija era lo más bonito que tenía en la vida. Su carita, sus cachetes redondos, las pestañas largas. A veces no entendía cómo había salido tan bonita de ella. Le acomodó el mechón de pelo que siempre se le venía a la cara y se quedó ahí con la mano encima de su pancita, sintiendo cómo subía y bajaba con cada respiración.

Recordó cuando su esposo estaba vivo. No era perfecto, pero al menos compartían las broncas. Cuando Camila nació, él vendía cosas en la calle. Luego intentó trabajar en una bodega, pero duró poco. Lo asaltaron una noche que venía del turno, le quitaron todo y lo dejaron tirado en una banqueta. Lety no le contó a Camila lo que pasó, solo le dijo que su papá estaba en el cielo. A veces la niña le hablaba al cielo en las noches. Le decía, “Papi, cuida a mi mami.” Y Lety tenía que voltearse para que no la viera llorar.

Ahora todo era ella. Todo dependía de ella. Si perdía el trabajo por ese cuadro tonto, ¿qué iban a hacer? ¿A quién iba a acudir? Su mamá ya no podía ayudarla. Sus hermanas apenas si tenían para sus propios hijos. Y ella no tenía estudios. No sabía hacer otra cosa más que limpiar y cuidar. Y aún así, la vida no le daba tregua.

Miró de nuevo el celular. 10:15. Nada. Silencio total. El silencio pesaba más que cualquier otra cosa. Era como un vacío que se te mete en el pecho y no te deja respirar. Se acostó en la cama sin cambiarse, con el pantalón de mezclilla que ya le apretaba y la blusa con una mancha de cloro. Acomodó la cabeza en la almohada dura, abrazó una cobija y cerró los ojos. Pero el sueño no llegaba. Le dolía el cuello, le dolían los pies. Le dolía el alma entera de tanto aguantar.

En su mente repetía la escena una y otra vez. El sonido seco del cuadro cayendo, su imagen levantándolo, sus manos temblando. Imaginaba a Esteban Ruiz viendo las cámaras, poniendo pausa, acercando la imagen, frunciendo el ceño. Lo veía furioso, gritando su nombre, exigiendo que la corrieran. Sentía esa escena tan real que por momentos tenía que abrir los ojos para convencerse de que no estaba pasando de verdad.

Trató de distraerse. Pensó en Camila cuando le canta sus canciones inventadas, en las veces que le pide que le pinte las uñas con plumón, en cómo corre hacia ella cuando llega del trabajo. Esa niña era su motor, su razón de todo y por ella iba a aguantar lo que fuera.

Afuera en la calle se escuchaban los perros ladrando, de fondo la música de una fiesta lejana. Eran sonidos comunes en su colonia, pero esa noche la hacían sentir más sola que nunca, porque aunque estuviera rodeada de ruidos, de vecinos, de movimiento, ella estaba sola con sus pensamientos y eso era lo que más cansaba.

A eso de la 1 de la mañana se levantó para ir al baño. El piso estaba helado y al caminar sintió cómo le crujían las rodillas. Se miró al espejo y se vio agotada. Ojeras marcadas, piel seca, mirada triste. Se lavó la cara como si eso sirviera de algo, y volvió a la cama. Se quedó acostada, mirando el techo, siguiendo las manchas de humedad con los ojos. Le daban formas. Una parecía un conejo, otra una bota, otra la cara de alguien que no quería reconocer. Cerró los ojos otra vez y trató de contar. Uno, dos, tres, cuatro, hasta 100. Pero nada, el sueño no llegaba. A las 3 escuchó toser a Camila. Se levantó rápido, le dio agua, le limpió la nariz y volvió a arroparla. La niña murmuró algo que no entendió y se volvió a dormir. Lety se quedó ahí sentada con la frente apoyada en la pared, sin fuerzas para regresar a su cama. Ya no sabía si estaba despierta o dormida, si era sueño o realidad. Lo único que sabía era que el día siguiente iba a ser largo, muy largo, y que algo dentro de ella le decía que la tormenta apenas empezaba.

 

Capítulo 3: La Verdad Revelada y la Voz Inesperada

 

Eran las 7:10 de la mañana cuando Esteban entró a su oficina. Como todos los días, traía el café en la mano, el saco colgado en el brazo y cara de fastidio. No había dormido bien. Tenía una junta importante a mediodía y el tráfico había estado peor que nunca. Su asistente, Pamela, ya lo estaba esperando con un montón de papeles, pero él como siempre la ignoró. Empujó la puerta de su oficina con el hombro, se acomodó el reloj en la muñeca y fue directo al escritorio. Dejó el café, se sentó y encendió su computadora.

Cuando levantó la vista, lo sintió raro. No sabía exactamente qué, pero algo en el ambiente no le cuadraba. Cruzó los brazos, giró ligeramente la silla y ahí lo notó. El cuadro, el que estaba justo en la pared detrás del sillón de visitas. Ese cuadro tenía que estar perfectamente derecho, bien centrado, sin una sola huella encima. Él era así, todo en orden, todo simétrico, cualquier cosa fuera de lugar le molestaba.

Se levantó y caminó hacia el cuadro, lo miró de cerca. Una de las esquinas del marco tenía una pequeña rajadura. El vidrio tenía una línea apenas visible, como si se hubiera golpeado. Frunció el ceño, pasó el dedo sobre la superficie, polvo, y eso sí que no debía estar ahí. Las señoras de limpieza venían cada madrugada. Eso estaba claro. Entonces, ¿qué había pasado? Miró alrededor. Nada más se veía extraño. El escritorio limpio, los sillones en su lugar, las persianas como siempre. Pero ese cuadro, ese maldito cuadro, lo tenía con el ceño apretado.

Esteban caminó hasta su escritorio, se sentó de nuevo y marcó una extensión. “Pamela, márcale al de sistemas. Necesito los videos de seguridad de anoche. De todas las cámaras del piso 18. Ya, gracias.” Colgó sin esperar respuesta. No le gustaba perder el tiempo.

A los 10 minutos llegó Julio, el encargado de sistemas, un chavito nervioso con lentes empañados y cara de, “No me regañes, por favor.” Traía una USB en la mano. “Aquí están los videos de anoche, licenciado,” dijo sin levantar la vista. “Gracias. Déjalo y salte.”

Esteban conectó la memoria a su computadora y empezó a revisar. Avanzó rápido las primeras horas, todo en calma, las luces apagadas, la oficina sola. Luego, a eso de las 5:40, una figura entró al despacho. Era una mujer bajita, delgada, con el cabello amarrado. Llevaba un uniforme gris. Era la señora de limpieza. Le puso pausa, amplió la imagen, la reconoció: Leticia. La había visto unas cuantas veces en el edificio, pero nunca le había prestado atención. Hasta ese momento.

Reprodujo el video en cámara normal. La vio entrar, sacar los trapos, empezar a limpiar como si fuera su casa. Pasaba el trapo con rapidez, sin mirar mucho. En una de esas, movió el escritorio sin querer y el cuadro se vino abajo golpeando el suelo con fuerza. Esteban saltó en su silla al ver el momento exacto. La cara de ella fue pura desesperación. Se tapó la boca con las dos manos y miró el cuadro como si acabara de cometer un crimen. En la grabación, Leticia lo levantaba con cuidado, lo limpiaba con la manga, trataba de acomodarlo igual que antes, claramente nerviosa. Se veía cómo temblaban sus manos. Después salió del despacho sin mirar atrás.

Esteban pausó el video otra vez, apoyó los codos sobre el escritorio, cruzó las manos frente a su boca y se quedó pensando. No estaba molesto por el cuadro en sí. Sabía que el daño era mínimo, pero lo que lo ponía de malas era que nadie le hubiera dicho nada, que alguien en su empresa, aunque fuera del servicio de limpieza, hubiera escondido algo. Eso no lo soportaba.

Volvió a reproducir el video. La expresión de Leticia era imposible de ignorar. No era una mujer descuidada ni indiferente. Era una mujer con miedo, un miedo que a él le pareció conocido. Él había visto esa cara antes. En su madre cuando llegaban los cobradores y no había dinero para pagar. En su hermana cuando se quedó sola con los hijos y ni para el gas tenía.

Esteban parpadeó un par de veces incómodo. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué sentía un nudo raro en el estómago? Respiró hondo y marcó a recepción. “Consíganme el número de la señora Leticia Jiménez, la de limpieza. Lo quiero ahora.”

Pamela entró sin tocar. Como siempre, escuchó la última parte y levantó una ceja. “¿Para qué la quiere?” Esteban no contestó. Cerró la ventana del video, sacó la USB y se la guardó en la bolsa del saco. Miró a Pamela como si no quisiera explicarle nada. Ella torció los labios, cruzó los brazos y se fue sin decir palabra.

Esteban volvió a tomar su celular, miró la pantalla, dudó por un segundo, luego marcó un número que ni siquiera sabía si estaba correcto. Lo que pasó después lo dejó helado, porque quien contestó no fue Leticia, fue una vocecita chiquita, temblorosa, con ruido de fondo y un tono que rompía a cualquiera.

“Bueno, ¿Leticia?”

“No, soy Camila. Mi mamá no está. ¿Quién habla?”

Esteban se quedó callado.

“Hola,” dijo la niña.

Él tragó saliva. “Eh, soy Esteban, el jefe de tu mamá.”

Hubo un silencio. Luego la niña dijo algo que no esperaba, algo que lo desarmó por completo. “Señor, por favor, no despida a mi mamá. Si no, no vamos a tener que comer.”

Esteban cerró los ojos y se quedó mudo. Sostuvo el teléfono en la oreja por unos segundos más sin decir nada. Luego colgó y en ese instante algo cambió dentro de él.

 

Capítulo 4: El Despertar de la Conciencia

 

Esteban se quedó viendo el celular como si no supiera qué hacer con él. Lo sostenía entre los dedos, pero ya había colgado. No dijo nada, no pensó nada, solo se quedó ahí inmóvil con esa vocecita retumbando en su cabeza. “Señor, por favor, no despida a mi mamá, si no no vamos a tener que comer.”

Le ardía el pecho. No entendía por qué. Él no era de los que se dejaban afectar por ese tipo de cosas. Estaba acostumbrado a tomar decisiones duras, a despedir gente sin temblarle la mano. La empresa era su vida, su nombre estaba en todo y no podía dejar que nada ni nadie la manchara, y mucho menos una empleada que rompía cosas y se quedaba callada. Eso lo sabía. Eso siempre lo había sabido. Pero esa niña, esa niña le cambió algo por dentro.

Apretó los labios, se levantó de su silla, caminó hasta la ventana y se quedó mirando los edificios de la ciudad. Abajo, los coches avanzaban como hormigas. La gente iba deprisa, todos en su mundo. Y él ahí parado, sintiéndose más confundido que nunca.

La puerta se abrió sin aviso. Pamela volvió a entrar, ahora con una carpeta en la mano. “Ya tengo los datos de la señora Jiménez,” dijo con su tono de siempre, seco y directo.

Esteban no volteó. “Ya no los necesito.”

Pamela parpadeó sorprendida. “¿Perdón?”

“Que no los necesito. No la voy a despedir.”

Pamela bajó la carpeta con fuerza sobre el escritorio. “¿Qué? ¿Por qué? ¡Tú viste el video! Mintió. Rompió algo valioso y se fue como si nada.”

“No rompió nada valioso,” respondió él sin moverse de la ventana. “Solo se asustó.”

“¿Desde cuándo te importa si alguien se asusta o no?”

Esteban la miró por fin con una expresión que Pamela no le había visto nunca. No era enojo, era otra cosa. Una mezcla de duda, incomodidad y culpa. “Es una madre,” dijo en voz baja.

Pamela dio un paso atrás. “¿Y eso qué tiene que ver?”

Esteban no contestó, solo tomó su saco del respaldo de la silla, se lo puso, agarró su celular y salió de la oficina. Pamela se quedó ahí parada apretando los dientes.

Esteban bajó hasta la planta baja y salió del edificio. No avisó a nadie. Caminó una cuadra, luego otra. Ni siquiera sabía hacia dónde iba. Necesitaba aire. Necesitaba aclarar la cabeza. En su mente seguía escuchando esa vocecita. No sabía cómo era la niña. No la había visto nunca, pero ya se le había metido en la memoria esa forma tan inocente de pedir ayuda, esa manera de hablar con miedo. Él había crecido rodeado de gritos, de problemas, de puertas que se cerraban en su cara. Nunca nadie le habló así. Nunca nadie le pidió algo con esa pureza.

Se sentó en una banca del parque más cercano, sacó el celular otra vez y revisó el historial de llamadas. El número de Leticia seguía ahí. Dudó. Pensó en marcar de nuevo. Quería escuchar otra vez la voz de la niña o quizás hablar con Leticia directamente, preguntarle qué había pasado, por qué no le dijo nada. ¿Por qué se quedó callada? Pero no lo hizo. Guardó el celular y se quedó mirando a unos niños que jugaban en los columpios. Uno de ellos se parecía a cómo era él cuando tenía 6 años. Flaco, con camiseta de escuela pública, riéndose sin saber que la vida era una tormenta.

Recordó algo. Un día, cuando tenía ocho, su mamá fue a rogarle al patrón que no corriera a su papá, que no los dejara sin ingreso. El patrón ni siquiera la dejó entrar. Mandó decir que no tenía tiempo para mujeres rogonas. Su papá igual perdió el trabajo y semanas después se fue de la casa. Nunca volvió. Ese recuerdo le apretó la garganta. Era de los que había enterrado bien hondo, pero ahí estaba flotando otra vez.

Esteban se levantó, volvió al edificio y subió a su oficina. Pamela lo estaba esperando con los brazos cruzados. “¿Ahora qué sigue, le vas a dar un aumento también?”

“Dile a mantenimiento que arregle el vidrio del cuadro,” le dijo sin mirarla. “Y que nadie le diga nada a Leticia.”

“¿Estás hablando en serio?”

“Sí, totalmente.”

Pamela apretó los labios, lo miró con ojos fríos. “No la conoces, no sabes quién es. Y tú no eres así.”

“Tal vez ya no soy el mismo.” Y con eso entró a su oficina y cerró la puerta.

Estuvo todo el día distraído. La junta importante fue un desastre. No puso atención. No habló casi. Firmó papeles sin leerlos. Todo lo que hacía era pensar en la señora de limpieza que había levantado ese cuadro con las manos temblando y en la niña que le pidió que no la despidiera.

Ya eran las 6 de la tarde cuando llamó a recursos humanos. “La señora Leticia Jiménez tiene horario fijo o es por turnos.”

“Llega todos los días a las 6 de la mañana,” respondió la chica del otro lado.

“Está bien. Que mañana venga directo a mi oficina. Voy a hablar con ella. Sí, quiero conocerla.”

 

Capítulo 5: El Encuentro y la Verdad Desnuda

 

El despertador sonó a las 5 en punto. Lety lo apagó antes de que Camila se despertara. La niña se movió un poco con el cabello todo revuelto y la pijama medio subida. Lety la tapó bien y se quedó un momento mirándola, queriendo grabarse esa imagen, porque sí, esa mañana iba con el presentimiento de que algo malo iba a pasar, algo grande, algo que le cambiaría el rumbo.

Se lavó la cara con agua fría, se peinó como pudo, se puso la blusa gris del uniforme y los tenis desgastados. No desayunó. No tenía hambre. Más bien sentía un nudo en la panza que no la dejaba ni respirar bien. Salió sin hacer ruido, dejando a Camila dormida bajo la cobija del osito. En el pasillo, la vecina de siempre le lanzó un “buenos días” que ella apenas respondió.

El camino al trabajo fue lento, más por el peso del miedo que por el tráfico. Cada paso que daba hacia el edificio le parecía como si se acercara a una sentencia. Había soñado mil veces en la noche con el jefe gritándole, con la cámara captando su cara de susto, con los demás empleados burlándose mientras la sacaban, escoltada. El cuadro, el maldito cuadro.

Cuando llegó al piso 18, lo primero que notó fue el silencio raro, como cuando alguien te está esperando. Nadie le habló, nadie la saludó, solo escuchó que alguien de recursos humanos dijo, en voz baja, “Ya está aquí.” Fingió no haber oído. Se fue directo al baño de servicio, se echó agua en la cara, se vio en el espejo. “Tranquila, Leticia, tranquila.”

A las 6:20 la llamaron. Una voz por radio le dijo, “Leticia, te solicita el licenciado Ruiz en su oficina. Urgente.”

El corazón se le fue a los talones. Caminó hasta la puerta con las piernas entumidas. Tocó con la mano floja. “Adelante.” Una voz le dijo, “Pase.” Empujó la puerta y entró.

Esteban estaba sentado en su escritorio mirando algo en su laptop. No levantó la vista de inmediato. Ella se quedó parada frente a él como estatua. No sabía si hablar o quedarse callada. Tenía los ojos rojos, pero no por haber llorado, sino por no dormir nada. Y ahí estaba frente al jefe, el dueño de todo, el que podía decidir si hoy comía o no.

Esteban alzó la mirada, la vio de arriba a abajo, no con desprecio, pero sí con una expresión seria, muy seria. “Leticia, siéntese, por favor.” Ella dudó. ¿Era trampa? ¿Por qué tan educado? Se sentó en la orilla del sillón.

“Mire,” dijo él cruzando las manos sobre el escritorio. “Sé lo que pasó ayer.”

Lety se quedó sin aire.

“Vi el video. Sé que se cayó el cuadro. Sé que intentó acomodarlo. Sé que no dijo nada.”

Ella bajó la cabeza. No dijo nada. Tenía un nudo en la garganta que no la dejaba ni respirar.

“¿Por qué no me lo dijo?”

Ella tragó saliva. “Tenía los ojos clavados en el suelo porque tenía miedo,” dijo apenas con voz apagada.

“¿Miedo de qué?”

“De que me corrieran. ¿Y si me corren? No tengo cómo mantener a mi hija.”

Esteban se quedó callado. Volteó hacia la ventana por unos segundos. “¿Cuántos años tiene su hija?”

“Seis.”

“¿Fue ella la que contestó el teléfono ayer?”

Lety levantó la mirada asustada. “¿Le habló a mi casa?”

Él asintió. “Le pregunté por usted y ella me dijo que no la despidiera, que si no no tendrían que comer.”

Lety se mordió los labios. La vergüenza se le subió a la cara como fuego. “Perdón, perdón por eso. Le juro que no sabía que ella iba a contestar. Siempre le digo que no agarre el teléfono. Yo… yo iba a decirle lo del cuadro, se lo juro, pero me asusté.”

Esteban no dijo nada, se paró de su silla, caminó hacia la ventana, se quedó ahí unos segundos con las manos en los bolsillos, después se volteó. “No la voy a despedir.”

Lety parpadeó. “¿Perdón?”

“Escuchó bien. No la voy a despedir.”

Ella no entendía nada. “¿Pero por qué?”

“Porque su hija me lo pidió.”

Lety lo miró con cara de “esto no puede estar pasando.” Esteban volvió a su silla como si nada. “Va a seguir trabajando aquí. Va a seguir limpiando esta oficina, pero quiero que a partir de hoy, si algo pasa, me lo diga directo. No se quede callada.”

Lety apenas pudo asentir. Estaba tan confundida que ni siquiera sabía si agradecer o pedir perdón otra vez.

“Puede retirarse.”

Ella se paró con el corazón latiéndole tan fuerte que le zumbaban los oídos. Salió de la oficina sin voltear. Caminó hasta el baño de servicio, cerró la puerta y ahí, por primera vez desde ayer, se dejó caer y lloró. Lloró como niña, de nervios, de susto, de alivio. Lloró porque estaba harta de aguantar y por un milagro raro. Esta vez no se cayó todo. Esta vez se sostuvo.

Mientras tanto, en su oficina, Esteban no podía concentrarse. Leía el correo, firmaba papeles, pero su mente no estaba ahí. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba esa vocecita de la niña. Y aunque no lo quería admitir, una parte de él se sintió bien al no despedirla, como si hubiera hecho lo correcto. Por primera vez en mucho tiempo.

 

Capítulo 6: El Rumor y la Nueva Mirada

 

El despertador sonó otra vez a las 5. Leticia lo apagó sin pensar. No estaba cansada, pero sentía como si la hubieran atropellado, aún con el corazón más tranquilo que el día anterior. Tenía el cuerpo tenso. Se levantó, fue al baño, se lavó la cara con agua helada y se miró en el espejo. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar la noche anterior, pero no era tristeza, era otra cosa, algo raro, como si algo nuevo hubiera empezado, pero no sabía qué.

Se vistió igual que siempre, con el uniforme gris, el suéter de pelusa, el mismo peinado de cola baja. Despertó a Camila con un beso en la frente y le preparó un pan con leche. La niña abrió los ojos aún con voz ronca. “¿Te corrieron, ma?”

Lety se quedó quieta mirándola con el alma apachurrada. “No, mi amor. El señor dijo que no me va a correr.”

Camila sonrió con alivio. Le agarró la mano desde su cama. “Sí le hablaste.”

Lety bajó la mirada. No podía decirle que él la había llamado por ella, que su vocecita fue lo único que evitó que perdiera el trabajo. Solo le respondió, “Sí, hablé con él. Todo está bien.”

De camino al trabajo, todo le parecía distinto. La gente, el aire, hasta el sonido del metro, todo le retumbaba como si fuera más fuerte. Iba pensando en cómo comportarse, en si debía saludar al jefe, si debía ser como si nada o si lo mejor era no mirarlo a los ojos nunca más.

Llegó al edificio con el tiempo justo. Rosa, la supervisora, le hizo una seña rara con la cabeza. Como de “hoy, no te metas en líos.” Lety asintió. No quería líos, quería pasar desapercibida.

Pero cuando estaba preparando el carrito de limpieza, Pamela se acercó. Traía su carpeta de siempre, el cabello perfecto, los labios pintados como si fuera a una alfombra roja. “Leticia, el licenciado quiere que limpie su oficina hoy. Solo tú.”

Let se detuvo. La miró confundida. “¿Yo?”

“Sí, tú. Solo tú, pero yo tengo asignado el piso nueve hoy.”

Pamela la miró con cara de “no me hagas repetirlo.” “Hoy vas al 20, directo al despacho del jefe. ¿O quieres que le diga que no?”

Lety bajó la mirada. “No, está bien.”

Subió en el elevador sola con el carrito lleno de trapos, aromatizante y escoba. Cada número que pasaba le aceleraba el corazón. Piso 11, 12, 13… 20. Respiró profundo antes de que se abrieran las puertas. Entró al pasillo largo y caminó hasta el despacho que ya conocía demasiado bien. Todo estaba callado. Golpeó la puerta con los nudillos. Una voz tranquila, respondió desde dentro. “Pase.”

Lety empujó la puerta. Esteban estaba ahí sentado en el mismo lugar de siempre. Esta vez no tenía la computadora enfrente, solo estaba viendo hacia el ventanal con las manos cruzadas. Ella entró sin decir nada, caminó derecho al carrito y empezó a sacar los trapos. No quería mirarlo, no sabía cómo actuar. ¿Se saludan? ¿Se ignoran? ¿Le agradece por no correrla? Todo era confuso.

Esteban la observaba, no hablaba, solo la veía mientras ella comenzaba a limpiar los marcos de las ventanas como si fuera un día normal. Pero él sabía que no lo era. Algo en su pecho estaba raro. Esa señora, esa mujer que parecía invisible para todos, ahora estaba en su cabeza como si llevara años ahí.

“Leticia,” dijo él de pronto.

Ella se volteó, con el trapo en la mano. “Sí, señor.”

“¿Está bien su hija?”

Lety se quedó sorprendida por la pregunta. Nadie del trabajo preguntaba por su hija. Nadie. Era como si Camila no existiera. “Sí, ya está mejor. Gracias por preguntar.”

“¿Cómo se llama?”

“Camila.”

Esteban repitió el nombre en voz baja como queriéndolo memorizar. “Fue ella quien contestó, ¿no?”

“Sí.”

“Tiene una voz muy sincera.”

Lety asintió. No sabía qué decir. Le parecía rarísimo tener una charla así con el jefe. Estaba acostumbrada a verlo solo como una figura seria, fría, lejana. Y ahora estaba ahí preguntando por su hija, diciéndole que tenía una voz sincera. Era como si lo estuviera conociendo por primera vez.

“Leticia,” dijo él de nuevo. “Quiero ser claro, no le hice un favor. No me gusta la gente que comete errores y los oculta, pero tampoco me gusta la gente que actúa como si los demás no tuvieran vida fuera del trabajo.”

Ella se quedó callada. No era alivio, era una mezcla entre respeto y nervios. Estaba entendiendo que este hombre no era como los demás patrones que había tenido. No era de los que gritaban o humillaban por cualquier cosa. Era distinto. Tenía algo. “Está bien, licenciado. Se lo prometo.”

Él asintió. “Gracias. Puede seguir.”

Ella volvió a su trabajo, empezó a limpiar el escritorio. En un momento, sin querer, vio una foto de Esteban con un hombre mayor. Parecían padre e hijo. Él tenía otra cara, más relajada. La foto estaba en un marco sencillo. No decía nada, pero Lety lo miró con curiosidad. Nunca había imaginado al jefe como alguien con papás, con vida, con familia.

“Es su papá.”

Esteban la miró, dudó un segundo. Luego dijo, “Era.”

Lety bajó la mirada. “Perdón por preguntar.”

“No pasa nada.”

Hubo un silencio largo, uno que no era incómodo, pero sí pesado, como si los dos estuvieran descubriendo algo que no sabían que estaba ahí. Ella terminó de limpiar, guardó los trapos en el carrito y caminó hacia la puerta. “Con permiso, licenciado.”

“Gracias, Leticia.”

Ella asintió y salió. Cuando la puerta se cerró, Esteban se quedó mirando hacia el lugar donde había estado ella. Sintió algo en el estómago, una especie de cosquilleo, una sensación que no tenía hace mucho y aunque no entendía por qué, quería volver a verla.

Lo primero que se filtró fue el chisme, como siempre pasa en los lugares donde todos tienen algo que esconder y nada mejor que hacer. Empezó en voz bajita en el comedor del personal, entre dos señoras que siempre hablaban mientras picaban su pan dulce. Una dijo, “Dicen que Leti fue al despacho del jefe otra vez.” Y la otra respondió con una mueca. “¿Otra vez? ¿Y qué hacía ahí?”

En menos de una hora ya todo el piso nueve sabía que Leti, la de limpieza, había estado en la oficina del licenciado Esteban dos veces seguidas y no para trapear nomás. Según decían, él la había llamado personalmente, que la mandó a traer directo, que pidió que nadie más entrara con ella. La gente no necesitaba pruebas, les bastaba con una idea y la idea ya estaba sembrada.

Las chicas de recepción empezaron a levantar la ceja cada vez que veían pasar a Leti. Los de sistemas la miraban de reojo. En el área de contabilidad, una muchacha dijo en voz alta, “Pues con razón no la corrieron después de lo del cuadro, ¿no?” Y otro, burlándose, comentó, “Ahí está el verdadero poder del trapeador.”

Lety no se enteró de inmediato. Ella seguía haciendo su trabajo, agachando la cabeza, pasando el trapo, saludando con una sonrisa pequeña, pero sincera. Sentía que algo era distinto, sí, pero no sabía exactamente qué. A veces sentía miradas que antes no estaban o comentarios cortados cuando ella llegaba al comedor. Pero como siempre pensó que estaba exagerando hasta que llegó al área de recursos humanos. “Buenos días,” saludó como cada mañana a una de las secretarias llamada Nancy. Apenas y levantó la vista. La otra ni la volteó a ver. Una tercera, fingiendo estar ocupada, dijo en voz alta, “Ahora resulta que ya hay niveles en el personal de limpieza. Unas van…”