Los Ropones Blancos: La Tragedia de la Calle de los Herreros
En los archivos históricos de la ciudad de Puebla, entre legajos amarillentos y documentos burocráticos olvidados por el tiempo, descansa una fotografía que, a primera vista, parece un retrato familiar común de la época porfiriana. Fechada en marzo de 1892, la imagen muestra a una dama de la alta sociedad, rígida y elegante, sosteniendo a dos bebés gemelos envueltos en voluminosos ropones blancos. Sin embargo, para aquellos que conocen la verdadera historia, esa imagen no es un recuerdo de amor maternal, sino el preludio silencioso de un horror que heló la sangre de una ciudad entera. Esta es la historia de Catalina Ruiz y el secreto que su mente fracturada guardó hasta que fue demasiado tarde.
I. La Dama de la Calle de los Herreros
Catalina Ruiz de Herrera lo tenía todo, o al menos eso dictaban las convenciones sociales de finales del siglo XIX. Nacida en el seno de una familia acomodada, hija del respetado notario don Esteban Ruiz y de doña Hortensia, descendiente de terratenientes, Catalina fue educada para ser la joya perfecta de la sociedad poblana. En el Colegio de las Hermanas de la Caridad aprendió las virtudes del silencio, el bordado y la música, preparándose para el único destino concebible para una mujer de su clase: un buen matrimonio.
Ese destino se cumplió en 1888, cuando contrajo nupcias con don Felipe Herrera. Felipe no era un aristócrata de sangre azul, pero poseía algo igualmente valioso: un próspero imperio comercial de especias heredado de su padre. Era un hombre bueno, trabajador y profundamente enamorado de su esposa. Juntos se instalaron en una casa señorial en la Calle de los Herreros, una residencia que pronto se llenó de sirvientes, lujos y la promesa de un futuro brillante.
Durante los primeros años, la vida transcurrió con la placidez de las tardes de provincia. Pero la dicha completa requería descendencia. Cuando Catalina anunció su embarazo a mediados de 1891, la alegría de Felipe fue incontenible. Sin embargo, el destino comenzó a tejer sus hilos oscuros en noviembre de ese mismo año.
El parto fue una carnicería. Durante tres días, la mansión de los Herrera olió a sangre, sudor y miedo. Catalina se debatió entre la vida y la muerte, delirando por la fiebre puerperal, mientras las parteras y los médicos luchaban por salvarla a ella y a las dos criaturas que venían al mundo. Cuando el llanto de los gemelos, Ana Lucía y José Miguel, finalmente rompió el silencio, Catalina no lloró de alegría. Cayó en un estupor profundo del que, según sus sirvientes, nunca regresó del todo.
II. Las Sombras en la Mente
La recuperación física de Catalina fue lenta, pero su recuperación mental fue inexistente. Jacinta Morales, la leal cocinera de la familia, fue la primera en notarlo. La señora Catalina, antes vivaz y meticulosa, pasaba horas sentada frente a los ventanales, con la mirada perdida en el vacío, ignorando el bullicio de la casa.
Cuando le llevaban a los bebés para amamantarlos o sostenerlos, su reacción no era de amor, sino de una extrañeza inquietante. Los observaba con curiosidad clínica, como si fueran objetos inanimados o, peor aún, intrusos que no reconocía. —No me miran con mis ojos, Jacinta —susurraba a veces en la cocina, con voz temblorosa—. Esos niños… huelen a azufre y a tierra. No huelen a mí.
Don Felipe, preocupado por la apatía de su esposa, convocó al Dr. Ignacio Belarde. El diagnóstico fue rápido y condescendiente: “Melancolía puerperal”. Era una dolencia común, aseguró el galeno, propia de la debilidad femenina tras el esfuerzo del parto. Recetó reposo absoluto, aire fresco y tisanas de hierbas para calmar los nervios. Pero las hierbas no podían silenciar las voces que habían comenzado a susurrar en la cabeza de Catalina.
Voces sibilantes que le decían que había sido engañada. Voces que le aseguraban que sus verdaderos hijos, los hijos de Dios, habían sido robados durante el parto y sustituidos por impostores, por pequeños demonios envueltos en encaje que venían a destruir su hogar.

III. El Retrato de la Perdición
En marzo de 1892, con los gemelos cumpliendo cuatro meses, Felipe, ignorante de la gravedad de la psicosis de su esposa, decidió que era momento de inmortalizar a su familia. Contrató los servicios de don Abundio Cortés, el fotógrafo más prestigioso de Puebla.
La sesión tuvo lugar en el estudio del artista. Catalina fue vestida con un traje oscuro de cuello alto y adornada con el collar de su difunta madre. Sentada en una silla ornamentada, le colocaron a los gemelos en los brazos. Los bebés, Ana Lucía y José Miguel, casi desaparecían bajo la profusión de telas blancas de sus ropones de bautizo.
—Una sonrisa, doña Catalina, por favor —pidió don Abundio desde detrás del fuelle de su cámara.
Pero Catalina no sonrió. Su rostro, capturado para la eternidad en esa placa de plata, mostraba una expresión vacía, casi espectral. Sus ojos no miraban a la cámara, sino a través de ella, hacia un mundo que solo ella podía ver. La rigidez con la que sostenía a los niños no era protectora, sino tensa, como quien sostiene algo desagradable que está obligado a cargar. Si uno observa la foto con detenimiento, la cabeza de los bebés cae ligeramente hacia atrás, en una postura de abandono total. Felipe recibió la fotografía días después, orgulloso, sin saber que estaba sosteniendo la evidencia documental de una mente colapsada.
IV. La Noche sin Luna
El detonante final llegó el 15 de junio de 1892. Don Felipe recibió noticias de negocios urgentes que requerían su presencia inmediata en la Ciudad de México. La despedida fue tierna por su parte, pero gélida por la de ella. Besó a sus hijos y a su esposa, prometiendo volver en tres días.
Esa tarde, las voces en la cabeza de Catalina se volvieron gritos ensordecedores. Le decían que el momento había llegado. Que su esposo se había ido para darle la oportunidad de “corregir el error”. Le prometían que, si se deshacía de los impostores, sus verdaderos hijos —rosados, perfectos y celestiales— le serían devueltos antes de que Felipe regresara.
Al caer la noche, Catalina ordenó a la servidumbre retirarse temprano a sus habitaciones en el patio trasero. —Yo cuidaré de los niños esta noche —dijo con una calma que desarmó cualquier sospecha—. Quiero ser madre por una vez.
Jacinta, aunque intranquila, obedeció. La casa quedó en silencio.
Cerca de la medianoche, Catalina entró en la habitación de los gemelos. Ana Lucía lloraba de hambre. Catalina la levantó, no para consolarla, sino para envolverla con fuerza obsesiva en su ropón blanco, apretando la tela hasta inmovilizar sus pequeños brazos. Luego hizo lo mismo con José Miguel.
Caminó descalza por los pasillos de la casa señorial, con un bebé en cada brazo, saliendo hacia el jardín trasero. La noche era oscura, sin luna, cómplice perfecta de la tragedia. Al fondo de la propiedad, entre matorrales descuidados, se encontraba un viejo pozo de agua, seco desde hacía años y cubierto apenas por unos tablones podridos.
Catalina se detuvo al borde. No había odio en su corazón, solo una convicción delirante y enferma de que estaba haciendo lo necesario. —Vayan con su dueño —murmuró al vacío.
Primero soltó a Ana Lucía. El sonido del cuerpo golpeando el fondo de piedra fue seco y terrible. El llanto cesó al instante. Segundos después, José Miguel siguió a su hermana. Catalina se quedó allí unos minutos, esperando ver descender ángeles con sus “verdaderos” hijos. Al no ver nada, asumió que el intercambio tomaría tiempo. Regresó a la sala, se sentó en su mecedora y comenzó a cantar una nana.
V. El Horror Revelado
Felipe Herrera regresó ansioso el 18 de junio, tres días después. Al entrar en la casa, le recibió un silencio sepulcral que le heló la sangre. No había llantos de bebés, ni el murmullo de los sirvientes. Encontró a Catalina en la sala principal, sentada junto a la cuna vacía, meciéndola suavemente con el pie.
—¡Catalina! —exclamó él, dejando caer su maleta—. ¿Dónde están los niños?
Ella levantó la vista. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa beatífica que contrastaba con sus ojos muertos. —Los devolví, Felipe —dijo con una simplicidad aterradora—. No eran nuestros. Pero no te preocupes, los verdaderos vendrán pronto. Ya vienen en camino.
Felipe sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Corrió por la casa gritando los nombres de Ana Lucía y José Miguel. Sus gritos alertaron a los sirvientes, que salieron de sus cuartos. Fue Jacinta quien, guiada por un presentimiento macabro y al ver la puerta del jardín abierta, corrió hacia el pozo.
Allí, enganchado en un arbusto espinoso cerca del borde, encontró un pequeño trozo de encaje blanco.
Cuando Felipe bajó al pozo con la ayuda de cuerdas y linternas que trajeron los vecinos, el grito de agonía que profirió se escuchó en toda la cuadra. En el fondo, yacían los cuerpos de los gemelos, con sus ropones blancos manchados de tierra y sangre seca. Habían muerto por la caída y la exposición a los elementos durante tres interminables días. Estaban abrazados, como si en su último momento de vida hubieran buscado consuelo el uno en el otro.
VI. Juicio y Castigo
El escándalo sacudió los cimientos de la sociedad poblana. Los periódicos se llenaron de titulares sensacionalistas: “Madre asesina arroja a sus gemelos al pozo”, “La hiena de la calle de los Herreros”. La gente exigía cárcel, incluso muerte, para la mujer que había violado la ley más sagrada de la naturaleza: el instinto maternal.
Sin embargo, la ciencia médica intervino. Durante el juicio, Catalina se mostró ausente, desconectada de la realidad, preguntando constantemente cuándo llegarían sus verdaderos hijos. El Dr. Ezequiel Moreno, un alienista (psiquiatra) formado en París, fue llamado a testificar. Su diagnóstico fue contundente: “Locura puerperal aguda con manifestaciones delirantes y alucinatorias”. Explicó al jurado que Catalina no era una criminal, sino una víctima de una mente rota, incapaz de distinguir el bien del mal.
—Ella no mató a sus hijos —argumentó el doctor—, ella destruyó lo que su mente le dijo que eran monstruos para proteger a su familia.
El jurado la declaró inimputable por razón de demencia. Catalina no iría a la prisión, sino al Manicomio General de La Castañeda, en la Ciudad de México, un lugar temido conocido como “El Palacio de la Locura”.
VII. El Final de los Tiempos
El destino de los sobrevivientes fue tan trágico como el de las víctimas. Don Felipe Herrera nunca se recuperó. Incapaz de vivir en la casa donde sus hijos habían sido asesinados, vendió la propiedad y el negocio. Se mudó a un cuarto modesto cerca de la Catedral. Su vida se convirtió en una rutina de dolor: cada domingo visitaba el Panteón Municipal, donde había mandado construir un sepulcro de mármol con dos ángeles durmientes para sus gemelos. Se sentaba allí, bajo la lluvia o el sol, pidiéndoles perdón por no haber estado allí para protegerlos. El alcohol se convirtió en su único consuelo, y en 1897, apenas cinco años después de la tragedia, murió de cirrosis hepática a los 39 años.
Catalina Ruiz sobrevivió mucho más tiempo, aunque su vida había terminado la noche en que arrojó a sus hijos al pozo. Vivió 31 años encerrada en los muros de La Castañeda. Nunca recuperó la cordura. Pasaba sus días sentada junto a una ventana, meciendo una muñeca grotesca que había fabricado con trapos viejos y restos de sábanas. Le cantaba las mismas nanas que alguna vez entonó en su hogar de Puebla.
Las enfermeras contaban que, en raras ocasiones, Catalina parecía tener momentos de lucidez repentina. En esos instantes, dejaba caer la muñeca y sus ojos se llenaban de un terror absoluto, gritando nombres que nadie conocía, como si la realidad de lo que había hecho golpeara su conciencia por un segundo, antes de que la niebla de la locura regresara piadosamente a cubrirla.
Murió en 1923, olvidada por el mundo, víctima de una epidemia de influenza que asoló el manicomio. Fue enterrada en una fosa común del Panteón Francés, sin lápida y sin nombre.
Hoy, más de un siglo después, solo queda esa fotografía. La imagen de una madre con la mirada perdida y dos bebés envueltos en ropones blancos que parecen sudarios. Para los curiosos, es una reliquia macabra; pero para la historia, es un testimonio silencioso y devastador de cómo la enfermedad mental, incomprendida y estigmatizada, pudo devorar la felicidad de una familia entera, dejando tras de sí solo el eco de una nana cantada a una cuna vacía.
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