El Dulce Aroma de la Calle del Rey

 

El olor dulzón se adhería a las paredes de entramado de madera como una mancha invisible, una mácula que ninguna lluvia, por torrencial que fuera, lograba lavar. Era un aroma empalagoso, una mezcla rancia de leche agria y hierbas medicinales que impregnaba el aire de la Königsstraße número 47, en Núremberg. Aquel hedor era el prólogo sensorial de un secreto que Berta Kastner había custodiado con celo durante cuatro décadas, un secreto que desafiaba las leyes de la naturaleza y la moral de la época.

Corría septiembre de 1892 cuando el silencio finalmente se rompió, pero la historia había comenzado mucho antes, gestándose en las sombras de una maternidad que se negó a aceptar el paso del tiempo. Berta tenía treinta y dos años cuando dio a luz a su último hijo en 1870. Los vecinos, siempre atentos detrás de sus cortinas de encaje, recordarían más tarde con un escalofrío que jamás la oyeron pedir ayuda durante los partos. No hubo gritos, ni lamentos. El único sonido que emanaba de aquella casa en las noches de alumbramiento era un murmullo constante, un canto de cuna hipnótico que se extendía hasta que los primeros rayos del sol bañaban los tejados de Franconia.

Sus tres hijos, Heribert, Silvester y Kaspar, crecieron como fantasmas en su propia ciudad, sin haber pisado jamás una escuela. Eran presencias etéreas, sombras que se movían al ritmo que su madre dictaba. Heribert, el mayor, poseía a sus veinticinco años un cuerpo robusto, capaz de cargar sacos de harina con facilidad, pero sus gestos traicionaban una timidez infantil y quebradiza que inquietaba a cualquiera que lo observara detenidamente. Silvester, el mediano, tenía una piel antinaturalmente lisa, como si el tiempo se hubiera detenido en su rostro, negándole las arrugas y las marcas de la madurez. Y Kaspar, el benjamín, arrastraba los pies al caminar, manteniendo siempre la mirada baja, con el temor perpetuo de un niño que espera una reprimenda.

Las primeras grietas en la fachada de normalidad aparecieron con el censo de 1855. Theodora Weigel, la encargada del registro, notó anomalías que no se atrevió a plasmar en los documentos oficiales. Los hermanos eran analfabetos, sí, pero sus cuerpos estaban extraordinariamente bien nutridos para una familia que, según los registros de los comerciantes del Mercado Principal, jamás compraba carne ni leche. ¿De qué se alimentaban aquellos hombres?

Fue Aurelia Müller, la vecina colindante, quien detectó el patrón ritualístico que gobernaba la casa. Cada tarde, con una puntualidad castrense, a las cinco en punto, el mismo sonido retumbaba a través de las paredes compartidas: pasos pesados que se dirigían hacia el interior de la vivienda, seguidos de un silencio sepulcral que duraba exactamente dos horas. Durante ese lapso, el olor dulzón se intensificaba, invadiendo la calle. Aurelia lo describía como suero mezclado con hierbas curativas, similar a los ungüentos antiguos para heridas infectadas, pero con un matiz orgánico y repulsivo que la obligaba a cerrar las ventanas incluso en los días más asfixiantes del verano.

El velo del misterio se rasgó parcialmente una mañana de octubre, gracias a la curiosidad imprudente de Kreszens Huber, el cartero. Mientras entregaba una carta oficial, Kreszens miró a través de una ventana entreabierta y fue testigo de una escena que se grabaría a fuego en su memoria. Berta, ya con cincuenta años, estaba sentada en una silla de madera con el torso desnudo. En su regazo descansaba la cabeza de Heribert, un hombre de treinta años con barba poblada. El cartero quedó paralizado, incapaz de gritar o huir, observando cómo aquel adulto movía los labios contra el pecho de su madre con la desesperación y la avidez de un recién nacido hambriento. Berta acariciaba el cabello canoso de su hijo mientras susurraba aquel sempiterno canto de cuna. Kreszens se retiró en silencio, pero esa tarde, embriagado en la taberna de Mauro Fischer, balbuceó verdades a medias que nadie quiso comprender del todo: “Lo que hace esa familia no es natural… Los hijos no pueden seguir siendo lactantes cuando ya son hombres”.

Pero el cartero no era el único conocedor de la aberración. Makrina Blume, la partera del barrio, había visitado la casa varias veces en la década de los setenta. No para atender partos, sino para tratar la salud de Berta, a quien siempre encontraba con los pechos hinchados y llenos de leche, décadas después de su último embarazo. “Tengo el don de mis antepasadas”, solía decir Berta mientras se cubría. “Mi cuerpo produce lo que mis niños necesitan”. Makrina veía las marcas frescas en los pezones de la mujer, cicatrices de un uso constante, y callaba, llevando el secreto como una piedra en el estómago.

La tensión moral alcanzó su punto álgido en 1883 con la llegada del joven y celoso párroco Amadeus Richter. Tras escuchar las confesiones a medias de la partera, decidió realizar una visita pastoral. Al entrar en la casa de la Königsstraße un viernes a las cinco de la tarde, el olor a leche y hierbas lo golpeó como una bofetada física. Berta le impidió el paso con una sonrisa forzada y el cabello revuelto. Mientras se excusaba diciendo que sus hijos estaban “enfermos”, una mancha húmeda comenzó a extenderse por la tela de su bata, justo a la altura del pecho. Aquella noche, el sacerdote escribió en su diario sobre familias que viven en pecado mortal y la decisión consciente de permanecer en la oscuridad.

La corrupción y el miedo tejieron una red de protección alrededor de los Kastner. Funcionarios como Roland Kraus archivaron informes de salud a cambio de favores inconfesables de Berta, convirtiéndose en cómplices que probaban la leche de una mujer de cincuenta años. Juventin Morales, el herborista, le vendía mezclas de fenogreco e hinojo a precios exorbitantes, sabiendo perfectamente que eran para estimular la lactancia, pero prefiriendo el oro al cuestionamiento moral. Toda la comunidad se había convertido en partícipe de un pacto de silencio; denunciarlos significaría admitir que habían tolerado la monstruosidad durante años.

Sin embargo, la curiosidad infantil no entiende de pactos. En 1888, el pequeño Edelbert Nüsslein saltó la cerca trasera buscando su pelota y vio lo imposible: los tres hermanos adultos, desnudos de cintura para arriba, alineados contra la pared de adobe como soldados esperando inspección, con las manos a la espalda y una sumisión absoluta. Berta caminaba frente a ellos, tocando sus labios para elegir quién sería el siguiente en ser amamantado. El horror del niño llegó a oídos del padre Richter, quien finalmente decidió actuar. Su sermón del domingo siguiente fue una declaración de guerra, hablando de “madres que extienden la dependencia de sus hijos más allá de lo natural”.

La respuesta de Berta fue un acto de desafío que selló su destino. Se levantó en plena misa y, frente al altar, proclamó a gritos: “Mi familia ha sido bendecida con dones que otros no entienden. Quien venga a mi casa verá milagros que desafían la lógica humana”. Aquella arrogancia transformó el secreto en un espectáculo público.

Las autoridades locales intentaron intervenir, pero Berta, astuta y manipuladora, logró disuadir a la primera comisión mediante sobornos o chantajes. Solo un policía recién llegado, Nabo Sandner, ajeno a la corrupción local, logró espiar por una ventana y ver el ritual en su totalidad: Berta en su “trono”, los hijos arrodillados acercándose en un orden ceremonial, y la atmósfera de una paz infantil y perturbadora en los rostros de aquellos hombres adultos.

El fin definitivo llegó desde fuera. Un fotógrafo itinerante, Evaristo Maldonado, logró capturar imágenes de la aberración desde un ático vecino. Aunque fue brutalmente atacado y sus cámaras destruidas para proteger el secreto, Evaristo había sido previsor y había enviado los negativos a Berlín. La publicación del artículo “La Lactancia Eterna: Un estudio de caso en Baviera” en una revista científica de la capital hizo que la situación fuera insostenible para las autoridades locales.

El 23 de octubre de 1890, bajo una lluvia gris y persistente, una Comisión Especial de Berlín llegó a Núremberg. Berta, ahora de sesenta años, les abrió la puerta con una serenidad escalofriante. “Pasen, señores. Ya era hora de que vinieran a conocer la verdad”.

Lo que encontraron dentro superaba cualquier pesadilla. La casa estaba dividida en una geografía de la locura. Había una habitación donde los tres hombres dormían rodeados de juguetes; una cocina donde solo se preparaban papillas; y la “Sala Central”. Las paredes de esta última estaban cubiertas de dibujos grotescos hechos por manos adultas pero con trazos infantiles: figuras de mujeres gigantescas con pechos enormes rodeadas de hombres diminutos. Las palabras “Mamá”, “Leche” y “Amor” se repetían cientos de veces como un mantra visual. En el centro, el trono de Berta, manchado de fluidos y arañado en el respaldo, presidía la escena.

El examen médico confirmó lo imposible: Berta producía casi un litro de leche diario. Sus hijos, Heribert (40), Silvester (38) y Kaspar (35), aunque físicamente maduros, tenían la psique de adolescentes de catorce años y sufrían un “Síndrome de Dependencia Materna Prolongada”. Al intentar separarlos de su madre para interrogarlos, los hombres colapsaron, llorando en posición fetal, incapaces de hablar o funcionar sin la presencia rectora de Berta. Ella, por su parte, no mostró remordimiento alguno, defendiendo su “tradición familiar” inventada hasta el último momento.

El veredicto judicial fue implacable: separación forzosa. Berta fue internada en un psiquiátrico y sus hijos enviados a un centro de rehabilitación. Pero el vínculo, aunque patológico, era vital para su existencia. La separación fue una sentencia de muerte lenta. Berta, privada de su propósito y de la estimulación física de la lactancia, sufrió un desequilibrio hormonal severo y cayó en una depresión profunda. Murió ocho meses después, oficialmente por insuficiencia cardíaca, pero los médicos sabían que su cuerpo simplemente se había apagado por la tristeza y la ausencia de sus “bebés”.

El destino de los hermanos fue igualmente trágico. Heribert fue encontrado muerto en su celda, con un rictus de soledad insoportable. Silvester murió durante una crisis nerviosa, negándose a beber cualquier cosa que no fuera leche materna tibia. Y Kaspar, el más joven, simplemente dejó de respirar una noche, como si hubiera olvidado cómo vivir sin el aliento de su madre. En 1895, cinco años después de la intervención, la estirpe de los Kastner se había extinguido.

La casa de la Königsstraße quedó abandonada. Nadie quería comprarla; decían que estaba maldita. Las paredes se agrietaron y el jardín fue devorado por la maleza. Sin embargo, décadas después, los vecinos juraban que en las tardes de lluvia, cuando la humedad se levantaba del suelo, todavía se podía percibir aquel olor dulzón y repugnante, el aroma de una madre que amó demasiado y de unos hijos que nunca aprendieron a ser hombres, flotando eternamente en el aire de Núremberg.