La colina siempre había estado ahí, imponente y verde, con esa casa grande y elegante en la cima que dominaba el horizonte. Desde niño, yo la miraba como quien observa un mundo al que no pertenece. Esa casa era de mi abuelo Ernesto, un hombre de manos fuertes, mirada dura y pocas palabras. Vivía ahí con su hijo mayor, mi tío Ramón, su esposa y su hijo, mi primo Ricardo.

Mi familia, en cambio, vivía abajo, en una casa modesta al pie de la colina. Mi papá, Julián, era el hijo menor de Ernesto, y según él, “la oveja negra” de la familia. No lo decía con orgullo, sino con una mezcla de resignación y rabia. Crecí escuchando sus historias de cómo su padre siempre lo había menospreciado, cómo Ramón siempre había sido el favorito. Y aunque de niño no entendía del todo, sentía en mi propia piel el peso de esa diferencia.

Desde pequeño, cada visita a la casa en la colina era un recordatorio de nuestro lugar. Los muebles brillaban, el piso relucía, y el aire estaba impregnado de un aroma dulce que no sabía describir. Mientras mi primo Ricardo jugaba con sus juguetes nuevos, yo me entretenía con un carrito viejo que había encontrado en la bodega. La tía Gloria apenas nos dirigía la palabra, y mi abuelo… bueno, mi abuelo me miraba como si fuera invisible.

Con el tiempo entendí que esa indiferencia no era casual. Mi papá había tomado decisiones que lo alejaron de la familia: negocios fallidos, amistades peligrosas, deudas. Mi mamá, una mujer paciente y trabajadora, hacía lo que podía para mantenernos a flote, pero siempre con ese peso encima: el desprecio de los de arriba.


Los años pasaron y las diferencias crecieron. Ricardo, mi primo, se convirtió en un joven arrogante, acostumbrado a que todo le cayera del cielo. Yo, en cambio, empecé a trabajar desde los 15 años para ayudar en la casa. Primero en una tienda, luego cargando cajas en el mercado, después en un taller mecánico. No me quejaba: el trabajo duro me daba dignidad, y aunque no tenía lujos, tenía la certeza de que lo que lograra sería mío.

Mi relación con el abuelo seguía siendo distante, pero de vez en cuando él bajaba al pueblo. Iba al mercado, hablaba con algunos vecinos y, para mi sorpresa, empezó a saludarme. No era un saludo cálido, pero al menos ya no era esa mirada que me atravesaba sin verme. Con el tiempo, me di cuenta de que observaba cómo trabajaba, cómo me desenvolvía con la gente. Nunca me lo dijo, pero creo que estaba evaluándome.


Un día, mi abuelo me pidió que lo acompañara a su casa para ayudarlo con unas reparaciones. Ricardo no estaba, y por primera vez recorrí las habitaciones sin sentirme un intruso. Él me habló un poco más, me preguntó sobre mi trabajo, sobre mis planes. Yo le dije la verdad: quería abrir mi propio taller algún día, pero no tenía el dinero para hacerlo. Él asintió sin decir nada más.

A partir de entonces, empecé a ir más seguido a ayudarlo. Pintábamos, arreglábamos cerraduras, podábamos el jardín. A veces me contaba historias de cuando era joven y cómo había levantado esa casa con sus propias manos. Yo lo escuchaba con atención; detrás de esa dureza, había un hombre que había sufrido y trabajado duro. Creo que ahí empezó a cambiar la forma en que me veía.


Mientras tanto, la vida de Ricardo iba por otro rumbo. Aunque tenía estudios y apoyo económico, se metía en problemas una y otra vez. Negocios turbios, fiestas caras, amistades peligrosas. La tía Gloria y el tío Ramón lo defendían siempre, pero yo veía la preocupación en los ojos de mi abuelo.

Un día, llegó la noticia: el abuelo estaba enfermo. No era algo repentino, pero su salud empezó a deteriorarse rápido. La familia de la colina se encerró en sí misma, y mi papá y yo apenas nos enterábamos de lo que pasaba. Aun así, yo seguí visitándolo cuando podía, ayudándolo en lo que necesitara.


Cuando el abuelo falleció, se organizó una reunión familiar en la casa de la colina. Todos estábamos ahí: mi papá, mi mamá, el tío Ramón, la tía Gloria, Ricardo y yo. La atmósfera era tensa; todos sabíamos que se iba a leer el testamento.

Un abogado sacó los papeles y empezó a leer. Primero, unas donaciones menores a organizaciones benéficas. Luego, la parte importante:
—”Dejo mi casa en la colina, junto con las tierras que la rodean, a mi nieto…”

Hubo un silencio pesado. Yo estaba seguro de que diría “Ricardo”. Pero el abogado continuó:
—”…a mi nieto Mateo.”

Sentí que el aire se me iba. Todos se quedaron mirándome, y el rostro de Ricardo se transformó en una máscara de incredulidad y furia. Mi papá me dio una palmada en el hombro, con una mezcla de orgullo y sorpresa.

El abogado explicó que el abuelo había visto en mí la responsabilidad y el esfuerzo que no encontraba en Ricardo. También dejó una cantidad de dinero para que yo pudiera mantener la propiedad y, si quería, invertir en mis propios proyectos. A Ricardo le dejó solo un pequeño terreno, “para que aprenda el valor de ganarse las cosas”.


A partir de ese día, mi vida cambió. Abrí el taller mecánico con parte del dinero y lo hice crecer. La casa en la colina pasó a ser mi hogar, pero no la usé para ostentar. La restauré con cuidado, manteniendo el espíritu que el abuelo le había dado.

Ricardo, en cambio, siguió tropezando con sus malas decisiones. Intentó vender el terreno, pero lo malvendió y gastó el dinero en pocos meses. El tío Ramón y la tía Gloria, ya sin el respaldo del abuelo, tuvieron que ajustar su estilo de vida. Nunca me lo dijeron, pero creo que me guardaron rencor hasta el final.

Mi papá, aunque al principio parecía incómodo con la situación, terminó aceptando que yo había ganado el respeto del abuelo que él nunca pudo obtener. Nuestra relación mejoró, y con el tiempo también lo ayudé a salir de algunas deudas.


Hoy, cuando me paro en el balcón de la casa y miro el pueblo desde arriba, no siento que esté “por encima” de los demás. Lo que siento es que esta casa ya no es un símbolo de distancia y desprecio, sino un recordatorio de que el trabajo, la paciencia y la integridad pueden derribar cualquier colina.