El Secreto de la Calle Mercaderes

La neblina del puerto del Callao no se detenía en la costa; se arrastraba como una entidad viva, colándose entre las calles empedradas de Lima hasta cubrir la ciudad con un manto gris y húmedo. Era octubre de 1903, y bajo esa atmósfera opresiva, la capital peruana escondía sus miserias y sus pecados. Sin embargo, en medio de la penumbra, había un lugar que irradiaba calor y aromas tentadores: el restaurante “El Buen Sabor”.

Situado en una casona colonial de dos pisos en la calle Mercaderes, a escasas tres cuadras de la Plaza Mayor, el establecimiento se había convertido en el refugio predilecto de comerciantes, marineros y estibadores. Las paredes de adobe amarillento, aunque desgastadas por los años, conservaban la dignidad de tiempos mejores, y sus balcones de madera tallada crujían con cada ráfaga de viento marino, como si la casa misma respirara.

El alma del lugar era Doña Carmela Vázquez. Robusta, de unos cincuenta años, con el cabello negro siempre recogido en un moño severo y unos ojos pequeños y oscuros que parecían calcular el peso y el valor de todo lo que miraban. Carmela vestía invariablemente un mandil manchado de grasa y, a veces, de sangre; un uniforme que nadie cuestionaba dada su labor entre fogones. Su rostro, marcado por arrugas profundas y una seriedad perpetua, solo se iluminaba con un orgullo feroz cuando los clientes alababan su creación maestra: el estofado especial.

Nadie podía negar que aquel guiso era extraordinario. Los parroquianos juraban que la carne era la más tierna que habían probado jamás, sazonada con un equilibrio de especias que rozaba la alquimia. Algunos especulaban que el secreto era el ají panca traído desde Arequipa; otros, que era la paciencia infinita de la cocción. Pero Carmela solo sonreía con una mueca forzada y mencionaba vagamente una “receta de la abuela”.

Lo que pocos notaban, cegados por la gula y la necesidad de una comida económica, era que la casona poseía un sótano profundo, una despensa privada a la que solo la dueña tenía acceso y cuya llave colgaba siempre de su cuello, descansando sobre su pecho como un amuleto sagrado.

La Sospecha

El delicado equilibrio de “El Buen Sabor” comenzó a tambalearse a mediados de octubre, cuando Alberto Mendoza, un joven periodista del diario El Comercio, empezó a atar cabos sueltos que nadie más quería ver. A sus veintiocho años, Alberto era un hombre meticuloso, de aspecto nervioso y gafas redondas que resbalaban constantemente por su nariz sudorosa. Soñaba con destapar la corrupción de la ciudad, pero se topó con algo mucho más siniestro.

Había notado un patrón en la crónica roja: desapariciones. En seis meses, doce personas se habían esfumado de la faz de la tierra. No eran ricos ni poderosos, sino gente de los márgenes: vendedores ambulantes, estibadores solitarios y, más recientemente, Mercedes Alcántara, una joven costurera.

La investigación llevó a Alberto a la humilde habitación de Doña Filomena, la madre de Mercedes. Entre sollozos y velas encendidas a santos indiferentes, la anciana le dio la pista definitiva. —A mi niña le gustaba darse un gusto de vez en cuando —confesó la mujer, retorciendo un pañuelo—. Iba a ese restaurante de la calle Mercaderes. Decía que el estofado le recordaba a los de su abuela. Fue allí el jueves, y nunca regresó.

Alberto anotó el nombre. No era la primera vez que lo escuchaba. El hermano de un cargador y la esposa de un zapatero habían mencionado el mismo lugar. Todos los desaparecidos habían cruzado el umbral de Doña Carmela poco antes de desvanecerse.

La Boca del Lobo

Un viernes por la tarde, Alberto decidió entrar en la guarida. El restaurante estaba abarrotado. El aire era denso, cargado de un olor embriagador a comino, cebollas caramelizadas y carne cocida. Carmela se movía entre las mesas con eficiencia militar. Cuando llegó a la de Alberto, sus miradas se cruzaron. El periodista sintió un escalofrío; esos ojos pequeños parecían desnudaron el alma, evaluando la calidad de su carne bajo la ropa.

—Es la primera vez que viene, joven —dijo ella, más como una afirmación que como una pregunta. —Así es. He oído maravillas de su estofado. —Entonces debe probarlo. Es… especial.

Cuando el plato llegó, humeante y aromático, Alberto comió. Y, para su propio horror retrospectivo, lo disfrutó. La carne se deshacía en la boca, poseía una textura suave y un sabor complejo, ligeramente dulce, que no se parecía ni a la res ni al cerdo. —¿Cuál es el secreto? —preguntó al pagar, intentando sonar casual. —La calidad de la materia prima, joven —respondió Carmela sin pestañear—. Y el amor. Mucho amor.

Durante las semanas siguientes, la vigilancia de Alberto se intensificó. Notó que las desapariciones coincidían con los días en que el restaurante tenía menos suministros visibles. Y vio algo más: personas solitarias entraban al anochecer y la puerta principal se cerraba tras ellas, pero nunca se les veía salir.

El Descenso

Una noche sin luna, la curiosidad y la ambición vencieron al miedo. Alberto esperó a que Carmela despidiera a sus ayudantes, Mateo y Rosa, y cerrara el local. Armado con una pequeña linterna de aceite y una ganzúa improvisada, forzó la puerta lateral de servicio.

El interior de la casona olía diferente por la noche. El aroma a especias había dado paso a un tufo dulzón y metálico, un olor a matadero mal ventilado. Alberto avanzó hacia la cocina, esquivando las enormes ollas que colgaban del techo como campanas silenciosas. Allí encontró la puerta reforzada del sótano.

Antes de que pudiera intentar abrirla, escuchó pasos pesados. Se escondió tras una alacena justo a tiempo para ver a Carmela entrar. Vestía un camisón blanco manchado y llevaba una vela. Abrió el candado del sótano y descendió, dejando la puerta entreabierta. Un hedor nauseabundo subió desde las profundidades, golpeando a Alberto como un puño físico. Olía a muerte antigua y sangre fresca.

El periodista sabía que debía huir, pero la verdad estaba a unos pasos. Bajó la escalera de piedra, pegado a la pared húmeda. Lo que vio abajo desafiaba toda razón. El sótano era una carnicería industrial. Ganchos del techo sostenían masas informes envueltas en telas ensangrentadas. Sobre las mesas de trabajo, la sangre seca formaba mapas de horror.

Escondido tras unos barriles, vio a Carmela desenvolviendo uno de los paquetes. La luz de la vela reveló un brazo humano, pálido y grisáceo. Con la destreza de un cirujano y la calma de una abuela preparando el almuerzo, Carmela tomó un cuchillo de carnicero y comenzó a separar la carne del hueso, tarareando una melodía infantil.

El terror paralizó a Alberto. Su mente se negó a procesar que la “carne tierna” que él mismo había elogiado pertenecía a un ser humano. Al intentar retroceder, su pie golpeó un barril. El sonido resonó como un disparo en el silencio del sótano.

Carmela se detuvo. Giró la cabeza lentamente. —¿Hay alguien ahí? —preguntó con una voz tranquila, casi divertida—. Alguien que ha visto lo que no debía.

Alberto corrió, pero el miedo lo hizo torpe. Carmela, poseedora de una fuerza sobrenatural nacida de años de trabajo pesado, lo alcanzó en la escalera, lo arrastró de vuelta abajo y lo golpeó hasta dejarlo inconsciente.

La Confesión del Monstruo

Despertó atado a una silla, con la cabeza palpitante y el sabor de su propia sangre en la boca. Carmela lo observaba, sentada frente a él como una maestra decepcionada. —Periodista entrometido —dijo ella—. Sabía que vendrías. —Eres un monstruo… —logró susurrar Alberto—. ¿Cuántos? —¿Qué importa el número? —replicó ella con una lógica fría y aterradora—. Esta ciudad está llena de gente que no vale nada. Borrachos, vagabundos… Yo les doy un propósito. Los convierto en alimento para la gente trabajadora. Es un servicio público. La carne es cara, muchacho. La gente necesita comer.

Alberto la miró con fascinación horrorizada. No estaba loca en el sentido tradicional; era pragmática hasta la atrocidad. —Todo empezó con un ladrón —continuó ella, con la mirada perdida en el recuerdo—. Lo maté en defensa propia. Iba a tirarlo, pero… tenía deudas. El restaurante quebraba. Era carne fresca. Nadie notó la diferencia. Al contrario, les encantó. —Pero Mercedes… ella tenía familia. —Un error de cálculo —admitió Carmela sin remordimiento—. Pero ya está hecho. Y ahora, tú sabes demasiado.

Se levantó y tomó el cuchillo, probando el filo con el pulgar. —Pareces un buen muchacho. Es una lástima.

Alberto cerró los ojos, esperando el final. Sintió el aire desplazarse cuando ella alzó el arma. Pero entonces, el estruendo de la madera rompiéndose arriba sacudió la casa. Gritos. Pasos apresurados. —¡Policía! ¡Abran inmediatamente!

Carmela se congeló. El Inspector Vargas y sus hombres irrumpieron en el sótano segundos después, con sus linternas iluminando la escena dantesca: los cuerpos, la sangre, el periodista atado y la cocinera con el cuchillo en alto. —¡Suelte el arma! —ordenó Vargas.

Carmela miró al inspector, luego a Alberto, y finalmente al cuchillo. Una sonrisa triste cruzó su rostro. —No iré a prisión —murmuró—. No seré un fenómeno de circo.

Con un movimiento rápido y brutal, se llevó el cuchillo al cuello y cortó profundo. La sangre brotó en un arco carmesí y Doña Carmela Vázquez se desplomó sobre la tierra apisonada de su propio infierno, llevándose sus últimos secretos a la tumba.

Las Secuelas del Horror

El descubrimiento de los crímenes de la “Cocinera Caníbal” sacudió los cimientos de Lima. Se identificaron los restos de dieciocho personas, incluida Mercedes Alcántara, cuya madre pudo al fin darle sepultura, aunque la verdad casi le costó la razón.

Pero el verdadero horror no estaba en los muertos, sino en los vivos. La noticia provocó una histeria colectiva. Cientos de clientes habituales, al comprender qué habían estado comiendo, sufrieron crisis nerviosas. Hubo suicidios, internamientos en manicomios y un asco generalizado que impregnó la ciudad. La casona fue clausurada y, años más tarde, demolida, pues nadie soportaba pasar frente a ella sin persignarse.

Alberto Mendoza se convirtió en un periodista célebre, pero pagó un precio muy alto. Las pesadillas lo acosaban cada noche. Escribió un libro, En las entrañas del mal, tratando de exorcizar sus demonios. Investigó el pasado de Carmela y descubrió que, de niña, había sobrevivido al sitio de Ayacucho en 1856, una época de hambruna tal que se rumoreaba que las familias habían recurrido al canibalismo para no morir. Quizás, pensó Alberto, la semilla del monstruo se había plantado entonces, esperando solo la desesperación adecuada para germinar.

Años después, un sacerdote le entregó a Alberto una confesión póstuma de Carmela. En ella, la mujer no pedía perdón. Argumentaba que había tenido una visión de sus ancestros, quienes le enseñaron que comer carne humana no era pecado, sino la ley más antigua de la naturaleza: la supervivencia del más fuerte.

El legado de “El Buen Sabor” perduró de formas extrañas y trágicas. Mateo, el ayudante de cocina, se ahorcó incapaz de vivir con la culpa de haber manipulado esa carne. Y Arturo Málaga, un cliente asiduo, desarrolló tal fobia que solo podía comer si él mismo mataba y preparaba al animal.

Alberto vivió hasta la vejez, pero nunca volvió a disfrutar de una comida. Cada vez que veía un plato de estofado, sentía el olor húmedo de aquel sótano y escuchaba la voz calmada de Carmela Vázquez susurrando sobre la utilidad de la carne. Comprendió entonces que el mal no siempre es un monstruo que ruge en la oscuridad; a veces, es una mujer amable que te sirve un plato caliente con una sonrisa, convencida de que está haciendo el bien. Y ese pensamiento fue el que verdaderamente nunca le permitió volver a dormir en paz.