No, solo eres un conserje que usa a esa niña ciega para dar pena. El hombre alzó

la vista con la voz ronca pero firme mientras terminaba la canción. La

pequeña que tenía al lado se balanceaba suavemente, apretando contra el pecho

una armónica llena de grietas. Nadie en el pasillo sabía que la nana que cantaba

era la misma que una multimillonaria le susurraba años atrás a su hija desaparecida.

y que la niña ciega a la que protegía era precisamente esa niña. Elías Dorado

estaba en el pasillo tenuemente iluminado del palacio lírico con la fregona en la mano. Las huellas húmedas

sobre el mármol reflejaban la débil luz de las lámparas. Su pelo negro brillaba

de sudor. El uniforme de conserje estaba remendado en las rodillas. Tenía 35

años, pero las arrugas del rostro lo hacían parecer mayor, marcadas por años de turnos nocturnos y una vida que no

había sido amable. Aria López, la niña de 7 años sentada en una silla de madera

cercana, tarareaba bajito. Sus manitas recorrían los bordes de aquella vieja

armónica. Sus ojos, nublados e invidentes, miraban al vacío, pero sus

labios dibujaban una leve sonrisa al seguir la melodía. El pasillo estaba vacío, salvo por ellos

dos. Sus voces se mezclaban en una nana callada que parecía un secreto

compartido. Elías llevaba años cantándole así desde

que la sacó de entre los hierros retorcidos de un accidente. No era su hija de sangre, pero la había criado, la

había escondido, la había querido como si lo fuera. El mundo no lo sabía. Para

ellos, él solo era el que limpiaba los suelos. Y aria, una niña ciega, una carga, una

nadie. Aquella noche el aire pesaba como si algo estuviera a punto de romperse.

Elías dejó la fregona contra la pared, se arrodilló junto a Aria y le acomodó

la bufanda gastada al cuello con dedos cuidadosos. Ella ladeó la cabeza hacia

él, su voz pequeña pero clara. “No dejes de cantar, papá”, dijo, apretando más la

armónica. Él abrió la boca para seguir cuando unos pasos resonaron por el

pasillo. Tacones caros, rápidos, impacientes.

Elías se puso en pie, se secó las manos en el uniforme y cuadró los hombros como

quién sabe que viene tormenta. El tarareo de área vaciló. Su cuerpecito se

tensó. El pasillo ya no era suyo. Pertenecía a quienes lo recorrían como

dueños del mundo. Y aquella noche iban a recordarles a Elías y a Aria cuál era su

sitio. O eso creían. Darío Vega apareció pavoneándose, el

traje a medida reluciente bajo las luces, el pelo tan engominado que parecía cortante. Tenía 41 años. era el

director del palacio lírico, de esos que sonríen para las fotos y desprecian cuando nadie mira. El estatus era su

oxígeno y lo respiraba a fondo. Se detuvo en seco, entrecerrando los ojos

al ver a Elías y a Aria. Esto es un centro musical, no una guardería para

conserjes. Soltó con voz que rebotaba en las paredes. Elías no se inmutó, solo lo

miró. La cara serena, las manos quietas. Aria se encogió en la silla, la armónica

pegada al pecho. Una mujer apareció detrás de Darío, una madre con abrigo de

piel, labios rojos y mirada que barría a Elías como si fuera basura.

“La verdad”, dijo con falsa compasión. “Arrastrar a

una niña ciega para fregar suelos no debería estar aquí.” Un grupo de padres se fue juntando junto

a las puertas del auditorio. Voces afiladas, ojos brillantes de juicio. Un

hombre alto de traje a rayas, gestor de fondos que patrocinaba la orquesta juvenil, se apoyó en la pared con media

sonrisa. ¿Qué es esto? Un caso de caridad intentando colarse en el foco.

Dijo lo bastante alto para que Aria oyera. Ella se estremeció. Sus deditos

tropezaron con la armónica. y la dejaron caer con un golpecito seco. Elías se

agachó a recogerla lento mientras las risas crecían. Una mujer con pendientes

de brillantes, crítica musical famosa por sus reseñas venenosas, se sumó con

voz melosa. “Seguro que cree que está criando a la próxima prodigio.” Rió

aguda. “Suerte con eso, si ni siquiera puede ver las partituras.”

Los hombros de Arias se hundieron, la carita pálida. Pero no habló. Elías le

devolvió la armónica y murmuró bajo. Tú sigue, pequeña. Se puso en pie, barrió

al grupo con la mirada. Tranquilo, pero punzante. Solo está cantando. Dijo con

tono llano que cortó las risas como un cuchillo. El silencio cayó. Sus caras se

congelaron descolocados. Otra voz se añadió, la de un profesor de

música con chaqueta de tercio pelo que siempre llevaba una libreta de cuero como prueba de su importancia. “Hay

gente que no sabe cuál es su sitio.” Rió mirando el uniforme remendado de Elías.

“Esto es el palacio lírico, no un albergue.” Las palabras caían como

golpes, cada una más fría. Una joven ayudante de algún patrocinador soltó una

risita detrás de la mano, el bolso de diseño balanceándose. “Se cree que forma parte del programa”,

susurró, pero todos la oyeron. El pasillo se hizo más pequeño, el aire

denso de sus carcajadas y su desprecio. Los dedos de Aria se quedaron quietos

sobre la armónica, los hombros encogidos. Elías se acercó más, rozndole

el brazo firme, protector. Entonces otro padre, con reloj de oro y sonrisa

burlona se inclinó. “¿Y ahora qué? A enseñarle ópera.” Dijo, voz potente. El

grupo estalló en risas más fuertes. “¿Podría entrar en el coro?”, añadió la

del abrigo de piel, ojos brillantes. “Uy, espera, ¿no ve?”

El pasillo retumbó con su diversión, un coro de privilegio que ahogaba el leve tarareo de Aria. La mandíbula de Elías