El Eco de la Selva: La Promesa de un Soldado

I. El Despertar en la Niebla

Eran las dos de la madrugada cuando el grito desgarró el silencio de la noche en Đà Lạt. En una pequeña casa situada al pie de una colina, donde los viejos pinos suelen guardar los secretos del viento, un niño de 14 años se incorporó violentamente en su cama.

—¡Mamá! ¡Creo que acabo de morir!

La voz de An no era la de un niño que acaba de tener una pesadilla común. Estaba ronca, quebrada por un terror antiguo. Sus manos no buscaban consuelo en las sábanas, sino que se aferraban desesperadamente a su propia garganta, como si intentara detener una hemorragia invisible. Su madre, la señora Mai, corrió a la habitación con el corazón en un puño. Lo que encontró la heló hasta la médula: su hijo estaba empapado en un sudor frío, con los ojos desorbitados mirando a una pared blanca, pero viendo un horror que no pertenecía a este tiempo.

No tenía fiebre. No estaba delirando por enfermedad. Cuando An giró la cabeza para mirar a su madre, la inocencia de sus 14 años se había esfumado. En sus ojos habitaba una mirada vieja, cargada de una tristeza insondable y una urgencia de vida o muerte.

—No sé por qué, mamá —susurró, con una calma que contrastaba con su temblor físico—, pero sé que mi nombre no es An. Mi nombre es Bình. Lê Văn Bình. Y me duele… me duele no haber podido volver a casa.

Aquella noche, la niebla de Đà Lạt no solo cubrió la ciudad, sino que pareció abrir una grieta en el tiempo. An comenzó a relatar su muerte con una precisión quirúrgica: el calor sofocante de la selva, el olor a pólvora mezclado con hojas podridas, el peso de las botas llenas de barro y, finalmente, el estruendo, el calor agudo en el cuello y la sangre ahogándole las palabras.

II. Los Mapas de la Memoria

Los días siguientes fueron una lenta tortura para la señora Mai. Intentó convencerse de que era el estrés escolar, la pubertad o demasiadas películas de acción. Pero la realidad tiene una forma cruel de imponerse. El niño alegre que amaba el fútbol desapareció. En su lugar, había un joven taciturno que pasaba las noches encorvado sobre su escritorio.

Una noche, Mai entró sigilosamente en su cuarto. Sobre la mesa no había libros de matemáticas ni cómics. Había hojas de papel llenas de trazos frenéticos: mapas. Eran diagramas militares complejos, con curvas de nivel, rutas de escape y cruces rojas marcando posiciones de emboscada. An, un niño que nunca había salido de la ciudad turística, había dibujado con exactitud escalofriante la topografía de una zona de guerra.

En la esquina de un mapa, un nombre estaba rodeado con tinta roja: Dương Hòa.

—¿Qué es esto, hijo? —preguntó ella, con la voz temblorosa. —Es donde estábamos estacionados —respondió él sin levantar la vista, su dedo trazando una línea imaginaria—. Aquí es el Arroyo de Sangre. Aquí es donde el hermano Tư recibió el disparo. Y aquí… aquí es donde caí yo.

La mención de “El hermano Tư” y el uso de la palabra “nosotros” terminaron de romper la resistencia de Mai. Su hijo estaba siendo el vehículo de una memoria que exigía ser escuchada. No era una posesión demoníaca; era una deuda de gratitud, un asunto pendiente que había sobrevivido a la muerte física. Comprendió que no podía llevarlo a un psicólogo para que “olvidara”. Tenía que ayudarlo a recordar para poder sanar.

III. El Viaje al Pasado

Madre e hijo partieron hacia Hué, dejando atrás el frío reconfortante de las tierras altas. A medida que el tren avanzaba hacia el centro del país, An cambiaba físicamente. Al cruzar el paso de Hải Vân, miraba por la ventana no con asombro turístico, sino con reconocimiento táctico.

—Ahí había un puesto de control —murmuraba, señalando una colina vacía—. El polvo era rojo entonces, no había tantos árboles.

Al llegar a Hué, el calor húmedo y el olor a tierra seca parecieron despertar completamente al soldado dentro del niño. Fueron directamente al Centro de Archivos Históricos. La atmósfera era solemne, con ese olor particular a papel viejo y tiempo detenido.

El archivero, un hombre acostumbrado al dolor de las familias, los miró con escepticismo cuando Mai explicó que buscaban a un soldado basándose en los sueños de su hijo. Pero accedió. Las horas pasaron entre listas interminables mecanografiadas con tinta azul desvaída.

De repente, el dedo de An se detuvo. —Aquí. Soy yo.

Mai se inclinó y leyó la línea que su hijo señalaba. El mundo se detuvo. Nombre: Lê Văn Bình. Rango: Sargento. Unidad: K. Fecha de muerte: Mayo de 1968. Lugar: Zona de Guerra Dương Hòa. Notas: Restos no recuperados.

Todo coincidía. El nombre, la fecha, el lugar. Y esas tres palabras finales: “Restos no recuperados”. Esa era la clave. El alma de Bình no vagaba solo por la muerte traumática, sino porque su cuerpo seguía perdido en la selva, sin nombre, sin tumba, sin paz.

—Vamos a buscarte, hijo —dijo Mai, llorando, aceptando finalmente la doble identidad que habitaba en su niño—. Vamos a llevarte a casa.

IV. La Selva de los Espectros

Al día siguiente, alquilaron un coche. El conductor, el señor Hùng, un local de piel curtida, les advirtió sobre Dương Hòa: “Es selva sagrada, agua venenosa. Aún hay minas”. Pero nada podía detener a An.

A medida que el asfalto daba paso al barro y la vegetación se cerraba sobre el camino como una boca verde, An cerró los ojos. Ya no necesitaba ver; sentía el magnetismo de la tierra. Su cuerpo reaccionaba como una brújula rota que de repente encuentra el norte.

—¡Pare! —gritó de golpe, haciendo que el señor Hùng frenara en seco.

Estaban en medio de la nada, frente a un cruce de caminos marcado solo por un viejo árbol de ceiba (Gạo), retorcido y desnudo.

—Es aquí —dijo An, bajando del coche. Su postura había cambiado; caminaba agazapado, alerta, con la tensión de quien espera una emboscada. —Cuidado, mamá. Señor Hùng, sigan mis pasos. No se desvíen.

Se adentraron en la espesura. El aire era pesado, cargado de insectos y humedad. An los guio a través de la maleza, sorteando agujeros invisibles y raíces traicioneras, murmurando sobre cocinas de campaña y hamacas que ya no existían.

Después de una hora de caminata, llegaron a una ladera cerca de un arroyo seco. An se detuvo. Su rostro palideció y sus manos volvieron a su garganta, recreando el dolor de la metralla.

—Fue aquí —dijo con voz estrangulada—. La artillería cayó. No pude correr.

Se dejó caer de rodillas en el barro. Mai quiso abrazarlo, pero él la apartó suavemente. No miraba el suelo donde supuestamente había muerto. Se arrastró hacia un arbusto de mirto silvestre, a unos metros de distancia, cerca de una roca grande.

Y entonces, el niño rompió a llorar. Pero no era el llanto de An. Era el llanto de un hombre adulto, cargado de una culpa de medio siglo.

—¡Hermano Tư! ¡Lo siento! —gritó, golpeando la tierra—. ¡Lo siento tanto! Estaba herido, no pude arrastrarte. Tuve que dejarte aquí. Nadie sabía que estabas aquí. ¡Perdóname!

La revelación golpeó a Mai como un rayo. Bình no había vuelto solo para encontrar sus propios huesos. Había vuelto porque, en sus últimos instantes de vida, su mayor dolor no fue su propia muerte, sino haber dejado atrás a su camarada, el hermano Tư, oculto y solo en aquel rincón olvidado del mundo. La “deuda de gratitud” no era con los vivos, era con el compañero caído.

El conductor, el señor Hùng, conmovido y pálido, sacó su machete y comenzó a cavar donde An señalaba, bajo el arbusto de mirto. El sonido del metal contra la tierra resonaba en el silencio de la selva.

Clanc.

Un sonido metálico seco. Hùng apartó la tierra con las manos. Allí, semienterrada y oxidada, apareció una cantimplora militar abollada. Y junto a ella, los restos inconfundibles de un cinturón y huesos que la tierra había abrazado durante cincuenta años.

—Dios mío… —susurró Hùng—. Realmente hay alguien aquí.

V. El Final de la Guardia

An dejó de llorar. Se quedó sentado, mirando los restos con una expresión de infinita ternura y alivio. —Me ha escuchado, mamá —dijo suavemente—. El hermano Tư ya no está solo.

Lo que siguió fue una mezcla de burocracia y ritual. Contactaron a las autoridades locales y al equipo de búsqueda de mártires. Excavaron la zona con cuidado. No solo encontraron los restos del soldado Tư bajo el arbusto, sino que, a pocos metros, donde An había caído de rodillas al principio, hallaron otros fragmentos óseos y una pluma estilográfica grabada. Eran los restos de Bình.

Habían estado juntos todo este tiempo, separados por unos metros y por el silencio de la muerte, hasta que la memoria se abrió paso a través de un niño para reunirlos.

Se organizó una ceremonia solemne. El humo del incienso se elevó en espirales hacia el cielo azul de Dương Hòa, llevándose consigo el peso de los años. Cuando colocaron los restos en pequeños ataúdes cubiertos con la bandera nacional, An se acercó. Puso su mano sobre la caja que llevaba el nombre de Tư y luego sobre la de Bình.

En ese momento, una brisa fresca sopló a través del valle, agitando las hojas de los árboles. La tensión en los hombros de An se disolvió. Sus ojos, que durante semanas habían tenido la profundidad de un anciano, parpadearon y recuperaron el brillo claro de la adolescencia. Miró a su madre, confundido y agotado, como quien despierta de un sueño muy largo y profundo.

—Mamá… tengo hambre —dijo, con su voz normal de niño de 14 años.

Mai abrazó a su hijo, llorando de gratitud. El soldado Lê Văn Bình había cumplido su misión. Había rescatado a su camarada y, al hacerlo, se había liberado a sí mismo.

Regresaron a Đà Lạt, pero la vida nunca volvió a ser exactamente la misma. An volvió a jugar al fútbol y a reír, pero a veces, en las mañanas brumosas de invierno, se quedaba mirando los pinos con un respeto silencioso. Sabía, con una certeza que nadie más tenía, que la muerte no es el final, y que el amor y la lealtad son fuerzas tan poderosas que pueden desafiar al tiempo para cumplir una promesa.

La deuda estaba saldada. Los soldados habían vuelto a casa.


[Fin]