—¿Te atreves a mirarme a los ojos, esclava?

La voz del Barón Cassian cortó el aire como una cuchilla. Calinda no apartó la mirada.

—Quizás sea usted quien no soporta ser visto, señor.

El verano de 1823 pesaba sobre la hacienda colonial del Vale do Paraíba como un manto de plomo. El calor subía de la tierra roja en ondas trémulas, distorsionando el horizonte, donde la densa selva se tragaba cualquier esperanza de libertad. La propiedad del Barón Cassian de Verven se extendía por leguas de caña de azúcar y café, un imperio erigido sobre el sudor y la sangre de hombres y mujeres que jamás conocerían el suave peso de la elección.

En la Casa Grande, de paredes encaladas y ventanas altas protegidas por celosías de madera oscura, el lujo europeo convivía con la brutalidad tropical. Lámparas de cristal importadas de Venecia colgaban de los techos, mientras que en la parte trasera, los barracones (senzalas) exhalaban el olor agrio del sufrimiento.

Kalinda Aoré tenía 22 años y llevaba en el cuerpo las marcas de una vida que nunca le perteneció. Su piel oscura brillaba bajo el sol implacable como ébano pulido. Pero eran sus ojos los que perturbaban a los señores: ojos demasiado profundos que parecían ver más allá de las máscaras de cortesía. En el hombro izquierdo, una cicatriz en forma de media luna atestiguaba un castigo antiguo, una advertencia de que el orgullo era un lujo prohibido.

Aun así, Calinda no bajaba la cabeza. No cuando el barón la miraba con ese brillo peligroso en los ojos, como quien evalúa una posesión que puede romper solo por el placer de oír el sonido del destrozo.

La noche anterior, la Casa Grande había recibido invitados ilustres. Hombres de título y fortuna se reunieron en el salón principal, bebiendo vino de Oporto y coñac francés. Entre ellos, el nombre del Duque Leandro Duval de Montclla resonaba con reverencia y temor. Leandro tenía 31 años, un rostro esculpido por la disciplina y la frialdad, y ojos grises como el acero. Entrenado en las mejores academias europeas, había aprendido que los sentimientos eran debilidades y el amor, una invención de los tontos. Para Leandro, la vida era una sucesión de apuestas, y él jamás perdía.

Fue el Barón Cassian, con su risa estruendosa y el rostro enrojecido por el alcohol, quien lanzó el desafío.

—Dicen que Vuestra Excelencia puede conquistar a cualquier mujer, Duque. ¿Pero qué pasa si la criatura ni siquiera es considerada mujer a los ojos de la sociedad?

Cassian señaló con su copa hacia la puerta, donde Calinda acababa de entrar a recoger las bandejas.

—Aquella de allí. La esclava insolente. Apuesto 100 libras de oro a que Vuestra Excelencia no consigue arrancarle un beso sin que ella lo rechace.

El silencio cayó sobre el salón. Leandro observó a Calinda. Ella no desvió la mirada. Había algo en ella que lo intrigó: su negativa a doblegarse.

—Doscientas libras —dijo Leandro, su voz calmada y letal—, y considero la apuesta aceptada.

Calinda salió del salón sin demostrar que había oído nada. Pero lo había oído todo.

A la mañana siguiente, Calinda fue al pozo antes del amanecer. Estaba arrodillada sobre la piedra de lavar cuando oyó los pasos. No necesitó levantar los ojos para saber quién era. Los pasos de un noble tenían un ritmo diferente, confiado.

Leandro se detuvo a pocos metros, observándola. Él había despertado recordando la estúpida apuesta, pero ahora sentía curiosidad por la mujer que se negaba a bajar la mirada.

Calinda finalmente levantó el rostro. —¿El señor está perdido? —preguntó ella, su voz tranquila pero con un filo de ironía. —No. Vine aquí intencionalmente. —Entonces, vino al lugar equivocado. —Calinda volvió a frotar la ropa.

Él se acercó más, hasta que su sombra la cubrió. —Dicen que eres insolente. —Dicen muchas cosas.

Leandro se arrodilló a su lado, un gesto tan inesperado que Calinda finalmente dejó de trabajar y lo encaró. Los ojos grises de él encontraron los de ella.

—¿Por qué no bajas la cabeza? —preguntó él, genuinamente curioso. Calinda sostuvo su mirada: —Porque si la bajo, nunca más conseguiré levantarla.

Las palabras lo golpearon como un puñetazo silencioso. Antes de que la razón lo impidiera, se inclinó y la besó. El contacto fue breve, pero devastador. El recuerdo de la apuesta, del dinero, todo se borró.

Calinda lo empujó con fuerza, sus ojos brillando de rabia y algo más. ¿Miedo, quizás? —¡Cómo se atreve!

Leandro retrocedió, aturdido. Por primera vez en su vida, el Duque Leandro Duval de Montclla no sabía qué decir. Calinda se levantó y caminó de regreso a la Casa Grande, temblando. Leandro permaneció arrodillado junto al pozo. Había ido a ganar una apuesta, pero ahora, por primera vez, sentía miedo de lo que acababa de sentir.

Esa noche, cuando regresó al salón, el Barón Cassian lo recibió con una sonrisa maliciosa. —¿Y bien, Duque? ¿Consiguió su beso? Leandro levantó su copa, el rostro impasible. —Lo conseguí. Los hombres rieron y aplaudieron mientras el oro cambiaba de manos. Pero Leandro no podía apartar los ojos de la puerta por donde Calinda pasaba.

Los días siguientes fueron marcados por un silencio tenso. Leandro intentó retomar su rutina, pero algo se había roto en su armadura de indiferencia. Se encontraba buscándola con la mirada. Calinda, por su parte, había levantado muros aún más altos. Evitaba sus caminos. Pero por la noche, en el duro suelo del barracón, el recuerdo de ese beso la atormentaba. No era el beso en sí; era la aterradora sensación de que algo verdadero había sucedido.

Una noche, Leandro no pudo dormir. La luna llena iluminaba los jardines. Salió a caminar y la vio. Calinda estaba sentada junto al lago artificial, canturreando una melodía triste y ancestral. La luz de la luna hacía que su piel brillara.

Sus pies lo traicionaron, llevándolo hacia ella.

—El señor no debería estar aquí —dijo ella, sin volverse. —Lo sé. Pero parece que últimamente hago muchas cosas que no debería. —¿Qué quiere de mí? Leandro tardó en responder. —No lo sé —admitió—. Vine aquí por una apuesta tonta, pero ahora no sé lo que estoy haciendo. —Entonces, deténgase. —Calinda se levantó para irse. —¡Espera! —La voz de él tenía una urgencia que la detuvo—. Esa música, ¿qué significa? Calinda dudó. —Es una canción sobre libertad —dijo finalmente—. Sobre un pájaro que eligió morir volando en vez de vivir en una jaula. —¿Tú desearías eso? Los ojos de Calinda brillaron con una intensidad feroz. —Cada día, señor. Cada día me pregunto si tendré el coraje suficiente para elegir. El horror y la admiración chocaron dentro de Leandro. —Si yo pudiera… —No puede —lo interrumpió ella con una risa amarga—. Usted es un duque. Yo soy una esclava. Eso no cambia. Mañana saldrá el sol y yo seguiré siendo propiedad del Barón Cassian. —¿Y si yo no quisiera irme? —Entonces, es más tonto de lo que pensé. Comenzó a alejarse, pero esta vez Leandro la sujetó suavemente del brazo. El toque fue eléctrico. —Por favor —susurró él. Calinda cedió solo por un instante. —Un momento —convino ella. Se quedaron allí, lado a lado, sin hablar, dos mundos imposibles compartiendo un silencio bajo la luna.

Pero no vieron la figura que observaba desde la ventana de la Casa Grande: los ojos estrechos y calculadores del Barón Cassian.

Al día siguiente, Calinda fue llamada al despacho del Barón. Allí estaba él y un hombre que ella nunca había visto, el Señor Tobias Cran, un comerciante de esclavos.

—El Señor Cran compra esclavas bonitas para servicios especiales en su casa del puerto —dijo el Barón, sonriendo cruelmente—. Claro, yo no vendería a una de mis mejores esclavas… pero últimamente, Calinda, has andado muy desobediente. Casi como si hubieras olvidado tu lugar.

En ese momento, Calinda comprendió. El Barón lo sabía, y ese conocimiento se convertiría en su sentencia.

Leandro notó el cambio de inmediato. Calinda se movía como un fantasma pálido y tenso. Esa noche, en la cena, el Barón anunció la “transacción lucrativa” con el Señor Cran, vendiendo a una de sus esclavas al litoral. Los ojos de Leandro encontraron los de Calinda, y vio en ellos la resignación de un condenado a muerte.

Esa noche, Leandro rompió todas las reglas. Fue al barracón. La encontró en un rincón, llorando. —¡Váyase! —dijo ella con voz ronca—. ¡Ya ha causado suficiente daño! —No sabía que él haría esto. —¡Claro que no lo imaginó! —la amargura en la voz de Calinda era cortante—. Para hombres como usted todo es un juego, una apuesta. Pero para gente como yo, cada elección de ustedes puede significar la vida o la muerte. La vergüenza quemó a Leandro. —Perdóname. —No voy a dejar que te venda —juró él, agarrando sus manos—. No lo permitiré. —¿Y cómo piensa impedirlo? ¿Comprará mi libertad? ¿Desafiará al Barón, a toda la sociedad que construyó mis cadenas? —Si es preciso, sí. —Si intenta ayudarme —dijo ella, retirando sus manos—, destruirá su reputación. Y al final, no conseguirá salvarme. Hombres poderosos como el Barón siempre ganan. —Quizás —dijo Leandro—. Pero por primera vez en mi vida, he encontrado algo que vale más que mi reputación.

Pronto, los rumores comenzaron a extenderse por la alta sociedad. La Condesa Amélia de Boumon, con su lengua afilada, insinuó el “interés particular” del Duque, un escándalo monumental si se probaba.

Esa misma noche, el Barón Cassian convocó una reunión en su despacho. Estaban Leandro, Tobias Cran y otros dos terratenientes influyentes. Con una sonrisa venenosa, Cassian depositó sobre la mesa un pequeño objeto que hizo que el corazón de Leandro se detuviera: un pañuelo bordado con sus iniciales, manchado de tierra.

—Lo encontraron en el barracón, Duque. Curiosa localización para una pertenencia de Vuestra Excelencia. —Debió caerse de mi bolsillo durante una inspección —mintió Leandro fríamente. —¿Una inspección? —saboreó Cassian las palabras—. Que curiosamente ocurrió en mitad de la noche.

El chantaje era claro. —Usted se involucró de forma impropia con mi esclava. Esto no solo mancha su reputación, sino que deprecia el valor de ella. —¿Qué es lo que quiere, Cassian? —preguntó Leandro, la mandíbula tensa. —Quiero que use su influencia en la corte para garantizar que ciertas tierras en disputa me sean concedidas. —Eso sería traición a mis aliados. —Es eso, o transformo este pequeño escándalo en conocimiento público. Y en cuanto a la esclava… será vendida al Señor Cran mañana al amanecer. La furia explotó en Leandro. —Si le pones un dedo encima… —Es tarde para amenazas. Los papeles ya están firmados. Ella parte al amanecer, a menos que acepte mis términos. Tiene hasta el amanecer, Duque. Su honor o la vida de ella. No puede tener ambos.

Leandro salió del despacho. Había pasado toda su vida creyendo en códigos de honor. Ahora, todo eso se revelaba vacío ante una verdad devastadora: amaba a Calinda.

Cuando llegó a su cuarto, encontró una carta deslizada bajo la puerta. La caligrafía era vacilante. “No sacrifique quién es usted por mí. Algunos de nosotros nacimos para ser libres solo en la muerte. Ya he hecho las paces con mi destino. Por favor, haga las paces con el suyo. K.”

Leandro apretó la carta contra su pecho. Afuera, las primeras luces de la madrugada comenzaban a clarear el horizonte. El amanecer estaba llegando.

El amanecer llegó envuelto en niebla. Leandro no había dormido. Pasó la noche leyendo la carta de Calinda y redactando febrilmente otro documento. Comprendió una verdad fundamental: el honor, sin la valentía para defender lo que es correcto, no era más que cobardía disfrazada.

Se vistió con sus mejores ropas, guardando un sobre en el bolsillo interior de su chaqueta.

Cuando bajó, el Barón Cassian ya lo esperaba en el vestíbulo principal, junto a Tobias Cran y dos capataces que sujetaban a Calinda por los brazos. Estaba pálida y encadenada.

—Puntual como siempre, Duque —sonrió el Barón—. Presumo que ha tomado la decisión correcta. Leandro bajó los últimos escalones lentamente. —Tomé una decisión, sí. Pero no la que usted esperaba. Cassian frunció el ceño. —Durante la noche —dijo Leandro, sacando el sobre—, redacté una carta detallada al Emperador. En ella relato no solo este incidente, sino todas las irregularidades que he observado en sus operaciones, Barón: el contrabando de esclavos, los impuestos no declarados, las tierras adquiridas con documentos falsificados. Tengo evidencias de todo. El rostro del Barón se puso rojo. —¡No se atrevería! ¡Eso lo destruiría a usted también! —Quizás —Leandro se encogió de hombros—. Pero descubrí que hay cosas más importantes que la reputación. Tobias Cran dio un paso adelante, la mano en su pistola. —Esa carta… —Ya fue despachada —mintió Leandro fríamente—. Un mensajero partió hace horas. Incluso si me matan ahora, llegará al Emperador en tres días. La única copia está aquí. —Agitó el sobre—. Y solo será destruida bajo una condición. —¿Cuál? —la voz del Barón era un gruñido. —Calinda será liberada. Ahora. Inmediatamente. Firmará sus papeles de manumisión. Recibirá documentación adecuada y un pasaje seguro a donde desee ir. Y usted nunca más se acercará a ella.

El silencio que siguió fue espeso y mortal. El rostro del Barón Cassian pasó del rojo al púrpura. —¡Está mintiendo! —gritó—. ¡Sujétenlo! Los capataces dudaron, mirando al Duque. —Mátenme —dijo Leandro, su voz tranquila—, y la carta llegará. No me maten, y la carta llegará… a menos que la liberen. Su imperio entero por una esclava. ¿Vale la pena el riesgo, Barón?

Tobias Cran, un hombre de negocios ante todo, dio un paso atrás, soltando su pistola. —Esto no me gusta, Barón. Mis negocios son limpios. No quiero involucrarme con traidores al Emperador. Cran vio que la marea había cambiado y que el Duque, vivo o muerto, había ganado.

Cassian, viendo que su socio y sus hombres retrocedían, supo que estaba atrapado. Su imperio, construido sobre mentiras, era frágil. Miró a Leandro con un odio puro. —¡Traigan los papeles! —rugió.

Un escriba tembloroso trajo los documentos de manumisión. El Barón los firmó con furia, la pluma casi rasgando el pergamino. Leandro observó, impasible, mientras los capataces, ahora nerviosos, quitaban las cadenas de Calinda.

Ella se mantuvo erguida, sin lágrimas, sus ojos fijos no en Leandro, sino en el papel que significaba su vida.

Leandro tomó el documento de manumisión y se lo entregó a Calinda. Luego, se volvió hacia Cassian y le entregó el sobre que contenía la copia de la carta (y sus detalladas notas sobre los crímenes del Barón, que eran muy reales). —Ha sido un placer hacer negocios con usted, Barón.

Leandro y Calinda salieron de la Casa Grande. El sol de la mañana bañaba el valle, y por primera vez, el aire parecía respirable.

No se fueron juntos a Europa. El mundo de Leandro no era el de ella, y la libertad que ella ansiaba no era la de ser la esposa de un duque. Pero él cumplió su palabra final. Usó su influencia no para la corte, sino para asegurar el paso seguro de ella al puerto de Río de Janeiro.

Un mes después, un barco zarpó hacia un territorio libre en el norte. Mientras la nave se alejaba del muelle, Calinda Aoré estaba en la cubierta. Miró hacia el horizonte, no como una esclava que huía, ni como el interés amoroso de un duque, sino simplemente como una mujer libre.

Leandro la observó desde el muelle hasta que el barco no fue más que un punto en el océano. Había perdido su apuesta original con la sociedad, había manchado su reputación entre los nobles y se había ganado un enemigo poderoso en Cassian. Pero por primera vez en su vida, el Duque Leandro Duval de Montclla sentía que realmente había ganado.