A la sombra imponente del volcán La Malinche, en el estado de Puebla, México, el secreto de una familia sacudió los cimientos de la ley y la moral, impactando incluso a los investigadores más experimentados, acostumbrados a la brutalidad de la vida rural. En 1918, el comandante Ricardo Arévalo descubrió una verdad horrible oculta por más de una década en la remota sierra poblana, en un paraje conocido simplemente como El Rincón del Coyote. Allí, en una cabaña aislada, Doña Soledad Beltrán, una matriarca viuda de fanatismo religioso férreo, había regido a sus hijos, Félix, Santos y Pascual, bajo una ley de aislamiento y pecado.

Ella les había convencido de que su linaje había sido elegido divinamente, un antiguo clan de pureza que debía mantenerse inmaculado de la sangre extraña. Para preservar esta supuesta santidad, Doña Soledad había ordenado a sus hijos que se casaran con ella. La verdad de esta unión antinatural salió a la luz de la forma más espantosa. Durante el allanamiento de la propiedad, los agentes de la ley encontraron los restos esqueléticos de varios recién nacidos, fruto de estas uniones incestuosas, sepultados clandestinamente bajo el horno de adobe que servía para cocer el pan de la familia.

El telón de este drama macabro se alzó mucho antes, en el otoño de 1904. La sierra de Puebla era un lugar donde las montañas se alzaban como guardianes silenciosos, donde los yacimientos de obsidiana y basalto corrían profundamente bajo las crestas, y donde existían pequeñas comunidades separadas por kilómetros de naturaleza implacable. El volcán La Malinche había modelado el paisaje durante milenios, creando un terreno tan accidentado que un hombre podía perderse y nunca ser hallado. Era una región de campesinos y mineros donde la vida era dura y el camino más cercano a la capital del estado requería un viaje de un día entero a caballo. En las vastas zonas entre los asentamientos, la ley a menudo era la que un hombre podía imponer con su propia fuerza, o en este caso, con la fe ciega. Fue en uno de estos parajes aislados, El Rincón del Coyote, donde la familia Beltrán había forjado su existencia lejos de las miradas, críticas o consuelos de sus vecinos.

La familia Beltrán había sido una vez respetada en su comunidad, conocida por ser gente de campo muy trabajadora. Pero todo cambió en 1884, cuando Don Ricardo Beltrán, el patriarca, murió en un accidente en la mina de Tesontle. El accidente dejó a su viuda, Doña Soledad, con tres hijos pequeños a su cargo, enfrentando una repentina y aterradora soledad en un entorno que no perdonaba la debilidad.

Durante un tiempo, la gente la vio en el pueblo; una mujer severa con un rebozo oscuro que mantenía a sus hijos cerca y apenas hablaba. Luego, poco a poco, la familia comenzó a retirarse. Los niños, Félix, Santos y Pascual, dejaron de asistir a la escuela rural. Doña Soledad dejó de ir al mercado. Los leñadores que se aventuraban demasiado cerca de la propiedad familiar informaron haber sido recibidos por los hijos, ahora hombres veinteañeros, quienes les advertían en voz baja y firme que se marcharan. La familia Beltrán no quería tener nada que ver con el mundo exterior, y el mundo exterior, acostumbrado a respetar la privacidad, los complació, atribuyendo el aislamiento a la pena o a una excentricidad inofensiva.

El primer hombre cuya desaparición se relacionaría más tarde con El Rincón del Coyote ocurrió a finales del verano de 1904. Un ingeniero geólogo, llamado Ernesto Durán, contratado por una compañía minera para mapear posibles vetas, desapareció sin dejar rastro. Durán era un hombre metódico de la Ciudad de México que enviaba cartas semanales a su prometida. Cuando las cartas cesaron y Durán no regresó a su pensión en Tlaxcala, su empleador hizo averiguaciones. El posadero informó que Durán había mencionado dirigirse a las zonas altas, hacia las crestas donde vivía poca gente. Se organizó una búsqueda rápida, pero la sierra era inmensa. La suposición general fue que había sufrido algún infortunio en las montañas. En estas sierras, los hombres desaparecían. Era, tristemente, un hecho de la vida.

Cuatro años después, en la primavera de 1908, otro hombre se esfumó. El Padre Julián Montes, un clérigo itinerante, recorría las comunidades aisladas, llevando la fe a familias que vivían lejos de cualquier iglesia establecida. Lo habían visto subir por el sendero de la cresta un domingo con su Biblia bajo el brazo, diciendo a un campesino que visitaría a las familias de las partes altas. Nunca regresó al valle. Su desaparición preocupó más que la de Durán, pues el Padre Julián era un hombre de Dios y muy querido. Los grupos de búsqueda organizados por la iglesia no encontraron nada, salvo el camino y el vasto silencio de la sierra.

Para 1914, cinco hombres habían desaparecido a lo largo de ese mismo tramo del camino, cada uno sin dejar rastro y cada uno atribuido a los peligros de la naturaleza. Y, sin embargo, en una pequeña oficina de la capital del estado, el comandante Ricardo Arévalo se sentaba en su escritorio estudiando el patrón que solo él parecía dispuesto a ver.

El comandante Ricardo Arévalo tenía sesenta años en 1914. Un hombre condecorado, con décadas de servicio, que entendía los códigos no escritos de la vida rural. Sabía que la gente de la sierra resolvía sus propios conflictos, confiaba más en sus vecinos que en cualquier autoridad y que hacer demasiadas preguntas era considerado de mala educación e incluso peligroso. Pero también sabía que la desaparición de cinco hombres en el mismo tramo de camino a lo largo de una década no era una coincidencia, sino un síntoma de algo profundamente incorrecto.

Arévalo comenzó su investigación de la única manera posible: hablando con la gente. Cabalgó hasta las granjas dispersas y habló con familias que habían vivido en la zona por generaciones. Lo que encontró fue un muro de silencio, roto solo por vagas advertencias que se susurraban al oído. “La familia Beltrán era extraña,” le dijeron. Se mantenían apartados. Los hijos eran hombres fieros que veían mal a los extraños. “La vieja Soledad es peculiar,” comentó una anciana. “Siempre citando pasajes de la Biblia de maneras que no suenan del todo correctas.”

En el otoño de 1914, Arévalo viajó personalmente a la propiedad de los Beltrán. La casa estaba al final de un sendero angosto que serpenteaba a través del bosque, una cabaña de adobe y madera, funcional pero sombría. Mientras se acercaba a caballo, tres hombres salieron de la cabaña, parados hombro con hombro en la puerta. Eran hombres grandes, de espaldas anchas, con una mirada intensa y desconfiada, como si hubieran esperado su llegada. Detrás de ellos, apenas visible en la penumbra de la cabaña, estaba una mujer vestida de oscuro.

Arévalo se identificó e insistió en que investigaba las desapariciones. Los hijos no dijeron nada. Fue Doña Soledad Beltrán quien dio un paso al frente. Habló con voz calmada y mesurada, casi monótona, diciéndole que no habían visto a ningún extraño, que no querían problemas y que él no era bienvenido en su tierra. Cuando Arévalo presionó, los tres hijos se acercaron, una muralla silenciosa de músculos y amenaza. Ella repitió su negativa con una leve sonrisa que nunca llegó a sus ojos. “La ley pide una orden judicial, comandante, y sin pruebas de un delito, usted no tiene razón para obtenerla.” Ella tenía razón. Arévalo abandonó la cresta ese día con una convicción cada vez más profunda de que el mal residía en ese claro, pero la convicción no era evidencia. La investigación se estancó, convirtiéndose en uno de los muchos casos sin resolver que atormentaron al anciano comandante.

Todo cambió en la primavera de 1918. En abril, un vendedor ambulante llamado Edgardo Cruz salió de Puebla con una carreta llena de mercancía. Cruz era conocido por su sombrero de fieltro marrón, un regalo de su esposa, y por su actitud amistosa. Mantenía registros meticulosos y escribía a su esposa cada pocos días. Cuando pasaron dos semanas sin noticias, su empleador contactó a las autoridades. Arévalo recibió el informe con una sensación familiar de pavor. Cruz había sido visto por última vez en una tienda cerca de la base de la cresta, diciendo que visitaría a algunas familias en las tierras altas, poniéndolo en el mismo camino donde otros cinco hombres habían desaparecido.

Esta vez la presión fue intensa. El comandante organizó grupos de búsqueda, pero las lluvias habían borrado cualquier rastro. La investigación parecía destinada a cerrarse hasta que un joven cartero llamado Tomás Vega se presentó en la oficina del comandante Arévalo a principios de junio. Vega, nervioso, explicó que su ruta lo llevaba a pasar por la propiedad de los Beltrán una vez a la semana. La semana anterior, encontró a uno de los hijos, Pascual Beltrán, reparando una cerca del camino. El hombre llevaba un sombrero de fieltro marrón. Vega estaba casi seguro de que era el mismo sombrero distintivo que había visto usar al vendedor Edgardo Cruz dos meses antes.

Arévalo le mostró una fotografía de Cruz. Vega se mantuvo firme. El sombrero era inusual, con un ala particularmente curvada y una banda de cinta oscura. El sombrero que había visto en Pascual Beltrán coincidía con el de la fotografía. Por primera vez, el comandante Ricardo Arévalo tenía una prueba concreta. No es mucho, pensó, pero es suficiente.

En la mañana del 15 de junio de 1918, el comandante Ricardo Arévalo y cinco agentes armados cabalgaron hasta la casa de los Beltrán. Encontraron a los tres hermanos ya afuera, parados en formación defensiva. Arévalo anunció que tenía órdenes de buscar la propiedad en relación con la desaparición de Edgardo Cruz. La puerta de la cabaña se abrió y Doña Soledad Beltrán salió a la luz de la mañana. Tenía cincuenta y ocho años. Habló en voz baja con sus hijos y, después de un largo momento de tensión, ellos se hicieron a un lado.

El primer descubrimiento llegó a los veinte minutos. Un agente notó un área detrás del horno de adobe donde la tierra parecía haber sido removida recientemente. Arévalo ordenó cavar. En una hora desenterraron el cuerpo de un hombre enterrado a menos de un metro de profundidad. El cadáver, muy descompuesto, aún llevaba los restos de un traje. En el bolsillo, encontraron una tarjeta de presentación: Edgardo Cruz, vendedor. El sombrero de fieltro marrón fue encontrado enterrado junto a él.

Dentro de la cabaña, la búsqueda reveló un cofre de madera escondido debajo de una tabla suelta del suelo. Contenía un reloj de bolsillo de plata grabado con las iniciales de Ernesto Durán, el geólogo, y cuatro carteras diferentes, una de las cuales contenía documentos de identificación a nombre del Padre Julián Montes. Pero la evidencia más condenatoria fue descubierta cuando un agente, al registrar el horno de adobe, notó que varias de las tablas del piso sonaban huecas al pisarlas. Cuando levantaron las tablas, se encontraron mirando un espacio poco profundo. Allí, envueltos en tela podrida, estaban los restos esqueléticos de dos recién nacidos.

El Comandante Arévalo salió del horno y caminó lentamente hacia donde Doña Soledad estaba sentada. Le contó lo que habían encontrado y le pidió una explicación. Ella lo miró con ojos que no contenían remordimiento ni miedo, solo una extraña y desquiciada serenidad. Dijo que esos niños eran bendecidos, que eran las almas más puras jamás nacidas en la tierra.

En los días posteriores a su arresto en El Rincón del Coyote, Doña Soledad Beltrán se sentó en una celda de la cárcel de Puebla. Lejos de mostrarse arrepentida o temerosa, se dirigió al Comandante Arévalo no como una acusada, sino como una profetisa, explicando una verdad divina que solo ella comprendía. Soledad le confesó que tras la muerte de su esposo, Don Ricardo, tuvo una visión mientras leía el Génesis. Esta revelación le aseguraba que las prohibiciones contra el incesto en el Antiguo Testamento habían sido tergiversadas; ella creía que su familia poseía un linaje sagrado que debía ser preservado de la mancha de la sangre de extraños. Por lo tanto, era su deber como matriarca asegurar esta preservación, convenciendo a sus hijos, Félix, Santos y Pascual, de que debían casarse con su propia madre. Ellos, aislados y dependientes de ella desde la infancia, habían obedecido sin cuestionar, creyendo en la autoridad divina que su madre representaba.

Los viajeros desaparecidos, explicó con una calma inquietante, habían sido sacrificios necesarios. Cada hombre que se había acercado a su propiedad o había mostrado curiosidad representaba una amenaza a su propósito sagrado. Los asesinatos, en su retorcida mente, no fueron actos de maldad, sino actos de protección sancionados por una ley superior. Detalló cómo sus hijos atraían a los hombres con ofertas de refugio o trabajo y cómo se deshacían de los cuerpos en la inmensidad de la sierra para evitar que se relacionaran con la propiedad.

En cuanto a los bebés encontrados bajo el horno de adobe, habló con una reverencia que heló la sangre de Arévalo. Estos niños, nacidos de las uniones incestuosas, eran las creaciones más santas, los “frutos puros”, pero sus frágiles cuerpos no habían sobrevivido. Los había sepultado con rezos, creyendo que sus almas ascendían directamente al cielo como las ofrendas más puras y necesarias.

El juicio comenzó en agosto de 1918 y se convirtió en una sensación nacional, atrayendo a periodistas de la Ciudad de México y Veracruz. El Palacio de Justicia se llenaba a diario con espectadores ansiosos por ver a la mujer que había perpetrado y orquestado actos tan impensables. Félix y Santos Beltrán permanecieron en un silencio sombrío durante todo el proceso. Su devoción a su madre se mantuvo inquebrantable; se negaron a testificar y no mostraron emoción alguna, actuando como si el juicio fuera una molestia mundana que interrumpía su servicio divino. Pascual, el menor, enfermó gravemente de tuberculosis poco después de su arresto. Murió en su celda antes de que el juicio concluyera, manteniendo hasta su último aliento la inocencia de su madre.

La evidencia física era contundente. El cuerpo de Edgardo Cruz con el cráneo fracturado, los efectos personales de al menos cuatro víctimas más y el testimonio de los médicos forenses sobre los restos de los bebés, que confirmaron que habían nacido vivos antes de morir a los pocos días, probablemente por abandono o asfixia. Sin embargo, la prueba más poderosa provino de la propia Doña Soledad, cuya confesión fue leída íntegra ante un tribunal enmudecido. Sus palabras revelaron una mente completamente retorcida por el aislamiento y el engaño, que había logrado doblegar la voluntad de sus tres hijos a través de la fe pervertida.

El jurado deliberó menos de tres horas. Félix y Santos Beltrán fueron declarados culpables de múltiples cargos de asesinato y sentenciados a morir en la horca. Doña Soledad Beltrán fue declarada culpable de todos los cargos, pero el juez, tras escuchar el testimonio de los médicos, la declaró legalmente criminalmente insana. Fue sentenciada a internamiento de por vida en el hospital psiquiátrico de la ciudad de Puebla. Ella no reaccionó al veredicto, sosteniendo que la historia y su linaje la reivindicarían.

Félix y Santos fueron ejecutados a finales de 1918, muriendo en un silencio obstinado, definidos hasta el final por su ciega obediencia a la matriarca. Soledad vivió ocho años más en el hospital, pasando sus días leyendo y citando las escrituras y rechazando visitas. Murió mientras dormía en 1926, sin haber mostrado nunca arrepentimiento por sus actos.

La cabaña de los Beltrán se convirtió en un lugar maldito, evitado por los pobladores de la sierra. Años después, desconocidos le prendieron fuego, quemándola hasta los cimientos, en un intento de borrar la mancha de su existencia. El caso provocó un cambio significativo en la forma en que el estado de Puebla manejaba las desapariciones en zonas rurales, impulsando al comandante Arévalo a establecer protocolos de registro más rigurosos.

Pero su legado más duradero fue el de una advertencia: el costo de la ignorancia y el aislamiento puede medirse en vidas perdidas y en la inocencia destruida. El comandante Arévalo se retiró con honores, pero siempre le persiguió la pregunta que Soledad le hizo en su última entrevista: “Comandante, usted encontró la carne y los huesos. ¿Pero encontró usted el libro que lo explica todo?”

Arévalo registró la cabaña quemada varias veces en los años siguientes, obsesionado con una posible evidencia oculta. Nunca encontró otro libro más que la Biblia de la familia, gastada y subrayada con extraños pasajes. Sin embargo, en un informe no oficial, Arévalo dejó constancia de algo que lo inquietó hasta el final de sus días: el cuerpo de Pascual Beltrán, el hijo que murió en prisión, nunca fue reclamado ni se le dio sepultura formal por parte de su familia o las autoridades. Se rumora que su cuerpo desapareció del depósito del hospital psiquiátrico una noche de tormenta sin dejar rastro, volviendo al anonimato de la sierra. Fue Pascual el eslabón perdido. ¿Acaso ese linaje sagrado del que Soledad tanto hablaba logró escapar al juicio de los hombres? La sierra, eterna guardiana de los secretos, nunca reveló la respuesta, permitiendo que la leyenda oscura de El Rincón del Coyote perdurara a la sombra del imponente volcán La Malinche.