La Promesa Rota de San Francisco de Asís

La mañana del 14 de marzo de 1976 amaneció con un calor pegajoso en Guadalajara. El cielo estaba de un azul intenso, sin una sola nube que prometiera alivio, y las calles del centro histórico ya bullían con el movimiento típico de un sábado. En la Colonia Americana, en una casona de dos pisos con balcones de hierro forjado y bugambilias que caían como cascadas moradas por las paredes, Lucía Méndez se despertó con el corazón acelerado. Era el día de su boda.

A sus 24 años, Lucía era una mujer menuda de ojos oscuros y cabello negro, recogido siempre en una trenza que le caía sobre el hombro izquierdo. Trabajaba como secretaria en una notaría del centro, donde había conocido a Roberto Salazar tres años atrás. Él llegó un día de agosto con papeles de una herencia, vestido con un traje café que había visto mejores días, pero que llevaba con dignidad. Roberto era albañil, tenía las manos callosas y la mirada directa de quien no teme al trabajo duro. Se enamoraron despacio, con paseos por la Alameda y visitas al Cine Variedades los domingos. La familia de Lucía no estaba del todo convencida al principio; su padre, don Ernesto, esperaba que su hija se casara con alguien de mejor posición, pero Roberto ganó su confianza con persistencia y un respeto inquebrantable.

Ahora, mientras Lucía se ponía el vestido blanco que su madre y sus tías habían cosido durante meses, la casa era un hervidero de actividad. Su hermana menor, Patricia, corría de un lado a otro con los zapatos en la mano. Su madre, doña Carmela, verificaba por quinta vez la lista de invitados. El aroma del mole que se preparaba en la cocina para la fiesta llenaba cada rincón de la casa. La ceremonia sería a las cinco de la tarde en la parroquia de San Francisco de Asís, seguida de una recepción en el salón de fiestas del barrio. Todo estaba listo. Todo, excepto el novio.

Roberto vivía en la colonia Oblatos con su madre viuda, doña Refugio, y su hermano menor Javier, de 19 años. La noche anterior a la boda, como marcaba la tradición, Roberto se había quedado en su casa. Según Javier contaría después a las autoridades, su hermano cenó temprano un caldo de res y tortillas y se fue a dormir alrededor de las nueve, emocionado pero nervioso. “No dejaba de revisar su traje”, diría Javier con lágrimas en los ojos. Lo colgó en la puerta del armario y se quedó mirándolo un buen rato antes de acostarse. Le dijo a su hermano que no podía creer que por fin se iba a casar con Lucía, que era el hombre más afortunado del mundo.

Pero a la mañana siguiente, cuando Javier fue a despertar a Roberto para comenzar los preparativos, encontró la habitación vacía. La cama estaba hecha con esmero, casi militar. El traje seguía colgado en la puerta. Los zapatos negros que Roberto había lustrado la tarde anterior permanecían junto al armario. Su cartera, con su identificación y los ahorros de meses, estaba sobre el buró. No había señales de lucha, ni ventanas forzadas, ni nada fuera de lugar. Roberto simplemente no estaba.

Doña Refugio entró en pánico. Revisó cada rincón de la pequeña casa de adobe y ladrillo, el patio trasero donde criaban gallinas, el cuarto de lavado, incluso el baño exterior. Nada. Salió a la calle descalza, llamándolo a gritos, preguntando a los vecinos que comenzaban a asomarse a sus puertas. Nadie había visto nada. La noche había sido tranquila en Oblatos. A las once de la mañana, cuando quedaba claro que Roberto no aparecería pronto, Javier tomó un camión al centro para dar aviso a la familia Méndez.

Llegó a la casona sudando, con el rostro desencajado. Patricia abrió con una sonrisa que se congeló al ver la expresión del muchacho. Lo que siguió fue un caos contenido. Don Ernesto escuchó con incredulidad y luego con furia, mientras Doña Carmela se santiguaba y Lucía, paralizada en la escalera con su vestido de novia, sentía cómo su mundo se detenía. “Esto es una broma de mal gusto”, había dicho don Ernesto, aunque el miedo en su voz decía lo contrario.

La búsqueda fue frenética. Don Ernesto, Javier y dos tíos de Lucía recorrieron la ciudad en un Chevrolet del 68, pero Guadalajara parecía ajena a la tragedia. Al llegar a casa de doña Refugio, encontraron la carta sobre la almohada. Una promesa de amor eterno fechada la noche anterior, la evidencia más contundente de que Roberto no había huido por cobardía. “Tuyo para siempre”, había escrito. Un hombre que escribe eso no desaparece horas después sin sus zapatos.

Las horas pasaron con una lentitud agonizante. La boda se canceló, los invitados se dispersaron entre murmullos y la policía, inicialmente desinteresada, comenzó a moverse solo cuando la presión social y la extrañeza del caso aumentaron. Días después, el hallazgo del Valiant beige abandonado con manchas de sangre y las huellas de Roberto transformó la angustia en terror. Pero fue el descubrimiento en la delegación, aquel jueves 18 de marzo, lo que cambiaría el rumbo de todo.

En la oficina del comandante Villalobos, don Ernesto y Lucía miraban la fotografía que el detective Ramírez había puesto sobre el escritorio. Era un pequeño distintivo de oro, una insignia de solapa, encontrada bajo el asiento del conductor del Valiant. Tenía grabadas tres letras: H.V.S.

—¿Les suenan estas iniciales? —preguntó Villalobos, encendiendo un cigarrillo con lentitud deliberada.

Don Ernesto se ajustó los lentes, frunciendo el ceño. —No. Roberto no tenía joyas, y menos de oro. Nosotros no conocemos a nadie con esas iniciales.

La puerta de la oficina se abrió y entró un oficial acompañando a doña Refugio y a Javier. La madre de Roberto parecía haber envejecido diez años en cinco días. Se sentó con dificultad, evitando la mirada de Lucía. Cuando Villalobos empujó la foto hacia ella, la reacción fue instantánea y visceral. Doña Refugio soltó un gemido ahogado y se llevó la mano a la boca. Sus ojos se llenaron de un terror antiguo.

—Usted sabe de quién es esto, ¿verdad, doña Refugio? —presionó Villalobos, inclinándose hacia adelante.

—Es… es de don Humberto —susurró ella, temblando—. Humberto Valdés Santibáñez.

El silencio en la habitación fue absoluto. Humberto Valdés Santibáñez no era un hombre cualquiera; era uno de los constructores más ricos y poderosos de Jalisco, dueño de la empresa que había levantado la mitad de los edificios modernos de la ciudad.

—¿Qué tiene que ver el señor Valdés con su hijo? —preguntó Don Ernesto, confundido.

Doña Refugio rompió a llorar, un llanto desgarrador que venía desde el fondo de su alma. Javier abrazó a su madre, mirando a los policías con desafío, pero también con confusión. Entre sollozos, la verdad que había estado oculta por veinticinco años salió a la luz.

Refugio había trabajado como empleada doméstica en la mansión de los Valdés en los años 50. Humberto, entonces un joven heredero, había tenido un romance con ella. Cuando Refugio quedó embarazada, la familia Valdés le dio una suma de dinero y la despidió con la amenaza de que nunca revelara la paternidad del niño. Roberto era el primogénito ilegítimo de Humberto Valdés Santibáñez. Roberto nunca lo supo. Refugio lo había criado en la pobreza, pero con dignidad, protegiéndolo de un mundo que no lo aceptaría.

—Pero hace una semana… —balbuceó Refugio—, Roberto llegó a casa emocionado. Dijo que un ingeniero en la obra donde trabajaba le había dicho que se parecía mucho al “patrón”. Roberto, inocente, bromeó con eso. Yo le prohibí hablar del tema, pero… creo que alguien escuchó.

La policía ató cabos rápidamente. El Valiant beige estaba registrado a nombre de una empresa fantasma, pero las descripciones de los testigos apuntaban a un hombre joven que frecuentaba ese auto: Sebastián Valdés, el hijo legítimo y reconocido de Humberto, un joven de 22 años conocido por su temperamento volátil y sus deudas de juego.

Villalobos, presionado por la gravedad del asunto y la implicación de una familia poderosa, ordenó una redada discreta. La teoría era clara: Sebastián se había enterado de la existencia de Roberto, quizás por los rumores en las obras, y temiendo que el “bastardo” reclamara parte de la fortuna ahora que el viejo Humberto estaba enfermo, decidió eliminar la amenaza.

La confesión llegó dos días después, no de Sebastián, que huyó a Europa esa misma noche, sino de uno de sus guardaespaldas detenido en un bar de mala muerte. El guardaespaldas confesó que Sebastián había ido a buscar a Roberto esa madrugada. Lo engañó diciéndole que había un problema urgente en la obra que requería su habilidad y que le pagarían extra, dinero que Roberto seguramente pensó que sería perfecto para su luna de miel. Roberto, responsable como era, salió silenciosamente para no despertar a su madre, subió al Valiant y selló su destino.

Llevaron a Lucía y a las familias al lugar que indicó el guardaespaldas: un terreno baldío en las afueras, cerca de la Barranca de Huentitán. Allí, entre matorrales secos y basura, encontraron el cuerpo de Roberto. Aún llevaba puestos sus pantalones de pijama debajo de la ropa de trabajo que se había puesto apresuradamente. Le habían disparado dos veces por la espalda.

El funeral de Roberto Salazar fue multitudinario. No hubo boda, pero la iglesia de San Francisco de Asís se llenó igual, esta vez de luto. Lucía, vestida de negro riguroso, se mantuvo de pie frente al ataúd cerrado, con el rostro pálido y seco. Ya no tenía lágrimas. Sostenía en sus manos el anillo de compromiso con la inscripción L + R para siempre.

La justicia, como solía ocurrir en aquellos tiempos cuando el dinero pesaba más que la ley, fue imperfecta. Sebastián Valdés nunca pisó la cárcel; sus abogados alegaron defensa propia en un incidente confuso y, con el tiempo y los sobornos adecuados, el caso se enfrió y se cerró. La familia Valdés pagó una indemnización insultante a Doña Refugio, quien donó cada centavo a la iglesia y murió de tristeza dos años después.

Lucía Méndez nunca se casó. Siguió trabajando en la notaría, ascendió, y se convirtió en una mujer respetada, seria y solitaria. Vivió en la casona de la Colonia Americana hasta que su cabello se volvió completamente blanco.

Años después, en 1996, un periodista local que escribía sobre los crímenes sin resolver de Guadalajara entrevistó a Lucía. Ella, ya con cincuenta y cuatro años, lo recibió en la sala donde una vez esperó a un novio que nunca llegó.

—¿Todavía lo ama? —preguntó el periodista, observando que Lucía aún llevaba el anillo de oro barato en su dedo anular.

Lucía sonrió con tristeza, mirando hacia la ventana donde las bugambilias seguían floreciendo, ajenas al paso del tiempo.

—El amor no desaparece porque la persona se vaya, joven —dijo ella con voz suave—. Roberto no me abandonó. Me lo arrancaron. Y mientras yo viva, él sigue teniendo una esposa que lo espera. Esa fue mi promesa, y yo sí cumplo mis promesas.

La historia del novio desaparecido se convirtió en una leyenda urbana en Guadalajara, una advertencia sobre los secretos familiares y la fragilidad de la felicidad. Pero para Lucía, no era una leyenda. Era la vida que pudo ser y que se quedó suspendida en esa mañana calurosa de marzo, bajo un cielo azul intenso que no prometía alivio.