El Último Aliento en la Mansión

Archivistas, la oscuridad es ahora el único habitante silencioso y consciente en la Mansión Soler. La verdad ha sido expuesta, no por la razón, sino por la desesperación. Mateo, el último eslabón de la estirpe, languidece en su cama, mientras Doña Elena, despojada de su fe por la locura que la acecha, se prepara para el combate final.

Tras el grito de la mañana, Elena ya no rezó. Se sentó en silencio junto a la cama de Mateo, observando cómo la palidez de su hijo se volvía irreal, casi la textura de un mármol pulido. El hedor a trementina y metal rancio que se filtraba por las rendijas del pasillo se intensificó, y con él, el susurro.

Ahora, Elena no solo lo oía; lo entendía. Eran voces: la arrogante y nerviosa de Ricardo; la artística y suplicante de Isabel; y un coro de otras mil, voces que hablaban de sacrificios, de contratos sellados y de una deuda que la pintura exigía en esencia vital.

Mateo abrió sus ojos, fijos y sin parpadeo. “Madre,” su voz era apenas un soplo, áspera y seca. “El cuadro… tiene frío. Quiere calor. La luz extraña me está consumiendo.”

Elena recordó las espirales que Isabel había garabateado. No era un mapa de un pasadizo; era la representación de la succión, del vacío que el lienzo había abierto. Entendió la terrible verdad: Mikel Escura no había pintado un retrato; había creado un tributo, un portal bidimensional que requería la esencia de los Soler para mantener la inmortalidad del arte. Mateo era la última ofrenda, el pigmento final para fijar la obra maestra.

El reloj de la chimenea dio las doce campanadas de la medianoche, y con la última resonancia, Mateo emitió un sonido gutural, su cuerpo se arqueó brevemente, y luego, con la misma facilidad que se apaga una vela, su luz se extinguió. Al morir, su rostro no reflejó dolor, sino una paz absoluta, una ausencia total.

En ese instante, el olor en el pasillo se disparó, y un destello de luz enfermiza, la “luz extraña” que Isabel había dibujado, se filtró por debajo de la puerta sellada del salón. El lienzo había cenado.

Doña Elena se levantó. Su terror había dado paso a una serenidad fría y mortal. Tomó el único objeto que le quedaba, el pesado crucifijo de plata de su marido, un regalo de boda que Ricardo había despreciado. Ya no era un símbolo de fe para ella, sino un arma de metal para romper el arte.

El Enfrentamiento Final

Descendió la escalera, sus pasos resonando en el mármol, sin sentir ya el frío. Abrió la puerta del salón por tercera y última vez.

El cambio era estremecedor. El ambiente estaba extrañamente cálido, con una humedad espesa. El retrato, ahora iluminado por la luz pálida que emanaba de su propio lienzo, era total. Las figuras de Ricardo e Isabel estaban completamente fusionadas con el fondo oscuro, sus contornos borrosos, dejando solo sus ojos, que observaban desde la tinta con una fijeza eterna y opaca.

La figura de Doña Elena en el lienzo también había cambiado. Su rostro ya no mostraba ansiedad reprimida; mostraba la serenidad mortal que ella sentía ahora. Y en el espacio que antes ocupaba Mateo, había una silueta en ciernes, una sombra que tomaba rápidamente la forma del niño.

Un susurro, ahora claro y singular, provino directamente del retrato, de la figura del artista que nunca se había pintado a sí mismo: “Bellísimo. La composición está completa, Doña Elena. La obra vivirá por siempre.”

Elena caminó directamente hacia el cuadro, su sombra proyectándose larga y distorsionada por la luz sobrenatural.

“Mikel Escura,” susurró con una voz que el terror había vaciado de toda emoción. “No has pintado la esencia de mi familia; has alimentado a tu cosa con nuestras almas.”

Al tocar el marco, sintió una descarga de energía fría. La madera no era madera; era algo vivo y pulsante. El rostro de Mateo en la pintura se hizo nítido. Ahora, su efigie pintada sonreía.

Elena cerró los ojos y, con toda la fuerza de su desesperación, golpeó el lienzo con el crucifijo de plata.

El metal rasgó la tela. No fue el sonido del lienzo que se rompe; fue un grito líquido, un chillido de horror biológico que resonó en el salón. De la herida abierta, el lienzo no sangró pintura ni aceite; sangró oscuridad, un fluido negro y espeso que olía a incienso y carne quemada, chorreando por el marco y goteando sobre el suelo de caoba.

El fondo oscuro del retrato se agitó violentamente, el vacío se desgarró, y por un instante, Doña Elena vio la dimensión interior donde su familia estaba atrapada: un espacio de penumbra infinita, de rostros que flotaban en éter y la silueta esquelética de un hombre de mirada febril —Mikel Escura—, que se retorcía y gritaba, encadenado por su propia creación, consumido como parte del pigmento que le daba vida.

El golpe final de Elena destrozó el centro del cuadro, y con él, la conexión.

Epílogo: El Retiro de la Maldición

El grito cesó abruptamente. La luz extraña se apagó. El salón quedó sumido en una oscuridad tan profunda que parecía absoluta.

Doña Elena, ilesa, se quedó sola ante los restos humeantes de la pintura, el silencio de su corazón rivalizando con el silencio de la casa. El Retrato Soler había sido destruido. El vacío, cerrado.

Cuando el inspector Garriga entró con sus hombres a la mañana siguiente, alertado por los extraños ruidos, encontró a Doña Elena sentada en el centro del salón destrozado, envuelta en las pesadas cortinas de terciopelo. Estaba catatónica. La figura de Mateo había sido retirada para el entierro.

Garriga examinó el lienzo roto. El agujero central no se parecía al daño de un cuchillo o un golpe, sino al de una explosión implosiva que había desgarrado la tela desde su interior. El hedor persistía, pero la presión opresiva se había ido.

Doña Elena pasó el resto de sus días en un convento en las afueras de Barcelona, donde nunca pronunció una palabra coherente, pero pasaba las horas dibujando espirales con carbón, y a veces, una única figura de un hombre con una mirada febril.

La Mansión Soler fue vendida por sus albaceas a un consorcio bancario. Nadie quiso vivir allí. Fue demolida en 1904 para dar paso a un edificio modernista más luminoso. En el sitio, se dice, nunca creció la hierba.

El misterio se archivó. Don Ricardo e Isabel Soler quedaron en la historia criminal de Barcelona como “desaparecidos sin rastro”. El último legado de la familia Soler no fue su fortuna o su linaje, sino la aterradora confirmación de que hay arte que no se limita a la representación, sino que consume aquello que intenta inmortalizar. Y que a veces, la única forma de escapar de una maldición es destruyendo la obra maestra.