En la antigua Babilonia, los castigos más duros para las mujeres acusadas de adulterio no se encontraban en cuentos o leyendas; eran una realidad amarga y brutal. Allí, la sospecha se convertía en ley, y una acusación podía significar la muerte.
Imaginemos a Elellanena, una refinada mujer noble cuya vida quedó atrapada en la oscuridad y la piedra, sepultada viva dentro de los fríos muros de una mazmorra. Durante cuarenta días y noches, el hambre, la sed y el asfixiante aislamiento la consumieron lenta y silenciosamente. El mundo exterior continuaba como si ella nunca hubiera existido.
Elellanena había sido una mujer respetada, pero por razones triviales —quizás el hastío de su marido, un malentendido, o celos personales— fue acusada. Un breve saludo en el pasillo, una conversación escuchada por los oídos equivocados, y su vida cambió en una sola noche. Sacerdotes y sirvientes la empujaron bruscamente a la mazmorra. Las paredes estaban tan cerca que su cuerpo las rozaba. Frente a ella, una tablilla sentenciaba: “Enterrada viva en el muro”.
Los sonidos del mundo exterior se desvanecieron. Solo el goteo del agua y el correteo de las ratas resonaban en sus oídos. La comida y el agua eran escasas. Intentó mantenerse fuerte, pero las largas noches y la soledad insoportable la desgastaron. Sabía que nadie la recordaría. Tras casi cincuenta días de aislamiento, su cuerpo y alma cedieron. La muerte de Elellanena fue silenciosa y privada. Dentro de esos muros, su existencia terminó, y la historia la conservó solo como un nombre, un crudo recordatorio de cómo el poder y el miedo, bajo el velo de la fe, podían destruir la vida de una mujer.
Pero el destino de Elellanena no fue una tragedia aislada. Representaba un sistema que se perpetuaría durante siglos.
Avancemos en el tiempo hasta un pueblo sencillo, hogar de Margar, la esposa de un tendero de lana. Su vida siempre había sido ordinaria, hasta que una pequeña broma y los chismes ociosos del vecindario la llevaron al borde de la ruina. Su marido la acusó falsamente de adulterio. Las pruebas fueron los susurros del pueblo.
Los aldeanos se reunieron en la plaza central para presenciar su castigo. Primero, fue marcada con un hierro candente con la letra ‘A’ de “adúltera”. El olor a carne quemada se mezcló con el desprecio de la multitud. Luego, fue encerrada en la picota, con el cuello y las manos atrapados en el marco de madera, mientras la gente le arrojaba comida podrida e inmundicias. Finalmente, la sometieron al “taburete de inmersión”, hundiéndola repetidamente en agua fría y sucia hasta dejarla casi inconsciente.
Al final del día, el rostro y el cuerpo de Margar estaban desfigurados. Su marido se divorció de ella y le quitó todas sus propiedades. Obligada a mendigar, incapaz de rehacer su vida debido a la cicatriz de la marca, la vida de Margar llegó a un trágico final años después, sola y frágil al borde de un camino.

Incluso la nobleza no estaba a salvo. Isabella era hija de una familia influyente, pero ni siquiera su estatus la protegió. Una pequeña acusación, quizás por celos de su marido o disputas familiares internas, la llevó a un juicio por ordalía. La sometieron a pruebas dolorosas —pesos en sus manos, exposición al agua o al fuego— para “revelar” el juicio de Dios.
Aunque el proceso parecía legal, su verdadero castigo fue oculto para proteger la reputación de la familia. Isabella fue confinada en un convento secreto donde la luz del sol nunca llegaba. Los muros eran húmedos y oscuros. Recibía comida y agua mínimas, y cada uno de sus movimientos era vigilado. Este confinamiento secreto no solo fue una tortura física, sino un tormento psicológico. Sabía que su destino estaba sellado, un castigo largo y privado del que nadie sería testigo. Al igual que Elellanena, murió en silencio, pero su sufrimiento sirvió para mantener intacto el “honor” de su familia ante el mundo exterior.
Y luego estaba Alice, la esposa de un simple granjero. Los rumores del pueblo y la impaciencia de su marido sellaron su destino. Fue obligada a pararse en la plaza del pueblo por la mañana, completamente expuesta a los ojos de todos. Su honor fue despojado mientras la multitud se reía y la insultaba. Después del desfile público, fue azotada, cada latigazo dejando marcas profundas mientras la gente observaba. Finalmente, llegaron las mutilaciones: le cortaron las orejas y le quemaron una marca en la frente, un recordatorio permanente de su “crimen”. El dolor físico fue intenso, pero la humillación pública le infundió un miedo y una vergüenza duraderos. Su cuerpo quedó marcado para siempre y su vida reducida a susurros y cotilleos.
Elellanena, Margar, Isabella y Alice. Cuatro mujeres de diferentes orígenes, cuatro vidas muy distintas, pero una realidad común. Los castigos para las mujeres acusadas de adulterio no conocían límites; a veces la crueldad era pública, a veces secreta, pero en todos los casos destruía la autonomía, el honor y la vida de las mujeres. Estas historias nos enseñan cómo el poder, el miedo y la violencia de género han dominado y arruinado históricamente la vida de innumerables mujeres a través de las sociedades.
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