El Espejo de la Eternidad Robada: La Maldición de los Vega

En las tierras altas y frías de Cuenca, donde el viento de los Andes suele susurrar secretos entre los barrancos y las piedras antiguas, existe una leyenda que los abuelos cuentan en voz baja, generalmente cuando la neblina desciende y oscurece los caminos. Dicen que el amor verdadero rejuvenece el alma y trae un brillo especial a la mirada; sin embargo, para Doña Elvira de la Vega, el sagrado sacramento del matrimonio no fue una bendición, sino una sentencia de muerte lenta y agonizante, una cuenta regresiva marcada en su propia piel.

Corría el año de 1883. La sociedad de aquel entonces se regía por el honor, la sangre pura y las apariencias. En el centro de este teatro social se encontraba la Hacienda de los Vega, una construcción imponente que respiraba historia y poder. Doña Elvira, la única hija del respetado hacendado Don Rodrigo, era la joya de la región. A sus veintidós años, poseía una belleza que detenía el aliento: piel de porcelana intacta, ojos oscuros como noches sin luna y una elegancia que parecía desafiar la dureza de la vida en la sierra. Pero aquella belleza no era un regalo divino, sino el fruto de una semilla podrida plantada años atrás.

La presión por contraer nupcias era asfixiante. Una mujer de su edad y estatus sin marido era una mancha en el honor familiar. Fue así como Don Antonio, un caballero de fortuna y buena estampa, solicitó su mano. La boda se celebró con una pompa inusitada; tres días de festejos donde el vino corrió como agua y las promesas de amor eterno se sellaron frente al obispo. Nadie, absolutamente nadie entre los invitados que brindaban con júbilo, sospechaba que aquel “sí, acepto” resonaría como el tañido de una campana fúnebre en los cielos.

La primera señal del horror se manifestó al amanecer siguiente a la noche de bodas. La servidumbre, acostumbrada a despertar antes que el sol, escuchó un alarido proveniente de la alcoba nupcial. No era un grito de sorpresa, sino el lamento gutural de una bestia herida. Al irrumpir en la habitación, encontraron a Don Antonio pálido, temblando en un rincón y persignándose frenéticamente. En la cama yacía Elvira. Pero no era la joven lozana que había entrado horas antes.

En una sola noche, la joven había sido consumida por una década. Las primeras patas de gallo surcaban profundamente el contorno de sus ojos, la frescura de sus mejillas se había evaporado dejando una piel ligeramente flácida, y en su cabellera, antes negra como el azabache, brillaban ahora mechones grises. Elvira había envejecido diez años en el lapso de ocho horas. Don Antonio huyó esa misma mañana alegando negocios urgentes en ultramar, dejando a su esposa repudiada y marcada por un mal incomprensible.

La familia, cegada por la vergüenza y el miedo, cerró filas. Recluyeron a Elvira bajo la excusa de una “fatiga nerviosa”. Durante meses, la sometieron a baños de hierbas y novenas interminables, convencidos de que el reposo le devolvería la juventud. Curiosamente, con la ausencia del marido, el deterioro se detuvo. Elvira quedó congelada en esa apariencia de mujer de treinta y tantos años, aunque su edad real apenas superaba los veintidós.

Tres años después, la obsesión de Don Rodrigo por restaurar el apellido lo llevó a cometer el segundo error. Arregló un matrimonio con un viudo adinerado, un hombre práctico que buscaba madre para sus hijos. La ceremonia fue discreta, casi lúgubre, celebrada al atardecer en la capilla privada. Elvira, temblando bajo un velo espeso, dio su consentimiento con la voz quebrada, sintiendo en sus huesos el frío presagio del abismo.

La esperanza de que la bendición nupcial purificara el mal antiguo se hizo añicos al amanecer. El horror se repitió con violencia multiplicada. Al despertar, Elvira no solo había perdido la poca frescura que le restaba; su espalda se había encorvado visiblemente y sus manos, antes suaves y delicadas, se habían transformado en garras nudosas, propias de una mujer de cincuenta años, manchadas y con las venas brotadas. El viudo huyó despavorido antes de que saliera el sol, gritando por los caminos que se había acostado con una bruja que devoraba la vida.

A partir de entonces, la historia dejó de ser un chisme para convertirse en una leyenda negra. Los vecinos cruzaban la acera al pasar frente a la casona y se decía que los pájaros dejaban de cantar cuando Elvira, ahora con la apariencia de una matrona prematura a sus veinticinco años, se asomaba tras las cortinas. Sin embargo, la tragedia no terminó allí. La necedad humana, disfrazada de esperanza y orgullo, es un enemigo formidable.

Don Rodrigo, un hombre de la vieja guardia que creía que el oro podía comprar incluso la voluntad divina, se negó a dejar a su hija soltera. “A la tercera va la vencida”, se repetía, convencido de que un dote generoso silenciaría cualquier rumor. Así llegó Julián de Sotomayor, un jugador empedernido acosado por las deudas, quien vio en la fortuna de los Vega su salvación. Julián se burló de las advertencias de los peones en la cantina: “Aunque tenga cien años en el cuerpo, si tiene oro en las arcas, es la mujer más bella del mundo”, bravuconeó entre risas.

La tercera boda se celebró bajo una tormenta eléctrica que parecía querer derribar la hacienda. Fue un acto casi clandestino. Al momento de los anillos, un relámpago iluminó la capilla y el padre Anselmo, quien oficiaba con manos temblorosas, juró ver un cadáver junto al novio. Esa noche no hubo fiesta. La oscuridad se tragó la hacienda.

Cuando el sol logró atravesar las nubes de plomo al día siguiente, el horror superó cualquier pesadilla. La puerta de la alcoba estaba abierta. Julián yacía en el suelo, mudo, con los ojos desorbitados por un terror absoluto; había perdido la razón y nunca más volvería a hablar. Frente al tocador, cepillándose unos escasos cabellos blancos y ralos, estaba Elvira. Había envejecido otros veinte años en una sola noche. Su piel era pergamino seco, sus dientes habían perdido firmeza y su cuerpo era el de una anciana de setenta años, frágil y temblorosa. Pero lo más perturbador eran sus ojos: seguían teniendo el brillo lúcido e inocente de la muchacha de veintiséis años que era en realidad, atrapada en una cárcel de carne marchita.

Fue entonces cuando el encierro se volvió definitivo. Tapearon las ventanas. La casa se sumió en un crepúsculo eterno. Pero el aislamiento reveló la verdadera naturaleza del mal. La criada Jacinta, movida por una curiosidad fatal, espió una noche a través de la cerradura de la habitación prohibida. Lo que vio la marcó de por vida.

Doña Elvira estaba parada frente a un gran espejo de marco dorado que había descubierto quitándole las sábanas negras. La anciana decrépita hablaba, reía y lloraba frente al cristal. Pero el reflejo no correspondía a la realidad. Jacinta juró en confesión que, mientras en la habitación había una mujer arrugada y encorvada, en el espejo se veía a una joven hermosa, radiante y llena de vida, de apenas veintidós años, que se reía cruelmente de su versión carnal. El espejo no reflejaba; el espejo robaba.

La verdad, oculta en los diarios secretos del Padre Anselmo, era aterradora. Años atrás, la madre de Elvira, temiendo que su hija no fuera lo suficientemente hermosa, había hecho un pacto con una curandera oscura de la sierra. Le entregaron un espejo preparado bajo la luna nueva con la promesa de una belleza eterna. Pero la magia negra siempre cobra intereses. Elvira no envejecía naturalmente; estaba pagando una deuda temporal. La belleza prometida vivía atrapada en el espejo, y cada sacramento —cada intento de unir su vida ante Dios— aceleraba el cobro, drenando décadas de existencia terrena en cuestión de horas.

A pesar de la evidencia monstruosa, la soledad y la culpa de Don Rodrigo lo llevaron al error final. Un primo lejano, Sebastián, joven y ambicioso, llegó a la hacienda desconociendo la historia completa. Don Rodrigo, en un acto de locura senil, vio una última oportunidad de redención o quizás de suicidio compartido. Organizó una boda inmediata, esa misma noche, sobornando a un cura corrupto de una parroquia vecina, pues el Padre Anselmo se había negado a participar en tal abominación.

Elvira fue preparada como un cadáver exquisito. Maquillaje teatral para rellenar las arrugas profundas, corsés rígidos para mantener erguida su columna desviada. Bajo el velo tupido, su respiración era un silbido agónico. La ceremonia comenzó en la sala principal, frente al gran espejo maldito que Don Rodrigo ordenó descubrir para la ocasión, un error fatal.

Sebastián, impaciente por sellar el trato, levantó el velo bruscamente para besar a la novia. El grito que soltó heló la sangre de los presentes. Al ver el rostro de una mujer de noventa años, cadavérica, con la piel pegada al cráneo, retrocedió tropezando y cayó de espaldas contra el gran espejo.

El cristal no se rompió. Se licuó como agua negra. Una niebla verdosa y helada emanó de su interior, apagando las velas. Los presentes vieron con espanto cómo la imagen en el espejo —la Elvira joven y hermosa— comenzaba a golpear el cristal desde el otro lado con furia, no para salir, sino para reclamar lo que quedaba.

En la sala, la verdadera Elvira comenzó a convulsionar. Envejeció a una velocidad imposible ante los ojos de todos. Su piel se volvió polvo gris, sus huesos chasquearon como ramas secas y su carne se evaporó. El cuarto matrimonio no le quitó veinte años; le quitó todo el tiempo que le restaba y siglos más. El espejo estalló finalmente, implosionando y tragándose la luz, sumiendo la casa en tinieblas y en el rugido de un viento sobrenatural.

A la mañana siguiente, cuando las autoridades y el Padre Anselmo derribaron las puertas, un silencio sepulcral reinaba en la hacienda. El aire olía a cera vieja y flores podridas. La sala estaba vacía de vida. Donde debía estar Elvira, solo encontraron un vestido de novia antiguo, colapsado en el suelo, lleno de un polvo grisáceo y algunos huesos que parecían tener siglos de antigüedad.

Don Rodrigo yacía muerto en un rincón, con el rostro contorsionado por un infarto fulminante. De Sebastián y del cura corrupto no se encontró rastro alguno, salvo sus zapatos alineados frente al marco del espejo roto, como si sus cuerpos se hubieran evaporado en la nada.

Pero lo más aterrador yacía entre los restos del cristal. Aunque el espejo estaba hecho añicos, cada pequeño fragmento reflejaba nítidamente, no el techo derrumbado ni el polvo, sino el rostro de una mujer joven, bellísima y de mirada maliciosa. Doña Elvira había dejado de existir en el mundo de los vivos, pero su imagen —y su alma atormentada— había quedado atrapada para siempre, joven y maldita, al otro lado del reflejo.

La hacienda de los Vega quedó abandonada, devorada por la maleza y el olvido. Sin embargo, hasta el día de hoy, en esa región de Cuenca, los viajeros aseguran que en las noches de luna llena se puede ver el brillo de un espejo roto entre las ruinas, y si uno presta atención, se escucha el llanto de una joven que suplica por un esposo que la libere, o quizás, que la acompañe en su eternidad de cristal.