Un motociclista frenó de golpe a las 3 de la madrugada cuando una niña descalza salió corriendo de la mansión de su padre millonario, con el camisón empapado y abrazando un peluche desgarrado. Me suplicó que la pusiera a salvo, y en ese instante comprendí que el dinero puede esconder el poder… pero no la verdad.
—Señor —susurró entre la llovizna helada—, ¿conoce un lugar donde el agua no duela?
Apagué el motor antes de que mi cerebro alcanzara a mis manos. El silencio repentino la hizo temblar más fuerte.
—Eh, eh —dije, quitándome la chaqueta—. Noche fría. Arreglemos eso primero.
La envolví en cuero que olía a aceite, lluvia y carretera —cada kilómetro que había recorrido— para hacer un refugio lo bastante grande para los dos.
Sus labios tenían el color de un moretón. De cerca, había una geometría en las marcas de sus brazos: las viejas suavizadas por el tiempo, las nuevas todavía discutiendo con la piel. Nada gráfico, nada dramático: sólo el lenguaje lento de una casa donde las lágrimas están prohibidas. He vivido lo suficiente para reconocer los patrones aunque intenten esconderse.
—¿Cómo te llamas, pequeñita?
Miró más allá de mí, hacia la calle enrejada como si pudiera saltarle encima. —Maya —dijo—. Tengo cinco. Sé contar Mississippis.
—Buena habilidad. —Me agaché a su altura—. Soy Hank. Puedes llamarme Gallo si quieres. Mis amigos lo hacen.
En el silencio después de mis palabras, un SUV negro arrancó al fondo del vecindario, los faros encendiéndose como un desafío. El portón hizo un sonido de carraspeo. La pequeña pantalla de la columna mostró un nombre que yo había visto en autobuses, en pancartas de graduación y en el ala de un hospital infantil: VALE.
—¿El agua te hace daño en casa, Maya? —pregunté con voz suave.
—El agua es ruidosa cuando él es ruidoso —dijo con cuidado, como si hubiera ensayado viajar por las frases sin activar alarmas—. No se supone que llore. Llorar te vuelve desordenada.
—¿Quién es “él”?
—Mi papá.
Otro SUV encendió las luces detrás del primero, como un espejo aprendiendo un mal hábito. La cámara del portón giró. La lluvia se afiló como agujas.
—Necesito ir a un lugar seguro —dijo Maya.
—Tenemos un sitio —le respondí, ya colocándole mi casco sobre la cabeza. Le quedaba enorme. Ajusté la correa—. Iremos despacio. Agárrate fuerte.
Ella rodeó mi cintura con los brazos. Sentí cada dedo a través de las capas. Luego empezó a contar, un susurro contra mi espalda: —Un Mississippi, dos Mississippi…
El portón se abrió lo justo para escupir el primer SUV a la carretera mientras yo giraba la llave. Miré una vez a la cámara y dejé que me devolviera la mirada. Quería que conociera mi rostro, mi moto, mi matrícula. Quería que todo quedara registrado fuera de cualquier bolsillo o coartada.
El bicilíndrico gordo tosió y luego aclaró la garganta. Nos movimos.
Los neumáticos del SUV chirriaron como advertencia. Tomé el arcén, pasando setos cuidados que jamás habían conocido el viento de un día largo. El segundo SUV se unió: dos peces negros en una pecera poco profunda.
Miré por el retrovisor. Un hombre con auricular, la mandíbula tan tensa que podía romper dientes. Seguridad privada. El tipo de hombres pagados para hacer lo que la ley no permite.
El segundo SUV se sumó a la caza. Dos tiburones negros cerrándose sobre nosotros en la oscuridad.
—¡Agárrate fuerte, Maya! —grité sobre el viento.
Pegada a mi espalda, su pequeña voz temblorosa contó cada segundo desesperado: —Tres Mississippi…
…Cuatro Mississippi… cinco…
El rugido del motor se mezclaba con la lluvia mientras la carretera se abría como una serpiente plateada bajo la luna. No tenía un plan, solo una dirección: lejos.
El primer SUV aceleró, sus faros rebotando en los charcos como cuchillos de luz. El segundo nos flanqueó, intentando cerrarnos el paso. Pude ver sus rostros detrás del vidrio oscuro: fríos, profesionales, sin un gramo de duda.
—Maya, escúchame —dije entre dientes—. Pase lo que pase, no sueltes.
Ella apretó más fuerte, su respiración caliente pegada a mi espalda. —Seis Mississippi… siete…
Giré bruscamente hacia una calle lateral. Los neumáticos derraparon, el barro salpicó los espejos, y durante un segundo creí que la perderíamos. Pero el viejo motor aguantó. La adrenalina me recorrió el cuerpo como electricidad.
El retrovisor mostró una sombra: uno de los SUVs había logrado seguirnos.
El otro se detuvo en la intersección, tal vez para llamar refuerzos.
Tenía que pensar rápido. Conocía esas calles: había hecho entregas nocturnas por la zona cuando aún trabajaba de mecánico. Había un puente viejo, casi en ruinas, que cruzaba el arroyo y salía directo al bosque. Nadie en su sano juicio lo usaría en lluvia… y precisamente por eso lo elegí.
—Ocho Mississippi… —murmuró Maya.
—Nueve —susurré con ella.
El puente apareció, un esqueleto de madera y hierro oxidado que gemía con cada ráfaga de viento. Crucé sin frenar, sintiendo cómo las tablas se doblaban bajo las ruedas. Detrás, los SUV dudaron apenas un instante. Fue suficiente.
Del otro lado, tomé el desvío hacia el bosque y apagué las luces. El rugido del motor se apagó hasta volverse un jadeo, luego nada.
Solo quedaba el sonido de la lluvia cayendo sobre las hojas.
Bajé de la moto y envolví a Maya otra vez en mi chaqueta.
—Ya estás a salvo —le prometí, sin saber si era cierto.
Ella levantó la vista, sus ojos reflejando los destellos de un relámpago. —¿Seguros como en los cuentos?
Tragué saliva. —Más seguros que eso.
Nos internamos entre los árboles. A lo lejos, los motores rugieron frustrados. No sabían que el bosque tenía más caminos de los que cualquier mapa mostraba.
Cuando por fin llegamos a una vieja cabaña de cazadores —una de esas que nadie usa desde hace años— encendí el farol de emergencia que llevaba en la mochila.
La luz naranja reveló las paredes cubiertas de polvo, el olor a madera húmeda… y una sensación de paz precaria.
Maya se acurrucó en un rincón, abrazando su peluche.
—¿Sabes por qué el agua duele, Gallo? —preguntó de pronto.
—¿Por qué, pequeña?
—Porque cuando papá se enoja, la mete muy fría. Dice que así se lava lo malo. Pero yo no soy mala.
Sentí un nudo en la garganta.
—No, Maya —dije, arrodillándome frente a ella—. No lo eres. Y nunca más volverá a tocarte, ¿entiendes?
Ella asintió, con un hilo de voz: —Prometido.
Mientras la veía quedarse dormida, supe que había cruzado una línea invisible. Ya no era un extraño que pasaba por la carretera.
Al amanecer, cuando los helicópteros de seguridad empezaron a sobrevolar la zona, yo ya había tomado mi decisión.
Si el señor Vale quería recuperar a su hija, tendría que venir a buscarla él mismo.
Y esta vez, el agua iba a dolerle a él.
News
Empleada Con Gemelos Fue Encerrada En El Baño Por La Nueva Esposa Del Millonario — Hasta Que Él Vio…
El Secreto del Llanto Perdido I. La Doble Vida en la Mansión Mendoza Elena García, una joven de veintitrés años,…
Intentaron Desalojar A Una Pobre Pareja De Ancianos— Hasta Que Llegaron Sus Hijos Adoptivos.Y Luego…
La Fuerza de la Sangre Elegida: El Legado de Manuel y Carmen I. El Decreto de Desahucio Manuel y Carmen…
Vendida como esposa a los 19 años — pero lo que el Duque hizo con ella dejó a todos sin aliento…
El sol de diciembre de 1898 caía con una furia abrasadora sobre la tierra rojiza del campo andaluz cuando Leonor…
Sin saber de su herencia de 200 millones, sus suegros la echaron a ella y a sus gemelos después de que su esposo muriera…
Sin saber de su herencia de 200 millones, sus suegros la echaron a ella y a sus gemelos después de…
Tras despedirme de mi hijo moribundo, salí al pasillo… solo para oír a mi nuera susurrar por teléfono: “Cuando se vaya, todo será mío”. Me quedé paralizada, y entonces empezó a gestarse un plan…
Tras despedirme de mi hijo moribundo, salí al pasillo… solo para oír a mi nuera susurrar por teléfono: “Cuando se…
Vi el alma de un hombre hacerse pedazos anoche. No fue con un puño, sino con una cámara de teléfono y un emblema barato de bandera de plástico en una camisa tipo polo.
Capítulo I: La Retórica del Espejismo El aire en el atrio de la Universidad de Saint Jude era electrizante….
End of content
No more pages to load