Humillaron a la viuda. Si pides en alemán, te dejamos vivir en el pueblo.

Pero lo que ella hizo, dejó a todos en silencio. Una viuda llega a un pueblo de
la sierra con sus dos hijos, cansada y sin dinero. El cacique local la
desprecia por su apellido alemán y la acusa de ser una oportunista que viene a
robar empleos. Cuando ella intenta mostrarle unos documentos importantes,
él la interrumpe con crueldad. Si quieres quedarte aquí, tendrás que demostrar humildad. En medio de la plaza
llena, lanza un desafío humillante que destroza su dignidad frente a todo el pueblo. La obligan a pedir limosna, pero
en alemán, para que nadie le entienda, la graban, se ríen, sus hijos lloran.
Parece que todo está perdido, pero cuando ella termina de hablar en alemán y cambia al español, su voz ya no
tiembla, su postura cambia y saca de su bolsa una carpeta gruesa que hará
temblar los cimientos de San Pedro de la Sierra. Porque esta mujer no es quien
ellos creen y lo que está a punto de revelar dejará a todos en silencio absoluto. Cuéntanos aquí abajo en los
comentarios cómo te llamas. Es un gran placer tenerte aquí escuchando nuestras historias. Dale click al botón de me
gusta y vamos con la historia. El camión destartalado subía por la carretera
serrana levantando polvo ocre bajo el sol de febrero. Elena apretaba contra su
pecho una carpeta de cuero gastado mientras sus dos hijos dormitaban en el
asiento trasero, exhaustos después de 14 horas de viaje desde Torreón. La niña
Sofía tenía apenas 6 años, el varón Mateo 8. Ambos llevaban la ropa arrugada
y las caras manchadas de tierra del camino. Cuando el autobús entró a San Pedro de la Sierra, Elena sintió que el
corazón se le apretaba. Las casas de adobe y cantera se alineaban alrededor de una plaza central donde un kiosco de
hierro forjado brillaba bajo el sol. Todo parecía detenido en el tiempo. Las
mujeres que lavaban ropa en el lavadero comunitario levantaron la vista. Los
hombres que conversaban bajo los portales dejaron de hablar. Los niños que jugaban con un balón se detuvieron.
El camión se detuvo frente a la presidencia municipal. Elena bajó primero, ayudó a sus hijos a descender y
cargó dos maletas viejas de tela. Un murmullo recorrió la plaza como viento entre las hojas secas. Miren,
forasteros, dijo una voz ronca. Elena enderezó la espalda. Vestía un abrigo
gris demasiado delgado para el frío de la sierra y zapatos de tacón bajo ya desgastados. Su cabello castaño claro
estaba recogido en una trenza simple. No llevaba maquillaje. Sus ojos verdes
recorrieron el pueblo con una mezcla de nostalgia y determinación. “Mamá, tengo frío”, susurró Sofía
aferrándose a su falda. Ya casi, mi amor. Solo necesito hablar con una persona. Se acercó a un grupo de
hombres que estaban sentados en las bancas de la plaza. Uno de ellos, un
hombre corpulento de unos 60 años con sombrero de palma y camisa a cuadros, la
miró de arriba a abajo con desprecio evidente. Llevaba un cinturón con nevilla plateada enorme y botas de piel
de víbora. Su rostro curtido por el sol mostraba arrugas profundas alrededor de
los ojos. “Disculpe, busco a don Ramiro Escobar”, dijo Elena con voz firme pero
respetuosa. El hombre escupió al suelo cerca de los pies de ella. “Yo soy
Ramiro Escobar. ¿Qué quiere?” Elena dejó las maletas en el suelo y sostuvo la
carpeta con ambas manos. Don Ramiro, mi nombre es Elena von Riter, viuda de Solís. Vengo desde Fon. ¿Qué?
interrumpió Ramiro con una carcajada áspera que hizo eco entre los demás hombres. Oigan, muchachos, tenemos a una
aristócrata alemana en el pueblo. Los otros se rieron. Una mujer rechoncha con delantal floreado se acercó desde el
mercado. ¿Y qué se te ofrece, herita? ¿Vienes a pedir trabajo o limosna?,
preguntó Ramiro, levantándose de la banca. Era más alto de lo que Elena había calculado. La sobrepasaba por casi
una cabeza. Necesito hablar con usted sobre unos documentos importantes que
documentos, repitió Ramiro Conorna. Aquí no queremos gente de fuera que venga a
complicar las cosas con papeles. Este es un pueblo tranquilo, de gente trabajadora y honesta. Elena sintió que
la sangre le subía a las mejillas, pero mantuvo la compostura. Entiendo, pero si
me permite solo 5 minutos de su tiempo, puedo explicarle.
5 minutos. Ramiro se volvió hacia el grupo que ahora había crecido. Más de 20
personas rodeaban la escena. Esta señora quiere 5 minutos de mi tiempo. ¿Saben
cuánto vale mi tiempo, muchachos? Mucho, don Ramiro, respondió un joven
flaco con gorra. Exacto. Y esta, ¿cómo dijiste que te llamas? Elena Bon, no sé
qué. Continuó Ramiro acercándose tanto que Elena pudo oler el alcohol en su aliento.
Llegas aquí con tus niños sucios, tus maletas viejas pidiendo favores. ¿Crees
que porque tienes apellido raro te vamos a tratar diferente? No pido favores,
dijo Elena con voz temblorosa pero firme. Solo quiero mostrarle estos documentos que pertenecieron a mi
esposo. Él era, “Tu esposo está muerto, ¿verdad? Por eso eres viuda. Ramiro
sonrió con crueldad y apuesto a que te dejó sin nada. Por eso vienes acá como
los demás oportunistas, queriendo aprovecharte de la buena voluntad de la gente del pueblo. Mateo dio un paso
adelante con los puños apretados. No hable así de mi papá. Un hombre del
grupo agarró al niño del hombro. ¡Cálmate, chamaco, aquí los adultos están hablando.” Elena jaló a Mateo
hacia ella, rodeándolo con un brazo protector. “Don Ramiro, por favor, no
vengo a causar problemas. Mi esposo, Cristóbal Solís era nieto de Mira,
gerita, interrumpió Ramiro nuevamente, esta vez con un tono más duro. No me
importa de quién era nieto tu marido. Aquí las cosas funcionan diferente. Si quieres quedarte en San Pedro de la
Sierra, vas a tener que demostrar humildad. Vas a tener que ganarte tu lugar como todos los demás.
Elena apretó la carpeta contra su pecho. Estoy dispuesta a trabajar, a
contribuir. A contribuir. Ramiro soltó otra carcajada. ¿Y qué sabes hacer tú?
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