La viuda se mudó a una choa indígena por petición de su difunto esposo y la razón

la dejó impactada. Cuando su esposo murió de un infarto repentino, María encontró una carta que
cambió todo. Lleva a nuestros hijos y múdate a la choa indígena en la sierra
de Oaxaca. Confía en mí nada más, sin explicaciones. Con cuatro niños, sin
dinero y sin entender nada, María dejó su vida en Puebla y obedeció el último
deseo de Javier. Pero al llegar a San Bartolomé, descubrió que su esposo guardaba secretos que nunca imaginó y
que algunas personas del pueblo la miraban con miedo, otras con odio y todas con un silencio que ocultaba algo
oscuro. ¿Qué había enterrado Javier en su pasado? ¿Y por qué pidió que sus
hijos pisaran esa tierra olvidada? Cuéntanos aquí abajo en los comentarios de qué ciudad nos escuchas. Dale click
al botón de like y vamos con la historia. La lluvia golpeaba las ventanas del
departamento en la colonia Roma de Puebla cuando María Soledad Reyes firmó el último papel del funeral. 38 años,
cuatro hijos menores de 12 y un vacío tan profundo en el pecho que apenas podía respirar. Javier había muerto de
un infarto fulminante tres días atrás, en plena madrugada, sin advertencia, sin
despedida. Ella todavía esperaba que abriera la puerta y entrara con esa sonrisa tímida que siempre traía después
del trabajo. Los niños dormían en la sala agotados de tanto llorar. Renata,
la mayor de 11 años, abrazaba a los gemelos Emilio y Sebastián de Ocho. El
pequeño Diego de cinco se había quedado dormido, aferrado a una camisa de su padre. María los miraba desde el pasillo
con los ojos secos ya de tanto llanto cuando tocaron a la puerta. Era don Esteban, el vecino del cuarto piso, un
hombre mayor de 70 años que había sido amigo cercano de Javier. Traía un sobre
manila en las manos. Discúlpame la hora, María”, murmuró con voz quebrada. Javier
me dio esto hace dos meses. Me hizo jurar que te lo entregara solo si algo
le pasaba. María tomó el sobre con manos temblorosas. Adentro había una carta
escrita a mano con la letra inclinada y nerviosa de su esposo. La leyó de pie
ahí mismo, mientras don Esteban esperaba en silencio. María,
si estás leyendo esto, ya no estoy contigo. Perdóname por lo que voy a pedirte. Sé que suena imposible. Sé que
va a dolerte, pero necesito que confíes en mí una última vez. Lleva a nuestros
hijos y múdate a la chosa que está en San Bartolomeéquia Alana en la sierra de Oaxaca. Es una comunidad zapoteca
pequeña a 3 horas de la carretera principal. Pregunta por la casa de madera y palma que está junto al arroyo
al final del pueblo. Esa es nuestra casa. No puedo explicártelo todo ahora,
pero prométeme que irás. Prométeme que les darás a nuestros hijos lo que yo nunca pude darte a ti. La verdad. Con
todo mi amor, Javier. María releyó la carta tres veces, esperando que las
palabras cambiaran, que revelaran algún sentido oculto. Nada, solo esa petición
absurda, imposible, cruel. Mudarse a Oaxaca, a una choa en la sierra, con
cuatro niños y sin un peso en el banco. Javier había trabajado como contador en una empresa mediana. Ella daba clases de
inglés a domicilio. Juntos apenas alcanzaban para el alquiler y la comida. No había ahorros, no había plan B. ¿Qué
dice?, preguntó don Esteban con cautela. María dobló la carta y la guardó en el
bolsillo de su bata. Nada que tenga sentido, respondió con amargura. Esa
noche no durmió. Se quedó sentada en la cama matrimonial, abrazando la almohada de Javier,
respirando el olor que todavía quedaba en la tela. En la penumbra, sus ojos se
posaron en la foto de la boda. Los dos jóvenes, sonrientes, ingenuos,
recordó el día que Javier le propuso matrimonio en el malecón de Veracruz,
con las olas rompiendo detrás de ellos. le había dicho, “Contigo quiero
construir una familia que nunca tuve.” Esa frase siempre le pareció extraña.
Javier nunca hablaba de su infancia. Decía que había crecido en un orfanato en el Estado de México, que no tenía
familia, que todo lo que importaba estaba en el presente. María había aceptado esa versión porque lo amaba,
porque no quería forzarlo, pero ahora con la carta en la mano, todo cobraba un
peso diferente. A la mañana siguiente, Renata entró a la cocina mientras María
preparaba café aguado. La niña tenía ojeras profundas y el cabello revuelto.
Mamá, ¿es verdad que papá nos dejó algo?”, preguntó con voz quebrada. María
la abrazó. “Sí, mi hija, nos dejó una tarea.” “¿Qué tipo de tarea?” María
respiró hondo. “Tu papá quiere que vayamos a vivir a un lugar lejos de aquí, a Oaxaca.” Renata frunció el seño.
¿Por qué? No lo sé todavía, pero si tu papá lo pidió, debe haber una razón. Los
días siguientes fueron un caos de decisiones imposibles. María habló con la dueña del departamento que aceptó
quedarse con los pocos muebles como pago de la renta atrasada. Vendió la tele, la lavadora, hasta los juguetes de los
niños. Juntó apenas 8,000 pes. Renunció a sus clases. Sacó a los niños de la
escuela. Cada paso dolía como arrancarse la piel. Una tarde, mientras empacaba
ropa en bolsas de plástico, encontró una caja de zapatos en el closet de Javier.
Adentro había fotos viejas, borrosas, de un niño moreno de seis o 7 años parado
frente a una chosa de madera rodeado de montañas. Detrás de la foto, con letra
temblorosa decía San Bartolomé. 1983.
María sintió que el aire se le escapaba del pecho. Javier nunca le había mostrado esa foto. Nunca le había dicho
que había estado en Oaxaca. ¿Quién era ese niño? Era él. Esa noche reunió a los
cuatro niños en la sala vacía. Les explicó todo. La carta, el pedido, el
viaje. Renata lloró en silencio. Los gemelos preguntaron si habría internet.
Diego solo quería saber si su papá estaría ahí esperándolos. No, mi amor”, susurró María abrazándolo. “Papá ya no
va a estar, pero creo que creo que nos está guiando.” El día de la partida
amaneció gris y frío. María cerró la puerta del departamento por última vez con una maleta en cada mano y los niños
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