Todos en la oficina sabían que Rosa era inocente, pero nadie dijo nada cuando Paola, la jefa embarazada, la humilló

delante de 30 empleados. Toma tus cosas y vete. Ya no te necesito. Rosa tenía 62

años. Su hija estaba muriendo de cáncer. Este trabajo era su única esperanza.

salió en silencio, pero antes de llegar al elevador, un mensajero la detuvo.

Esto es para usted, dijo. Dentro había una carta con su nombre escrita hace 28

años. Rosa María Gutiérrez nunca imaginó que su último día en Grupo Sandoval

terminaría así. Había llegado esa mañana de martes como siempre lo hacía desde hace 28 años, exactamente a las 7:30 de

la mañana, media hora antes que nadie más. Le gustaba tener ese tiempo a solas en

la oficina del piso 12, cuando la ciudad de México apenas despertaba y el sol

comenzaba a iluminar los rascacielos de Reforma. Preparaba el café en la máquina italiana que el señor Sandoval, el

fundador de la empresa, había traído de Milán en 1996.

Rosa conocía cada rincón de esa oficina de contadores y consultores financieros.

Conocía cada mancha en la alfombra Beige, cada rayón en los escritorios de Caoba, cada fotografía en las paredes

que documentaban tres décadas de historia empresarial. Esa mañana Rosa había limpiado con especial cuidado el

escritorio de Paola Sandoval, la hija del fundador y nueva directora general de la compañía. Paola tenía 28 años, 7

meses de embarazo y un temperamento que se había vuelto explosivo desde que había asumido el control tras la

jubilación de su padre 6 meses atrás. Rosa colocó cuidadosamente los

documentos pendientes en orden de prioridad, organizó los bolígrafos Mont Blanc en el portalápices de cristal y

puso un jarrón pequeño con flores frescas junto al portarretratos que mostraba la ecografía del bebé. Era un

gesto que Rosa había hecho durante años con el señor Sandoval, quien siempre apreciaba esos detalles. Pero Paola no

era como su padre. El señor Sandoval había sido un hombre de palabra honorable que trataba a sus empleados

con respeto. Paola, en cambio, había crecido con privilegios que nunca le

enseñaron humildad. Estudió administración en una universidad privada en Estados Unidos. regresó con

un MBA de Harvard y consideraba que la empresa familiar era su derecho de nacimiento, no una responsabilidad

ganada con esfuerzo. Desde que tomó el mando, había despedido a cinco empleados veteranos sin justificación clara. Había

implementado políticas que favorecían a sus amigos jóvenes recién graduados y había creado un ambiente de tensión

constante. Rosa escuchó el elevador llegar al piso 12 a las 8:15. Era

demasiado temprano para ser Paola, quien generalmente llegaba después de las 9.

La puerta se abrió y apareció precisamente ella, con su vientre prominente bajo un vestido de diseñador

color azul marino, zapatos de tacón que rosa consideraba peligrosos para una

mujer embarazada y una expresión en el rostro que no presagiaba nada bueno. Sus

ojos estaban hinchados, como si hubiera llorado o no hubiera dormido bien. Su maquillaje perfecto no lograba ocultar

completamente las ojeras. Llevaba su bolso Luis Witón colgado del brazo con más fuerza de la necesaria y caminaba

con pasos rápidos y decididos que hacían eco en el piso de mármol. “Buenos días,

señorita Paola”, saludó Rosa con la misma cortesía que había usado durante casi tres décadas. “¿Puedo traerle su té

de jengibre? Sé que le ayuda con las náuseas matutinas.” Paola se detuvo en

seco y volteó a mirarla con una expresión que Rosa no supo interpretar.

No era simple molestia o mal humor, era algo más profundo, más oscuro. Había

resentimiento en esos ojos verdes que normalmente eran fríos pero educados. “No necesito que me cuides como si fuera

inválida”, respondió Paola con voz cortante. “No eres mi madre, eres solo la

secretaria.” Las palabras cayeron sobre rosa como agua helada, pero ella mantuvo

la compostura. Había aprendido a lo largo de su vida que la dignidad se preserva precisamente en los momentos en

que otros intentan arrebatártela. Disculpe, señorita, solo quería ser

útil. Paola no respondió, entró a su oficina privada y cerró la puerta con

más fuerza de la necesaria. El sonido resonó por todo el piso que aún estaba

vacío. Rosa volvió a su escritorio frente a la oficina de Paola y trató de concentrarse en revisar la agenda del

día. Había reuniones programadas, llamadas que coordinar, documentos que

preparar, pero algo en el ambiente se sentía diferente, cargado de una tensión

eléctrica que no lograba identificar. A las 9 en punto, los empleados

comenzaron a llegar. Primero llegó Miguel, el contador senior de 45 años,

que siempre le traía a Rosa un café del oxo de la esquina. Buenos días, doña Rosita, saludó con su sonrisa habitual.

¿Cómo amaneció? Bien, gracias, Miguel. ¿Y tu familia? Todos bien, gracias a

Dios. Este tipo de intercambios eran la rutina de Rosa, pequeños momentos de

humanidad que hacían tolerable la monotonía del trabajo de oficina. Había

visto a Miguel crecer desde que entró como pasante hace 15 años. Lo había visto casarse, tener hijos, comprar su

primera casa, uno por uno. Los 30 empleados del piso 12 fueron llegando.

Había un murmullo constante de, “Buenos días, Rosa. ¿Cómo está, doña Rosa? Que

tenga buen día, señora Gutiérrez.” Ella respondía a cada saludo con una sonrisa genuina. Para Rosa, estos no eran

simplemente colegas. eran como una familia extendida. Conocía los nombres de sus hijos, sus problemas de salud,

sus sueños y frustraciones. Había consolado a más de uno cuando pasaban por divorcios o enfermedades. Había

organizado colectas cuando alguien necesitaba ayuda económica. Era el pegamento invisible que mantenía

unida la cultura humana de esa oficina, algo que ningún manual de recursos humanos podía crear. A las 10 de la

mañana, la puerta de la oficina de Paola se abrió bruscamente. Rosa, ven aquí ahora. El tono no admitía

de Mora. Rosa se levantó de su escritorio, alizó su falda gris y caminó

hacia la oficina. Todos en el área de trabajo levantaron la vista sintiendo

que algo malo estaba por suceder. Paola estaba de pie detrás de su escritorio

con ambas manos apoyadas sobre la superficie de vidrio. Su rostro estaba rojo, no del embarazo, sino de ira