Valeria tenía ocho años cuando se convirtió en la última niña del orfanato San Gabriel. No por elección, sino porque cada familia que llegaba buscando un hijo se marchaba con otra sonrisa que no era la suya. Desde su pequeña cama junto a la ventana, observaba cómo las maletas se llenaban una y otra vez, escuchaba los pasos apresurados por los pasillos y las despedidas susurradas.

Cada mañana, su primer pensamiento era el mismo: “Hoy vendrá mi mamá”. Cada tarde, cuando las sombras se alargaban, susurraba: “Mañana será el día”. Y cada noche, Valeria sostenía entre sus manos una fotografía borrosa y partida por la mitad. La había encontrado debajo de su almohada el día que cumplió cinco años. Mostraba el rostro sonriente de una mujer desconocida, cortado en seco por el borde rasgado. Era su único tesoro, su única familia.

Lo que Valeria no sabía era que, a 40 kilómetros de distancia, en un pequeño pueblo de montaña, una mujer de cabello canoso sostenía la otra mitad de esa misma fotografía.

Blanca Esperanza Morales acababa de cumplir 70 años, pero su memoria seguía atrapada en 1945. Fue el año en que su esposo, Eduardo, la abandonó con ocho meses de embarazo, dejándole solo 30 pesos y una nota que decía: “No estoy listo para ser padre”. Blanca trabajó limpiando escaleras hasta el día del parto.

Valeria nació un domingo al amanecer en el hospital público. Blanca la tuvo en brazos durante exactamente cuatro horas y veinte minutos. Memorizó sus ojos verde esmeralda y el lunar diminuto en su hombro. “Te amo”, le susurró. “Algún día entenderás que esto es para que tengas una vida mejor que la que yo puedo darte”.

Antes de entregarla a la trabajadora social, Blanca tomó la única fotografía que tenía, la de su boda, y la partió en dos. Dejó una mitad envuelta en la manta celeste de la bebé. “Así”, pensó, “algún día podremos juntar las dos partes”.

Tres años después, cuando Blanca consiguió un trabajo estable en una fábrica textil, regresó al orfanato. Pero el edificio estaba vacío. Le dijeron que los archivos se habían perdido en un incendio.

Durante las siguientes cuatro décadas, Blanca se convirtió en detective de su propia historia. Cada domingo visitaba orfanatos y plazas, mostrando su mitad de la foto. Cada 15 de abril, horneaba un pastel de chocolate y lo compartía con niños desconocidos en el parque, esperando que, de alguna manera, su hija también estuviera comiendo pastel. Y cada noche, escribía cartas que nunca enviaría: “Mi querida Valeria, hoy imagino que eres alta, porque tu papá era alto. Imagino que eres fuerte, porque tuviste que serlo”.

Mientras tanto, Valeria cumplió 18 años y tuvo que dejar el orfanato. Se instaló en la Pensión Santa Rosa, trabajando de día como costurera y limpiando oficinas de madrugada. Su rutina era obsesiva: caminaba por diferentes barrios, observando a las mujeres mayores en los mercados y en las iglesias, buscando una mirada que le dijera: “Soy yo”.

El 15 de abril de 1985, Valeria cumplió 40 años. Doña Carmen, la dueña de la pensión, le preparó café. “Niña”, le dijo, “ya es hora de que dejes de buscar fantasmas”. Pero para Valeria, no eran fantasmas; era la necesidad visceral de saber quién era.

Ese mismo mes, Blanca recibió una noticia de su médico: su corazón estaba cansado. Sabiendo que el tiempo se agotaba, hizo algo que nunca se había atrevido a hacer. Puso un anuncio en el periódico local.

Un domingo por la mañana, Valeria leía los clasificados mientras desayunaba. Entonces lo vio:

“Busco a mi hija, nacida el 15 de abril de 1945, entregada al orfanato San Gabriel. Ojos verdes. Su nombre es Valeria. Si eres tú, por favor comunícate con Blanca Esperanza Morales. Teléfono 47892”.

El periódico cayó al suelo. La fecha, el orfanato, el nombre. Alguien la había estado buscando durante cuarenta años.

Valeria tardó tres días en reunir el valor para llamar. El jueves por la tarde, desde un teléfono público, marcó el número. —Aló. La voz era suave, pero firme. —¿Señora Blanca Morales? —Sí, soy yo. Valeria cerró los ojos. —Mi nombre es Valeria. Nací el 15 de abril de 1945 y creo… creo que usted es mi madre. Hubo un silencio que duró una eternidad. Luego, Blanca rompió a llorar. —Dios mío, mi niña. Te encontré. Te he estado buscando todos los días de mi vida.

Acordaron encontrarse al día siguiente en la plaza central, frente a la fuente de los peces dorados. Blanca llevaría un clavel blanco; Valeria llevaría la fotografía.

Llegaron a las tres en punto. Se reconocieron al instante, no por el parecido, sino por la forma en que el mundo pareció detenerse. Se acercaron lentamente. —Mamá —dijo Valeria, probando la palabra por primera vez. Blanca sacó de su bolso su mitad de la fotografía. —La partí el día que te entregué —dijo con voz quebrada—. Pensé que algún día podríamos juntarlas. Valeria, temblando, sacó la mitad borrosa que había guardado desde sus cinco años. Sobre la piedra de la fuente, unieron las dos partes. La imagen de la joven sonriente del día de su boda quedó completa. —Eras tú —susurró Valeria—. Siempre fuiste tú.

Se abrazaron por primera vez en cuatro décadas. Fue un abrazo que contenía todos los cumpleaños perdidos, todas las cartas no enviadas y todas las noches de espera.

Se sentaron en la banca hasta el atardecer. Blanca le contó todo: el abandono de Eduardo, la pobreza, y la promesa que se hizo de volver por ella. Luego, sacó un sobre desgastado. —Durante cuarenta años, aparté dinero para ti. Cada peso que hubiera gastado en tus cumpleaños, en tus útiles escolares, en tus vestidos. Valeria abrió el sobre y encontró billetes viejos, monedas y pequeñas notas: “Para el primer día de colegio”, “Para tu vestido de graduación”.

—El médico dijo que mi corazón está cansado —confesó Blanca—. No podía irme sin decirte que fuiste lo más hermoso que me pasó en la vida, incluso si solo pude tenerte cuatro horas. —¿Perdonarte qué? —dijo Valeria suavemente—. Me has amado a la distancia toda mi vida.

Blanca miró a su hija. —Tengo una casa pequeña. Y tiene un cuarto que siempre mantuve listo para ti. Tiene una ventana que da al jardín donde cultivo claveles blancos. ¿Te gustaría venir conmigo? Valeria miró a esa mujer que había sido su madre en el silencio, que la había buscado sin descanso, y que había guardado su lugar en el mundo. —Sí, mamá —respondió—. Quiero ir a casa contigo.

Caminaron tomadas del brazo mientras el atardecer las bañaba en luz dorada. Esa noche, Valeria durmió por primera vez en la habitación que su madre había preparado durante cuarenta años. Sobre la mesa de noche, había una nota: “Bienvenida a casa, mi niña hermosa”.

Por primera vez en su vida, Valeria supo exactamente quién era. Era la hija de Blanca Morales, la mujer que nunca dejó de buscarla, la prueba viviente de que el amor de una madre no conoce el tiempo, solo el camino de regreso a casa.