El niño huérfano halló refugio en un carro enterrado y al abrir la puerta comenzó a llorar sin parar. Cuéntanos

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de like y vamos con la historia. Mateo tenía 10 años cuando descubrió que
la directora del orfanato Santa Cruz había vendido a su mejor amigo Lucas, a
una familia que prometía trabajo ligero en el campo. Esa madrugada había visto el intercambio
desde la ventana del dormitorio. Billetes arrugados cambiando de manos, documentos falsos
firmados. promesas de que el niño tendría una vida mejor. Mateo conocía la
verdad. Lucas de 9 años que construía aviones de papel y soñaba con ser piloto
algún día. El niño que compartía su ración de pan cuando Mateo enfermaba,
que inventaba cuentos para hacer reír a los más pequeños. Lucas había desaparecido esa mañana bajo
la mentira de una adopción especial. El orfanato Santa Cruz se alzaba como
una fortaleza gris en las afueras de Puebla. 40 niños asinados en
habitaciones húmedas, comida racionada que apenas alcanzaba para todos.
Castigos severos por cualquier protesta. Mateo había llegado ahí 5 años atrás,
después de que sus padres murieran en un derrumbe en la mina donde trabajaban.
Sin parientes conocidos, nadie preguntaba por él. Los niños del orfanato aprendían rápido las reglas no
escritas. No hacer preguntas sobre los que desaparecían, no protestar por las
condiciones, mantenerse invisibles cuando llegaban. Visitantes extraños, aquellos que
causaban problemas, terminaban en el sótano durante días sin luz. Los que
persistían simplemente se desvanecían una noche y nuevos rostros ocupaban sus
camas antes del amanecer. Mateo había sobrevivido volviéndose útil. Era ágil
para trepar y reparar techos, fuerte para cargar sacos pesados, silencioso
para moverse sin ser detectado. La directora Esperanza Moreno lo usaba para
tareas que requerían discreción. Y a cambio, Mateo recibía protección contra
los castigos más brutales. Pero esa protección había terminado cuando Mateo
cometió el error de preguntar directamente qué había pasado con Lucas.
“El niño Mateo está haciendo demasiadas preguntas.” Había escuchado decir a la directora por teléfono esa tarde. “Sí,
el de 10 años, cabello oscuro, ojos verdes, no tiene familia que pregunte
por él. Perfecto para el próximo envío. Mateo pasó esa noche despierto,
fingiendo dormir mientras planificaba desesperadamente una escapatoria. Había
observado durante semanas las rutinas de los guardias. Había notado que la
ventana del baño del segundo piso tenía barrotes sueltos. Había memorizado los
horarios de las patrullas nocturnas. Cuando las primeras luces del amanecer aparecieron, Mateo puso su plan en
acción. Durante el baño matutino, mientras los otros niños se duchaban,
trabajó los barrotes flojos con una cuchara robada del comedor. Uno a uno,
los barrotes cedieron hasta crear una abertura suficiente para su cuerpo delgado. Se deslizó por la ventana y
bajó por la tubería de desagüe, sintiendo el metal frío contra sus manos
desnudas. El patio trasero estaba silencioso. Trepó el muro usando piedras
sobresalientes y saltó al otro lado, aterrizando en arbustos que amortiguaron
su caída. Corrió por calles empedradas mientras el pueblo despertaba.
Su ropa del orfanato lo delataba, pantalón café desteñido, camisa blanca
amarillenta, zapatos con agujeros. Parecía exactamente lo que era, un
huérfano fugitivo. Mateo siguió las vías del tren que llevaban hacia las montañas. Había
escuchado a trabajadores del orfanato hablar de pueblos abandonados en las sierras, lugares donde las minas se
habían agotado y las familias se habían marchado, dejando atrás casas vacías y
recuerdos. El sol estaba alto cuando llegó a un puente de tren sobre una
barranca profunda. Abajo podía ver el esqueleto oxidado de un pueblo minero,
casas de adobe con techos hundidos, una iglesia sin campanario, estructuras de
madera carcomidas por el tiempo. Bajó por un sendero serpenteante hasta llegar
al pueblo fantasma. Las calles estaban llenas de maleza, puertas colgaban de
bisagras. rotas. Ventanas sin cristales miraban como ojos vacíos hacia un cielo
que había visto demasiadas despedidas. exploró casa tras casa, buscando un
lugar donde refugiarse, pero todas tenían techos parcialmente derrumbados o
pisos podridos que cedían bajo su peso. Cuando el atardecer comenzó a pintar las
montañas de colores dorados, Mateo aún no había encontrado refugio.
Seguro. Fue entonces cuando notó algo extraño al final del pueblo entre los
árboles que habían crecido salvajemente, casi completamente oculto por maleza y
tierra acumulada por años de lluvia, había algo que no pertenecía a las
ruinas coloniales, la forma rectangular de un automóvil enterrado.
Mateo se acercó cautelosamente. Solo la parte superior del vehículo era
visible, como si la tierra se hubiera tragado gradualmente todo, excepto el
techo y las ventanas traseras. Era un automóvil elegante, de un modelo
que no reconocía, pintado de un azul que aún brillaba bajo la suciedad acumulada,
comenzó a acabar con las manos alrededor de la puerta del conductor, removiendo
tierra compactada y raíces pequeñas. El trabajo era agotador, pero algo lo
impulsaba a continuar. Tal vez era la desesperación de necesitar refugio antes
del anochecer o tal vez una intuición inexplicable de que este automóvil
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