La pediatra dijo que Zara solo tenía un pequeño golpe en la frente. “Nada grave”, dijo, aunque mi corazón ya se había roto en mil partes. La apreté contra mi pecho mientras ella sollozaba, y mis ojos buscaron instintivamente a Mabel, que seguía ahí, de pie en la esquina, observando.
No había ni una pizca de remordimiento en su rostro.
Solo una quietud… como si supiera que había cruzado una línea y no le importara.
Esa mañana la llevé a casa de mi hermana.
—Solo por un par de días —le dije a Clara, intentando sonar tranquila—. Creo que necesita un cambio de aire.
Pero en el auto, mientras conducía con Mabel en silencio a mi lado, tuve que morderme el labio para no llorar. No porque me doliera dejarla con Clara, sino porque por primera vez en mi vida… tenía miedo de mi propia hija.
Esa noche, el silencio en casa se sintió más pesado que nunca. Zara dormía en mis brazos como si hubiera sentido que el mundo se había tambaleado.
Pensé en mi esposo. En cómo solía decir que Mabel era la niña más dulce del mundo. Lo era. Pero desde que él se fue, todo en ella se había ido cerrando. Y ahora me preguntaba si la ausencia de él había abierto una herida tan profunda que ni siquiera Zara, con toda su dulzura, podría sanar.
Dos días después, fui a buscar a Mabel. Clara me miró seria.
—Necesitas ayuda, hermana. De verdad.
—¿Tanto así?
—Me desperté en mitad de la noche… y la encontré de pie frente a mi cuna vacía. Solo… mirando.
—¿Qué hacía?
—Dijo que estaba esperando a que “su hermana” regresara para decirle adiós.
Sentí un escalofrío en la nuca.
La llevé a una nueva terapeuta. Una especialista en trauma infantil. Después de varias sesiones, me llamó sola a su despacho.
—Lo que Mabel está sintiendo es un duelo no resuelto. No solo por su padre… también por la idea de ser tu única hija. Ha construido una identidad en torno a ti, y ahora se siente desplazada. Abandonada.
—¿Pero… puede hacerle daño a Zara?
La terapeuta dudó.
—No intencionalmente… pero su mente está en una zona muy oscura. Y si no se trata, sí, podría empeorar.
Salí de allí con las piernas temblorosas. ¿Qué se supone que debía hacer una madre cuando una hija necesita protección… y la otra necesita ser protegida de ella?
Esa noche, me senté con Mabel en la cocina. Apagué todo. La televisión, el ruido, incluso la lámpara. Solo nosotras dos.
—¿Me odias? —le pregunté suavemente.
Ella bajó la mirada. Jugaba con una servilleta.
—No.
—¿Odias a Zara?
Silencio.
—No la odio.
—Entonces… ¿por qué…?
Levantó los ojos. Estaban llenos de lágrimas.
—Porque pensé que papá volvería si no la traías. Y cuando llegó ella… supe que él no volvería nunca.
Me quebré.
Todo se derrumbó en ese instante.
No era odio.
Era dolor.
Era miedo.
Era duelo.
—Mi amor —le susurré, abrazándola—. Tu papá no se fue porque tú no fueras suficiente. Y Zara… no vino a reemplazarte. Ella vino porque aún queda amor aquí… amor para ti, y para ella también.
Mabel tembló en mis brazos.
—¿De verdad?
—De verdad.
Esa noche, dormimos las tres juntas por primera vez.
Zara entre las dos.
Pequeña, suave, frágil.
Y Mabel… tocándola con la punta de los dedos, como si recién entendiera que aquella niña… no era una amenaza.
Era su hermana.
Pero en la oscuridad, justo antes de quedarme dormida, escuché a Mabel susurrar algo al oído de Zara:
—No llores más. Esta vez… no te dejaré caer.
Y lloré.
Por el miedo.
Por la esperanza.
Y porque, por primera vez… creí que quizá sí había una salida para nosotras tres.
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