Cada amanecer, María Soledad Pérez, de 94 años, salía a la calle con una bolsita de golosinas. Caminaba tres casas hasta la esquina donde vivían sus vecinos, y allí, con manos temblorosas pero corazón firme, llamaba al viejo perro Tito.
—¿Listo para tu regalo, abuelita? —preguntaba ella, aunque solo el viento respondía.
Tito llegaba al filo de la acera, con paso lento pero ojos llenos de brillo. Se sentaba y devoraba las golosinas mientras María le contaba del clima, del nieto que se graduaba o del recuerdo de su marido, ya ido. Nunca se cansaron de esa rutina. Era un ritual que les daba sentido a sus días, un momento en el que el tiempo se detenía y todo lo demás se desvanecía.
María había vivido mucho a lo largo de sus 94 años. Había visto a su país cambiar, había perdido seres queridos y había celebrado innumerables alegrías. Pero cada mañana, Tito era su constante, su compañero fiel que hacía que cada día valiera la pena. La gente del barrio conocía su rutina y sonreía al verlos juntos, una anciana y su perro, compartiendo un momento de felicidad en el rincón del vecindario.
Un día, María no volvió. Murió durante la noche, en su cama, entre fotos antiguas y cartas amarillentas. La noticia se esparció rápidamente entre los vecinos, quienes lamentaron la pérdida de la dulce anciana que siempre tenía una sonrisa y un caramelo para ofrecer. Pero lo que más los conmovió fue la imagen de Tito, que al amanecer siguiente apareció en la esquina, como siempre lo hacía.
Tito llegó a su esquina, miró hacia la casa silenciosa, y luego se sentó. Esperó. No se había ido. Su lealtad era inquebrantable. Los vecinos, al ver al perro en su lugar habitual, sintieron una punzada en el corazón. Sabían que algo no estaba bien. Se acercaron a Tito, le ofrecieron agua y comida, pero él no se movía. Solo esperaba.
Día tras día, Tito repitió el ritual. Sin que nadie se lo pidiera. Sin que nadie le dijera por qué. Solo esperaba, con una esperanza que no entendía, pero que no abandonaba. Se sentaba en la esquina, mirando hacia la casa de María, como si esperara que en cualquier momento ella saliera con su sonrisa y su bolsita de golosinas.
Con el tiempo, la historia de Tito llegó al periódico local. Un fotógrafo, conmovido por la escena, tomó su foto y la compartió. “El perro que espera a su abuela”, decía el titular. La imagen recorrió rostros y rincones del pueblo. Muchos vieron en Tito algo familiar: la lealtad sin condición, el amor inquebrantable que trasciende incluso la muerte.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Tito siguió esperando. Los vecinos se turnaban para cuidarlo, llevándole agua y comida, pero él siempre regresaba a su esquina, como si allí estuviera más cerca de María. Algunos intentaron llevarlo a sus casas, pero él se resistía, volviendo siempre a su lugar. Era como si supiera que su misión era esperar.
Un día, un niño del barrio, llamado Lucas, se acercó a Tito. Tenía apenas siete años, pero su corazón era grande. Se sentó junto al perro y le acarició la cabeza.
—No te preocupes, Tito. No estás solo. Estoy aquí contigo —le dijo el niño, con la inocencia de su edad.
Lucas comenzó a visitar a Tito cada tarde después de la escuela. Le traía galletas y le contaba historias sobre su día. Poco a poco, Tito comenzó a aceptar la compañía del niño. Aunque su corazón seguía anhelando a María, la presencia de Lucas le brindaba un consuelo inesperado.
Los días de verano se convirtieron en otoño, y luego en invierno. Tito seguía esperando, pero ahora también tenía un nuevo amigo. Lucas se convirtió en su compañero de juegos, en su confidente. Juntos exploraban el vecindario, pero siempre regresaban a la esquina donde todo había comenzado. La lealtad de Tito no se desvanecía, pero su corazón aprendía a abrirse de nuevo.
Un día, mientras Lucas jugaba con Tito, el niño encontró una carta en el buzón de María. Era una carta que ella nunca había enviado, dirigida a su difunto marido. Con curiosidad, la abrió y comenzó a leer en voz alta. Las palabras de amor y nostalgia llenaron el aire, y Tito, al escuchar la voz del niño, se sentó a su lado, como si entendiera que, de alguna manera, María seguía presente en esos momentos.
La carta hablaba de recuerdos, de sueños compartidos, y de cómo el amor podía perdurar más allá del tiempo. Lucas, emocionado, terminó de leer y miró a Tito.
—¿Ves, Tito? María siempre estará contigo. El amor nunca se va, solo cambia de forma.
Tito movió la cola, como si comprendiera las palabras del niño. Esa tarde, mientras el sol se ponía, Tito y Lucas se quedaron en la esquina, compartiendo historias y recuerdos, cada uno a su manera.
Pasaron los años, y aunque Tito ya no era el mismo perro ágil de antes, su espíritu seguía intacto. La gente del barrio lo conocía bien y lo cuidaba. Lucas se había convertido en un joven, y su amistad con Tito era un lazo que no se rompía. Cada vez que Lucas pasaba por la esquina, se detenía a hablar con Tito, a contarle sobre sus sueños y aspiraciones, sabiendo que el perro siempre lo escucharía.
Un día, Tito se sintió cansado. Había vivido una vida llena de amor y lealtad, pero sabía que su tiempo estaba llegando a su fin. Esa mañana, se sentó en su esquina, mirando hacia la casa de María. Cerró los ojos, recordando cada momento compartido, cada golosina, cada palabra de amor. Se sintió en paz.
Al caer la tarde, Tito se quedó dormido en su esquina favorita, con la mirada serena. Los vecinos, al verlo, sintieron que la tristeza invadía el aire. Sabían que Tito había partido, dejando atrás un legado de amor y lealtad que perduraría en sus corazones.
El pueblo entero se unió para despedir a Tito. En la esquina donde había esperado con tanto amor, colocaron una placa sencilla que decía:
“Tito. Esperaste con la humildad de un corazón leal.”
Con lágrimas en los ojos, Lucas se acercó a la placa y susurró:
—Siempre estarás con nosotros, Tito. Gracias por enseñarnos lo que significa amar.
Y así, la historia de Tito y María Soledad se convirtió en una leyenda en el pueblo, recordando a todos que el amor verdadero nunca muere, sino que vive en los recuerdos y en las acciones de aquellos que eligen recordar. En cada rincón, en cada corazón, Tito seguiría esperando, no solo a su abuela, sino a todos los que supieron valorar la lealtad y el amor incondicional.

Fin