—¡Tío, no coma! La comida está envenenada —grité, mis palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera pensarlo dos veces. Cerré los ojos un segundo, como si todo se hubiera borrado de mi mente por un instante.
Cuando los abrí de nuevo, vi a mi tío Emeka observando fijamente el contenido de su cuchara. Estaba a punto de llevarse la papilla a la boca antes de mi repentina advertencia. Se quedó paralizado, con la cuchara suspendida en el aire, sus ojos fijos en el líquido espeso como si pudiera ver el veneno en él.
Joe, por otro lado, tenía el rostro descompuesto de asombro. Me miró de manera extraña, con una mezcla de miedo y enojo, sabiendo en lo más profundo que lo que había dicho no era una simple ocurrencia infantil. Lo había descubierto.
—¿Qué veneno? No entiendo… ¿qué está diciendo este chico? —balbuceó Joe, fingiendo molestia mientras buscaba desviar la atención.
Pero el tío Emeka no dijo nada de inmediato. Continuó observando la cuchara en silencio. Luego, sin perder la calma, habló:
—Joe… ven y prueba esta papilla —le ordenó, su voz grave y firme.
Mi corazón se detuvo un instante. ¿De verdad me estaba creyendo? Por un momento desee no haber dicho nada. No sabía qué podía pasar después.
Joe forzó una sonrisa falsa.
—Esto es ridículo, Emeka. ¿Cómo puedes tomar en serio las palabras de un niño medio dormido? ¿Por qué habría de hacer yo algo así? ¿Qué ganaría?
Pero la mirada de mi tío no cambió. Sus ojos eran fuego helado.
—Creo que ya hemos terminado aquí —dijo al fin, levantándose con decisión—. Ebuka, vámonos.
Me ayudó a ponerme de pie. Cojeando, lo seguí mientras salíamos apresuradamente de la casa, dejando a Joe petrificado, su rostro pálido como la muerte. Yo sabía que se estaba preguntando cómo había descubierto su plan. Él había envenenado la papilla justo después de comprarla, sin imaginar que algo sobrenatural o un instinto inexplicable me alertaría.
Aquella noche, mi tío no dijo una sola palabra. Nos dirigimos a un pequeño hotel y nos refugiamos allí por casi una semana. Me compró ropa, comida, y me cuidó, pero sus ojos estaban siempre apagados, ausentes. Pude sentir el peso de su tristeza. Sabía que estaba lidiando con el dolor de haber perdido a su esposa y a su hijo, pero también había algo más… algo que yo no comprendía.
Sin previo aviso, una mañana mi tío vendió su motocicleta y me llevó con él en un largo viaje hacia Ghana. No me explicó la razón. Yo confiaba en él, pero las dudas comenzaron a germinar en mi corazón. Durante el trayecto me quedé callado, y él también. Era un viaje silencioso, pesado.
Después de casi dos días de viaje, llegamos a Kumasi, una ciudad de Ghana que me pareció ajena y misteriosa. Pero no terminamos ahí. Mi tío me llevó a un pequeño pueblo llamado Akrofrom, y fue entonces cuando mi corazón se hundió: nos dirigíamos a un santuario, un lugar sagrado, pero oscuro y escalofriante.
El santuario estaba rodeado de esculturas aterradoras, talladas y moldeadas en posiciones macabras. Era un sitio donde el aire mismo parecía pesar sobre el pecho. Dos pensamientos invadieron mi mente al instante: ¿Qué estaba planeando hacer mi tío conmigo? ¿Por qué no había visto en mi visión qué lo haría rico?
Mi intuición me decía que algo estaba mal.
El Pacto del Santuario
Fuimos recibidos por un anciano de rostro arrugado, con un bastón tallado lleno de símbolos extraños. Mi tío me miró a los ojos por primera vez en días.
—Ebuka… —dijo con voz temblorosa—. No sabes cuánto lo siento. Solo quiero protegerte. No quiero perderte como perdí a los demás.
Me explicó entonces, entre lágrimas, que desde la muerte de su familia había buscado desesperadamente la manera de salvarme, no de sacrificarme. Había escuchado rumores de que este santuario podía romper cualquier maldición o salvar vidas de enfermedades o muerte prematura.
—No estoy aquí para hacerte daño —aseguró—. Estoy aquí porque te amo. Porque no soportaría perderte también.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. La confusión, la desconfianza y el miedo comenzaron a desvanecerse. Me di cuenta de que todo lo que había visto, todo lo que había temido… no era más que un reflejo de la desesperación de un hombre roto.
El anciano realizó un ritual simple de protección. No hubo sacrificios. No hubo maldad. Solo palabras de sanación y protección ancestral. Nos quedamos allí solo dos días más y luego emprendimos el regreso.
Un Nuevo Comienzo
Al regresar, mi tío Emeka comenzó de nuevo. Se dedicó al comercio, poco a poco, con honestidad. Con el dinero que le quedó, abrió un pequeño negocio en Kumasi. Yo regresé a la escuela.
Por primera vez en mucho tiempo, la vida comenzó a tener sentido. Felicia, la chica que había escapado conmigo semanas atrás, fue encontrada sana y salva por una ONG y también recibió ayuda para reconstruir su vida.
Cada uno de nosotros había cargado con heridas invisibles, pero lentamente, con el apoyo mutuo y la fuerza de voluntad, sanamos.
Hoy, años después, soy un hombre diferente. No olvido aquel día en que un simple “No comas” salvó mi vida y la de mi tío. Aprendí que el miedo puede nublar la mente, pero la fe en el amor y en las segundas oportunidades puede salvar cualquier alma.
Mi tío y yo seguimos juntos. Su tienda prospera, yo terminé mis estudios y trabajo como maestro. Nunca volví a ver a Joe, pero no importa. Lo importante es que elegí la vida, elegí el perdón, y encontré mi hogar, no en un lugar, sino en los brazos de la única familia que siempre me amó.
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