Nadie sabe desde cuándo estaba allí. Solo apareció una mañana en el mismo banco de madera con los pies descalzos y la mirada perdida. Tenía una manta vieja sobre los hombros y una mochila rota a sus pies. No lloraba, no pedía nada, solo miraba al cielo como si esperara una señal. Cuando alguien le preguntó dónde estaban sus padres, solo respondió, “Mi mamá vive en el cielo y me cuida desde allá arriba. Los adultos se alejaban. Pensaban que era un juego, una fantasía infantil o simplemente alguien más que se había perdido en la ciudad.
Pero él volvía todas las noches. Se deitaba en el mismo banco, abrazado a la mochila, temblando bajo el frío, mirando las estrellas. A veces hablaba solo, decía, “Mamá, hoy no comí, pero te extraño más que ayer.” Nadie sabía su nombre, nadie conocía su historia, pero todos sentían algo romperse por dentro cuando lo veían dormido, tan pequeño, tan solo, tan olvidado. Esta no es una historia de cuentos de hadas, es una historia real y comienza aquí. Tenía 5 años.
Dormía en un banco de cemento con los brazos cruzados sobre el pecho y los labios morados por el frío. No lloraba, ya no. Se le habían secado las lágrimas la primera noche cuando nadie vino a buscarlo. Lo veían pasar arrastrando su mochila rota, buscando migas entre los arbustos. Y aunque muchos lo miraban, nadie lo veía de verdad. Cada vez que alguien se acercaba, él solo decía una frase, “Mi mamá me mira desde el cielo.” Era la única explicación que tenía y la única esperanza que le quedaba.

No sabía el nombre de la ciudad ni cómo volver a casa. Solo sabía que el parque era ahora su mundo y las estrellas su consuelo. No tenía familia, pero tampoco rencor. Solo frío, hambre y una voz suave que cada noche susurraba, “Buenas noches, mamá” antes de cerrar los ojos.
Y quédate porque lo que pasó después cambió más de una vida. Ángel apareció en el parque como un susurro en la madrugada. Nadie lo vio llegar. Nadie supo de dónde vino. Solo estaba ahí sentado en un banco de cemento con los pies colgando y la mirada fija en el cielo. Tenía el cabello blanco como la luna y unos ojos azules tan intensos. que desentonaban con la suciedad de su rostro. Parecía una pintura olvidada en medio del concreto y las hojas secas.
La primera persona que lo notó fue don Gregorio, el vigilante nocturno. Se acercó con desconfianza, pensando que era una broma o algún niño perdido del circo. Pero cuando vio su delgadez, la manta raída sobre sus hombros y los labios partidos por el frío, supo que aquello era real. Le preguntó su nombre. El niño lo miró con seriedad y dijo, “Me llamo Ángel. Mi mamá me cuida desde el cielo. Gregorio tragó en seco, no supo qué responder. Le ofreció una galleta de su lonchera y el niño la aceptó con las manos temblorosas.
No tenía mochila de escuela, ni celular, ni papel alguno con información, solo una vieja mochila azul con un dibujo hecho a lápiz, una mujer sonriente con trenza y un corazón gigante al lado. “Mi mamá”, dijo. Gregorio se fue a hacer su ronda, pero esa noche no dejó de mirar hacia el banco. Durante el día, Ángel desaparecía entre los árboles del parque. se escondía de los policías, de los curiosos, de las personas con uniforme. Había aprendido que los adultos con prisa no eran de fiar.
Solo se acercaba a los puestos de comida cuando el hambre le doblaba el estómago. A veces una señora le regalaba un pan. A veces nadie le regalaba nada. Entonces dormía abrazando la manta con la cabeza apoyada en su mochila. Doña Carmela lo vio por primera vez cuando regaba las plantas del parque. Lo confundió con un niño jugando entre los arbustos, pero se sorprendió al verlo tan callado y sucio. Se le acercó con suavidad sin hacer preguntas. Le ofreció una flor.
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