Un peluquero le cortaba el cabello al nieto de una anciana, Pero el niño no existía…
Llevo veinte años cortando cabello en este barrio, y creía haberlo visto todo. Pero nada me preparó para la señora Margot.
Entró un martes por la mañana, empujando su andador con determinación.
—Buenos días, joven. Vengo por el corte de mi nieto Sebastián.
Miré alrededor. Detrás de ella no había nadie.

—¿Su nieto, señora?
—Sí, Sebastián. —Se giró hacia el vacío—. Ven, mi amor, no seas tímido.
Ahí fue cuando lo entendí. Sus ojos brillaban con una claridad que no coincidía con la realidad. Me quedé paralizado, con las tijeras en la mano.
—Ah, claro. Que pase Sebastián. —No sé por qué lo dije. Simplemente salió.
—¿Ves, cielo? El señor Ramírez es muy amable. —Le habló al aire con una dulzura que me partió el corazón.
Coloqué una silla frente al espejo.
—Aquí, Sebastián. Ponte cómodo.
La señora Margot sonrió y se sentó en la sala de espera, sacando una revista. Durante quince minutos, corté el cabello invisible de un niño invisible. Hice el sonido de las tijeras, pregunté “¿así está bien?” al espejo vacío, hasta rocié un poco de agua. Escrito por Gisel Dominguez.
—Listo, campeón. Quedaste muy guapo.
—¡Ay, qué bien te ves, mi cielo! —exclamó ella, levantándose para “acariciar” la cabeza del niño—. ¿Qué le debo, don Ramírez?
—Invita la casa, señora Margot.
—Qué generoso. Sebastián, dale las gracias.
—Gracias, Sebastián. Nos vemos la próxima semana.
Y así fue. Cada martes, durante seis meses, la señora Margot traía a Sebastián. Yo perfeccioné mi actuación: le preguntaba por la escuela, le ofrecía dulces imaginarios, hasta le daba paletas “para el camino”. Mis otros clientes al principio me miraban raro, pero eventualmente todos entraron en el juego.
—¿Cómo está el pequeño Sebastián? —preguntaba el señor Torres mientras esperaba su turno.
—Creciendo como la espuma —respondía yo, sosteniendo conversaciones completas sobre un niño que no existía.
Un martes, en lugar de la señora Margot, entró una mujer de unos cuarenta años. Tenía los ojos hinchados.
—¿Don Ramírez? Soy Patricia, la hija de Margot.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—Ay, señora, si necesita que le explique…
—No, no. —Se secó las lágrimas—. Vengo a agradecerle.
Me senté junto a ella.
—Mi hijo Sebastián murió hace dos años. Cáncer. Tenía siete años. —Su voz se quebró—. Mamá… mamá no lo soportó. El dolor fue tan grande que literalmente su mente decidió que no había pasado. Los doctores dicen que es demencia, pero yo creo que fue su corazón el que se rompió primero.
No supe qué decir.
—Mamá empezó a “ver” a Sebastián por todos lados. Al principio intentamos hacerla entender, recordarle la verdad. Pero se ponía tan mal, lloraba tanto… Un geriatra nos dijo que a veces es mejor entrar en su realidad.
—Lo siento mucho —susurré.
—Hace una semana, mamá tuvo un derrame. Está en el hospital. Antes de que perdiera el habla, me tomó la mano y me dijo: “Dile al peluquero que Sebastián está muy agradecido. Que es el mejor peluquero del mundo”. —Patricia sollozó—. Yo no entendía de qué hablaba hasta que revisé su agenda. Todos los martes, anotado con plumón rojo: “Peluquería con Sebastián”.
Me tembló la voz.
—Ella lo amaba mucho.
—Usted le dio seis meses más con su nieto. No sabe lo que eso significa. —Se levantó y me abrazó—. Gracias por amarla lo suficiente como para entrar en su mundo.
Patricia se fue, dejando un sobre con dinero que me negué a aceptar pero que ella insistió en dejar en el mostrador.
Esa tarde, coloqué una foto en mi espejo. Era de Patricia con un niño hermoso de pelo castaño y sonrisa enorme.
—Este es Sebastián —les digo ahora a mis clientes—. El mejor cliente que he tenido.
Todavía guardo la silla donde él se sentaba. Nadie más la usa. Y cada martes a las diez, durante quince minutos, cierro la peluquería.
Por si acaso el niño quiere venir a cortarse el cabello.
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