Bajo el Suelo
Capítulo 1. La llamada
La noche en la comisaría era tranquila. El agente Ramírez hojeaba un informe de rutina cuando sonó el teléfono de emergencias. Contestó con la misma voz cansada de siempre, esperando que fuera otro vecino quejándose del ruido.
—Comisaría de Santa Clara, ¿cuál es su emergencia?
Al otro lado, una respiración entrecortada. Luego, una voz frágil, de niña.
—Hola… por favor, ayuden… mi papá está bajo el suelo.
Ramírez frunció el ceño.
—¿Cómo dices? ¿Bajo el suelo?
La niña parecía al borde del llanto.
—Sí… está acostado… ahí abajo.
El agente buscó la mirada de su compañero, Torres, que se encogió de hombros con gesto burlón.
—¿Puedes pasarme a tu mamá?
—Ella no me cree. Dice que me lo invento… pero yo sé que está ahí. Me lo dijo.
Ramírez tragó saliva.
—¿Cómo te lo dijo si no está en casa?
—Lo vi en un sueño. Me dijo que estaba muy lejos… y que no podía salir. Que les diga… que está bajo el suelo.
Torres soltó una risa, pero Ramírez alzó la mano. Había algo extraño en esa voz: no era el capricho de una niña. Sonaba a desesperación genuina.
—Está bien, pequeña. Dime tu nombre y tu dirección.
Capítulo 2. La madre
Cuando los agentes llegaron, los recibió una mujer pulcra, de unos cuarenta años. Su cabello castaño recogido en moño, las manos manchadas aún de detergente.
—¿Qué ocurre? —preguntó con una sonrisa tensa.
Ramírez mostró la libreta.
—Recibimos una llamada de su hija. Dice que su padre está… bajo el suelo.
Los ojos de la mujer se abrieron apenas un segundo, luego volvió a sonreír.
—Ah… bueno, ya saben cómo son los niños. Tiene mucha imaginación. Su padre está de viaje de negocios.
La niña apareció entonces detrás de su madre, abrazando un osito deshilachado. Señaló la sala con el dedo tembloroso.
—Allí. Justo allí.
La madre se apresuró a cubrirle la mano.
—¡Basta, Clara! No inventes tonterías.
Torres intervino:
—¿Podemos pasar? Solo para asegurarnos.
La mujer dudó, pero finalmente abrió la puerta. El interior olía a pintura fresca y a suelo nuevo.
Capítulo 3. Sospechas
Mientras los agentes hacían preguntas, la mujer respondió con evasivas.
—Mi esposo viaja mucho, no siempre sé exactamente dónde está. Creo que en… Serbia. O tal vez Eslovenia.
—¿Puede llamarlo? —preguntó Ramírez.
—Su teléfono está apagado. Debe de estar en un avión.
El agente anotó todo con ceño fruncido. Había algo extraño: la casa parecía demasiado ordenada, demasiado perfecta, como si alguien se esforzara demasiado por mostrar normalidad.
La niña, mientras tanto, no apartaba la vista del suelo laminado. Murmuraba palabras ininteligibles, como si hablara sola.
Ramírez se agachó a su altura.
—Clara, ¿quieres contarme qué viste en tu sueño?
Ella lo miró con ojos enormes.
—Papá vino y me dijo: “Diles. Estoy aquí. Bajo el suelo.”
Capítulo 4. Excavación
Ante la insistencia de la niña y la creciente sospecha, los agentes pidieron permiso para inspeccionar. La madre se puso nerviosa.
—¡Acabamos de reformar la sala! ¿Saben cuánto costó?
—Si no hay nada, el seguro lo cubrirá, señora —respondió Torres fríamente.
Tras discutir unos minutos, levantaron las primeras tablas. El martilleo resonaba en el silencio de la casa. La madre los observaba con los labios apretados, las manos crispadas.
Y entonces, un grito.
—¡Aquí hay algo! —exclamó uno de los policías.
Bajo la capa de cemento apareció plástico de obra, y dentro, el contorno de un cuerpo humano.
Ramírez dio un paso atrás, horrorizado.
—Dios mío…
La niña apretó su osito contra el pecho.
—Se los dije. Papá estaba aquí.
Capítulo 5. El cadáver
El cuerpo fue extraído con sumo cuidado. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, envuelto en plástico, con signos de haber recibido un fuerte golpe en la sien. No había señales de lucha.
La autopsia posterior confirmó la causa de muerte: traumatismo craneal contundente. Probablemente instantáneo.
Los investigadores comenzaron a atar cabos. La reforma del suelo coincidía con la desaparición del marido. Los obreros declararon que la mujer les pidió “rellenar un poco más de lo habitual” y que ella misma supervisó el vertido del cemento.
Nadie sospechó nada.
Capítulo 6. Interrogatorio
En la comisaría, la madre negó todo.
—¡No lo maté! Fue un accidente. Discutimos, él… él me gritó. Yo solo quería que se callara. Tomé un candelabro y… cuando me di cuenta, ya no respiraba.
Se echó a llorar.
—No sabía qué hacer. Pensé en mi hija… en que si me llevaban presa, se quedaría sola.
Ramírez la observó con gesto impenetrable.
—Así que decidió esconderlo bajo el suelo de su casa.
—¡Tenía miedo!
—Y mintió diciendo que estaba de viaje.
Ella bajó la cabeza.
—Sí…
Capítulo 7. La niña y el sueño
Mientras tanto, Clara fue entrevistada por psicólogos. Contó siempre la misma historia: su papá se le apareció en sueños. La primera vez, lo vio en un lugar oscuro, frío. Él le dijo que no tuviera miedo, que aún estaba cerca, justo bajo sus pies.
—Me pidió que se lo dijera a ustedes —explicó la niña—. Yo no quería, porque mamá se enoja. Pero él insistió.
Los expertos discutieron si se trataba de imaginación infantil, intuición o algo más. Ramírez, sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la posibilidad de que, de alguna forma inexplicable, el espíritu del hombre hubiera guiado a su hija hacia la verdad.
Capítulo 8. Juicio
El caso se convirtió en noticia nacional. Los periódicos titulaban: “Niña descubre el cadáver de su padre gracias a un sueño”.
Durante el juicio, la mujer admitió la agresión, pero insistió en que no tuvo intención de matar. La fiscalía argumentó premeditación al ocultar el cuerpo.
La sala estaba llena. Clara, sentada con su tía materna, miraba a su madre con lágrimas silenciosas.
El jurado la declaró culpable de homicidio y ocultamiento de cadáver. Fue condenada a veinte años de prisión.
Capítulo 9. Epílogo
Tras la sentencia, Clara fue acogida por sus abuelos paternos. La niña parecía tranquila, aunque a veces despertaba en la noche llamando a su papá.
Una vez, le contó a su abuela:
—Anoche volvió a visitarme en sueños. Estaba contento. Me dijo que ya descansaba, que no tenía frío.
La anciana lloró en silencio, acariciando el cabello de la niña.
Ramírez, al enterarse, anotó esas palabras en su libreta antes de cerrar el expediente. No sabía si creer en fantasmas, pero estaba convencido de algo: sin esa llamada extraña, jamás habrían descubierto la verdad.
Y cada vez que pasaba frente a la casa con el suelo nuevo, recordaba la voz frágil de una niña que había dicho con certeza absoluta:
—Mi papá está bajo el suelo.
FIN
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