En el año de 1823, en las tierras altas del virreinato del Perú, existía una hacienda conocida como San Jerónimo de los Azotes. Este nombre, susurrado con terror entre los esclavizados, no era casual. La condesa Beatriz de Salcedo y Villarreal gobernaba aquellas tierras con una crueldad que superaba incluso los estándares brutales de su época. Pero esta historia no comienza con ella. Comienza con una mujer llamada Yaretsi, cuyo nombre en su lengua originaria significaba “la que siempre será amada”. Yaretsi había sido arrancada de su comunidad indígena a los 14 años, vendida como esclava doméstica a la hacienda después de que los recaudadores de tributos destruyeran su aldea. Ahora, con 23 años, había sobrevivido a nueve años de tormentos que habían convertido su piel en un mapa de cicatrices. Pero algo mantenía vivo su espíritu: su hijo de 3 años, al que había llamado Amaru, como la serpiente sagrada de sus ancestros.

La hacienda San Jerónimo no era solo un lugar de trabajo forzado; era un infierno cuidadosamente diseñado. La condesa Beatriz, viuda sin herederos, había encontrado su propósito en la vida quebrantando almas. Vivía rodeada de 12 monjas de la orden de las Hermanas de la Penitencia Perpetua, una congregación tan fanática que había sido expulsada de varios conventos por sus prácticas extremas. La madre superiora, Sor Catalina de la Sangre Divina, era la mano derecha de la condesa en sus castigos. Yaretsi trabajaba en la cocina principal, un privilegio que le permitía estar cerca de Amaru durante algunas horas del día. El niño dormía en un rincón sobre sacos de arpillera, y su risa ocasional era el único sonido puro en aquella casa de lamentos. Pero la condesa había notado algo: el amor entre madre e hijo. Y en su mente retorcida, ese amor era una ofensa personal, un desafío a su poder absoluto.

La tarde del 23 de marzo comenzó como cualquier otra. Yaretsi molía maíz para las tortillas mientras Amaru jugaba con piedritas de colores que había recogido del patio. El niño cantaba una canción que su madre le había enseñado, una melodía antigua de su pueblo que hablaba de pájaros libres. La condesa entró a la cocina acompañada de Sor Catalina y otras tres monjas. El silencio cayó como una losa.

“Ese ruido pagano ofende los oídos de Dios”, dijo la condesa mirando a Amaru con desprecio.

Yaretsi se arrodilló inmediatamente, como había aprendido a hacer, para evitar castigos peores. “Perdón, mi señora, le enseñaré silencio.”

Pero la condesa sonrió, y esa sonrisa era más aterradora que cualquier grito. “No, india inmunda. Ya es tiempo de que este bastardo aprenda la verdadera fe. Las hermanas lo llevarán a la capilla para una instrucción especial.”

El corazón de Yaretsi se detuvo. La capilla era donde llevaban a los esclavizados para los peores castigos, aquellos que la condesa consideraba “correctivos espirituales”.

“Mi señora, por favor, tiene solo 3 años, es muy pequeño.”

El golpe la tiró al suelo. Sor Catalina había usado su rosario de cuentas de metal y la sangre brotó de la ceja partida de Yaretsi. “¿Cómo te atreves a cuestionar la voluntad de tu ama? Este mocoso será purificado o morirá en el intento.”

Dos monjas tomaron a Amaru, que comenzó a llorar y a extender sus brazos hacia su madre. Yaretsi intentó levantarse, pero las otras dos monjas la sujetaron mientras Sor Catalina le ataba las manos a la pata de la pesada mesa de piedra de la cocina.

“Permanecerás aquí meditando sobre tu insolencia. Cuando tu engendro regrese purificado, quizás seas digna de verlo.”

Escuchó los gritos de Amaru alejándose, sus llamados de “¡Mamá! ¡Mamá!” resonando por los corredores, hasta que una puerta se cerró y el silencio lo tragó todo.

Las horas que siguieron fueron una eternidad. Yaretsi rogó, lloró, prometió cualquier cosa. Otros esclavizados pasaban por la cocina con miradas de compasión impotente. Todos sabían lo que significaba la “instrucción especial” en la capilla. Nadie que entraba allí salía sin marcas permanentes en cuerpo y alma. Cuando finalmente cayó la noche, el viejo Tomás, un africano que había perdido su lengua hacía años, se acercó y con gestos le indicó que había visto a las monjas entrando y saliendo de la capilla repetidamente, pero ningún sonido salía de allí.

Cerca de la medianoche, Sor Catalina regresó sola. Su hábito estaba manchado y en sus ojos había algo que Yaretsi no pudo descifrar. ¿Satisfacción? ¿Horror? Ambos.

“Tu bastardo ha sido purificado”, dijo mientras cortaba las cuerdas que ataban a Yaretsi. “La condesa ordena que vayas a recoger su cuerpo de la capilla. Deberás enterrarlo antes del amanecer en el campo de los malditos, sin bendición, como corresponde a un pagano.”

Yaretsi no sintió sus piernas moverse, pero de alguna manera estaba corriendo. Atravesó los corredores oscuros, sus pies descalzos golpeando las piedras frías. La puerta de la capilla estaba entreabierta y una sola vela iluminaba el interior.

Lo que vio destruyó algo fundamental en su ser, algo que nunca podría ser reparado. Amaru colgaba de una cuerda atada a una de las vigas del techo. Su pequeño cuerpo se balanceaba suavemente con la corriente de aire que entraba por las ventanas altas. Había sido desnudado y su piel morena estaba cubierta de moretones y quemaduras. Alguien había tallado una cruz en su pequeño pecho. Sus ojos abiertos miraban hacia la nada y su boca estaba congelada en un grito silencioso. A sus pies, un charco de orina y heces testimoniaba su agonía final. En la pared, escrito con lo que parecía ser la sangre del niño, había una frase en latín: Sic transit gloria mundi. Así pasa la gloria del mundo.

Yaretsi no gritó. Algo más profundo que el grito emergió de ella: un sonido gutural que venía desde un lugar anterior al lenguaje, un lamento que contenía siglos de dolor acumulado. Se acercó a su hijo y lo bajó con ternura infinita, acunando su cuerpo frío contra su pecho. Le cerró los ojos con dedos temblorosos y comenzó a cantarle la canción de los pájaros libres, la misma que él había cantado esa tarde. Su voz se quebraba, pero no se detenía.

Así la encontraron al amanecer, meciéndose con su hijo muerto, cantando una y otra vez la misma melodía. Tres esclavizadas la llevaron a la fuerza, le quitaron a Amaru y lo enterraron en el campo sin nombres, donde ponían a los que morían sin valor para sus amos. Yaretsi fue encerrada en el sótano durante tres días sin comida ni agua, como castigo por “perturbar la paz de la casa con sus lamentos impíos”.

Cuando la liberaron, era otra persona. Sus ojos ya no mostraban miedo ni súplica. Había algo más allí, algo antiguo y terrible. Volvió a sus tareas en silencio absoluto. No hablaba con nadie, no levantaba la mirada, no reaccionaba a los insultos ni a los golpes ocasionales. Las otras personas esclavizadas susurraban que su alma había muerto con su hijo, pero estaban equivocados. Su alma no había muerto. Se había transformado en algo más peligroso: en venganza pura.

Durante las siguientes semanas, Yaretsi observó. Aprendió los horarios exactos de cada monja. Descubrió que la condesa tomaba un té de hierbas especial cada noche antes de dormir, preparado por Sor Catalina. Notó que las monjas se reunían para sus rezos nocturnos en la capilla a la 1 de la madrugada, una práctica que mantenían en secreto. Memorizó dónde guardaban las llaves, qué puertas chirriaban, qué escalones crujían.

En el sótano de la cocina, donde guardaban los cuchillos para sacrificar animales, había una hoja particular que Yaretsi había afilado durante años. Era su trabajo mantener las herramientas cortantes, y este cuchillo en particular era su obra maestra, casi medio metro de acero que podía cortar hueso con facilidad. Lo había llamado en secreto “Vengador” en su idioma. Ahora sabía que había estado preparándolo para este momento.

La noche del 14 de abril, exactamente tres semanas después de la muerte de Amarú, comenzó a llover. Una tormenta violenta que castigaba las montañas, el tipo de tormenta que sus ancestros habrían interpretado como la ira de Illapa, el dios del trueno. Yaretsi vio en esto una señal. Esa noche, mientras servía la cena, mezcló en el té de la condesa una cantidad generosa de tintura de adormidera que había estado robando gota a gota durante semanas de la enfermería de las monjas.

La condesa bebió su té como siempre, sin sospechar nada. Una hora después estaba profundamente dormida en su habitación. Yaretsi esperó hasta la 1 de la madrugada. El sonido de la lluvia y los truenos ahogaría cualquier otro ruido. Se deslizó por las escaleras hasta el sótano, tomó el Vengador y comenzó su trabajo.

La primera en morir fue Sor Inés, la más joven, que había sostenido a Amaru mientras otras lo torturaban. Yaretsi la encontró sola en la despensa. El cuchillo entró por la nuca y salió por la garganta en un solo movimiento fluido. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Yaretsi cerró su cadáver en el armario de las harinas.

La segunda fue Sor Pilar, guardiana de las llaves de la capilla. La encontró dormitando en su celda. Yaretsi le tapó la boca con una mano y con la otra le cortó la garganta de lado a lado. Tomó las llaves y continuó.

Las otras monjas estaban en la capilla, rezando con fervor. Yaretsi esperó pacientemente junto a la puerta. Cuando salieron en fila, Yaretsi atacó. La tercera monja, Sor Magdalena, murió con una puñalada en el corazón. La cuarta, Sor Josefa, recibió el cuchillo en el ojo, la hoja penetrando hasta el cerebro. Las otras comenzaron a gritar, pero el sonido de la tormenta era ensordecedor.

Sor Catalina, la madre superiora, intentó huir, pero Yaretsi era más rápida. La alcanzó en el corredor y la derribó. El cuchillo bajó una, dos, tres, cuatro veces. Cada golpe acompañado de palabras en el idioma de Yaretsi: “¡Por Amaru! ¡Por Amaru! ¡Por Amaru!”.

Las monjas restantes se dispersaron por la casa, pero Yaretsi las cazó una por una como un espíritu de muerte inexorable. Sor Francisca intentó esconderse en el armario de la ropa blanca; Yaretsi la encontró y la degolló entre las sábanas. Sor Teresa corrió hacia las escaleras, pero resbaló en la sangre; el cuchillo la alcanzó en la espalda. Sor Beatriz, Sor Dolores y Sor Lucía murieron juntas, acorraladas en la biblioteca.

La última monja viva era Sor Remedios, una mujer mayor que siempre había mostrado algo de compasión. Yaretsi la encontró rezando en su celda.

“Por favor”, susurró Remedios. “Yo no toqué a tu hijo. Yo intenté detenerlas.”

Yaretsi se detuvo, el cuchillo levantado. Por un momento, algo humano parpadeó en sus ojos. Pero entonces recordó a Amaru colgando. Recordó la cruz tallada en su pecho.

“Rezaste con ellas”, dijo Yaretsi en voz baja. “Comiste con ellas. Dormiste bajo el mismo techo sabiendo lo que hacían. Tu silencio te hace igualmente culpable.”

El cuchillo cayó.

Ahora solo quedaba la condesa. Yaretsi caminó lentamente hacia los aposentos principales, dejando un rastro de huellas ensangrentadas. La adormidera había hecho bien su trabajo. La condesa Beatriz dormía profundamente.

Yaretsi la despertó tapándole la boca con fuerza. Los ojos de Beatriz se abrieron confundidos, luego aterrorizados.

“Vas a escucharme”, dijo Yaretsi en perfecto español, su voz controlada y fría. “Vas a escuchar cada palabra antes de morir. Mi nombre es Yaretsi. Significa ‘la que siempre será amada’. Tú nunca te molestaste en aprender mi nombre. Y tenía un hijo. Se llamaba Amaru. Tenía 3 años. Le gustaba cantar. Me llamaba ‘mamá’. Y ustedes lo mataron. Lo torturaron y lo colgaron en tu capilla sagrada.”

Las lágrimas corrían por el rostro de la condesa, pero eran de miedo puro. “Tus monjas están muertas. Las 12. Las maté una por una y disfruté cada momento. Pero tu muerte será diferente. Tú ordenaste todo.”

Yaretsi retiró su mano. Beatriz comenzó a suplicar: “Por favor, te daré dinero. Te daré tu libertad. ¡Solo déjame vivir!”.

Yaretsi la abofeteó con fuerza. “No quiero tu dinero. No quiero tu libertad. Lo único que quiero ya me lo quitaste. Así que ahora te quitaré lo único que tú tienes: tu vida.”

Lo que sucedió después en esa habitación es difícil de narrar. Yaretsi no simplemente mató a la condesa; la desmembró, comenzando por los dedos de las manos y los pies, trabajando lentamente mientras la condesa gritaba y rogaba. Las monjas habían torturado a su hijo durante horas. Yaretsi le devolvió el favor.

Cuando finalmente la condesa murió cerca del amanecer, Yaretsi tomó su cabeza. Usó el cuchillo para cortar limpiamente a través del cuello. La cabeza, con sus ojos vidriosos todavía abiertos en terror, fue colocada en una bandeja de plata. Yaretsi recorrió entonces la casa, recolectando las cabezas de las 12 monjas. Colocó cada cabeza en la mesa del gran comedor, organizándolas en círculo alrededor de la cabeza de la condesa en el centro.

Luego, Yaretsi regresó a la capilla. Empapó las paredes con aceite de las lámparas y prendió fuego. Las llamas se extendieron rápidamente. Mientras el fuego rugía, Yaretsi abrió el sagrario, donde guardaban la hostia consagrada, y la pisoteó deliberadamente, una profanación impensable. “Tu Dios permitió que mataran a mi hijo”, escupió. “Que arda su casa.”

El fuego se extendió desde la capilla hacia el resto de la hacienda. Yaretsi no intentó detenerlo. En cambio, fue de celda en celda, liberando a los esclavizados que dormían en los barracones. “¡Corran!”, les decía, “la casa está en llamas, la condesa está muerta, las monjas están muertas. Son libres. Corran hacia las montañas y no miren atrás.”

La mayoría huyó inmediatamente. El viejo Tomás, sin lengua, se acercó a Yaretsi. Con lágrimas en los ojos, tomó su mano ensangrentada y la besó. Luego señaló hacia las montañas y a sí mismo, ofreciéndose a huir con ella. Pero Yaretsi negó con la cabeza. “No”, dijo suavemente. “Mi camino termina aquí. Pero el tuyo puede continuar. Vive por ambos. Vive por Amaru.” El viejo asintió sollozando y se alejó corriendo.

Cuando las primeras luces del día comenzaron a iluminar el cielo, Yaretsi estaba de pie en el campo sin nombres, donde habían enterrado a su hijo. Había cavado con sus propias manos hasta encontrar el pequeño cuerpo envuelto en arpillera sucia. Lo sacó con ternura y lo llevó en brazos de vuelta hacia la hacienda en llamas.

Entró en lo que quedaba de la capilla, ahora un infierno de vigas cayendo y piedras ardientes. Colocó a Amaru en lo que había sido el altar mayor. “Aquí te mataron, mi amor”, susurró acariciando su rostro pequeño. “Aquí también descansarás, pero en un altar de venganza consumada, no de sufrimiento. Todos los que te hicieron daño han pagado. Y ahora, mamá viene contigo.”

Las autoridades llegaron al mediodía. Lo que encontraron los horrorizó. Los restos carbonizados de la hacienda todavía humeaban. En el comedor, milagrosamente preservado, estaban las 13 cabezas organizadas en su macabro círculo. Y en las ruinas de la capilla, abrazados en la muerte, encontraron los restos de una mujer y un niño pequeño.

La historia se extendió como pólvora por todo el virreinato. Los españoles la contaban como una advertencia sobre los peligros de ser “demasiado lenientes”. Los esclavizados la contaban como un cuento de justicia. La Iglesia intentó suprimirla, pero la historia persistió, transmitiéndose de generación en generación.

Lo que las autoridades nunca supieron, lo que nunca se incluyó en los informes oficiales, era lo que había sucedido en las semanas antes de la masacre. Yaretsi había comenzado a tener visiones. En sus sueños, su abuela muerta, una curandera, venía a ella. “El dolor que cargas es el dolor de todas nosotras”, le decía. “Tu venganza no es solo tuya, es la de todos los que no pudieron luchar. Sé nuestra voz.” Después de encontrar a Amaru, Yaretsi ya no era solo una madre en duelo; se había convertido en un instrumento de algo más grande, una furia ancestral.

Entre los esclavizados que escaparon esa noche había una mujer llamada Inti, que había sido confidente de Yaretsi. Antes de morir en 1867, Inti dictó sus memorias. En ellas revela que Yaretsi no actuó completamente sola. Varios esclavizados sabían lo que iba a hacer y deliberadamente crearon distracciones, dejaron puertas sin cerrar y se aseguraron de que ciertas áreas estuvieran vacías. Era, en cierto sentido, una conspiración silenciosa de los oprimidos.

Inti también revela que después de encontrar a Amaru muerto, Yaretsi había ido a ver a una curandera conocida como “la vieja del bosque”. Esta mujer le había dado no solo la tintura de adormidera, sino también un brebaje que, según la tradición ancestral, daría fuerza y valor sobrehumanos. Inti jura que después de beberla, Yaretsi se movió aquella noche con una velocidad y precisión que parecían imposibles.

Los otros esclavizados que escaparon llevaron la historia a las montañas, donde se convirtió en leyenda. Años después, cuando las guerras de independencia llegaron a esa región, los revolucionarios encontraron las ruinas. Algunos dijeron que en las noches de tormenta podían escuchar el canto de una mujer, una melodía antigua sobre pájaros libres.

La iglesia eventualmente reconstruyó la capilla, pero ningún sacerdote duraba allí. Reportaban pesadillas y visiones. La nueva capilla fue abandonada. En algunos pueblos de los Andes todavía hoy, el 14 de abril, las madres encienden velas por Yaretsi y Amaru, rezando no a los santos católicos, sino a la memoria de aquellos que fueron destruidos.

Los registros oficiales de la época describen el incidente simplemente como un “levantamiento violento por parte de una esclava demente”. La congregación de las Hermanas de la Penitencia Perpetua fue disuelta. La familia de la condesa Beatriz vendió sus propiedades y regresó a España, borrando el nombre de Beatriz de sus registros familiares como si nunca hubiera existido.

En el lugar donde una vez estuvo la hacienda, ahora hay un pueblo pequeño. En la plaza central hay una placa simple que dice: “En memoria de todos los que sufrieron aquí, que sus nombres perdidos no sean olvidados.” Cada año, el 23 de marzo, el día en que Amaru fue asesinado, las madres del pueblo llevan a sus hijos a los restos de la vieja capilla. Allí les cuentan la historia, no para glorificar la violencia, sino para enseñarles sobre el valor del amor maternal y el costo de la crueldad.

La historia de Yaretsi y Amaru es, en última instancia, una tragedia. ¿Estuvo justificada su venganza? Esta pregunta ha sido debatida durante dos siglos. Quizás la pregunta misma es incorrecta, porque pide que apliquemos marcos morales ordinarios a una situación que estaba lejos de ser ordinaria.

Lo que es indiscutible es que Yaretsi se convirtió en un símbolo. No era una santa; era una mujer quebrada por un dolor insoportable que tomó la única forma de agencia que le quedaba. No pidió ser heroína o símbolo. Solo quería a su hijo de vuelta. Y cuando eso se volvió imposible, quiso que aquellos responsables pagaran.

Lo que a menudo se pierde en estas discusiones es el detalle humano concreto. Yaretsi era real. Amaru era real. Los registros médicos forenses de la época documentan que Yaretsi tenía múltiples fracturas curadas incorrectamente y su espalda era un mosaico de cicatrices de látigo. El cuerpo de Amaru mostraba evidencia de tortura prolongada. La cruz tallada en su pecho había sido hecha mientras estaba vivo.

Estos no son detalles fáciles de leer, pero son necesarios para entender por qué Yaretsi hizo lo que hizo. Las monjas que perpetraron esto no eran monstruos aberrantes; eran productos de un sistema que deshumanizaba tan completamente a los pueblos indígenas y africanos que torturar a un niño de 3 años podía ser racionalizado como “educación religiosa”. La condesa Beatriz genuinamente creía que estaba haciendo la obra de Dios. Este es quizás el horror más profundo de la historia: que tales actos no requirieron locura individual, solo la normalización de la crueldad institucionalizada.