le pagó el taxi con sus últimas propinas y cuando el chóer sonrió raro, la mesera sintió que acababa de cometer un error.

El restaurante estaba en esa hora rara donde la música ya no anima, solo acompaña. Copas vacías, platos con

migas, el olor a carne asada mezclado con perfume caro y aire acondicionado demasiado frío. Las risas de los

clientes se apagaban como luces al final de una fiesta. Camila Ortega, mesera

desde hacía años, caminaba con una charola en una mano y la otra apretando un papelito con cuentas. La espalda le

dolía, los pies le ardían, pero su cara seguía con esa sonrisa entrenada que no revela el cansancio. Eso era lo que

vendía. Calma. En una mesa cercana, un grupo de hombres con relojes brillantes

cerraba un trato, o al menos fingía cerrarlo. Se les notaba en el tono, en

la manera en que daban propinas como si fuera un gesto de poder, no de gratitud. Camila recogió una servilleta manchada,

acomodó un vaso y justo cuando pensó que por fin podría sentarse 2 minutos, lo vio. La puerta lateral del restaurante

se abrió con un golpe pequeño y entró una corriente de aire tibio del exterior. Y detrás de esa corriente, una

niña. No entró corriendo, no lloró, no buscó a nadie con desesperación.

Entró como quien no quiere llamar la atención, como quien sabe que si la ven le harán preguntas. Tenía unos nueve o

10 años, el cabello oscuro algo enredado, una sudadera que le quedaba grande y una mochila pequeña colgándole

de un hombro. Lo que más destacó no fue la ropa, fue la mirada. Una mirada

seria, cansada, como si el mundo ya le hubiera exigido demasiadas cosas. Camila

sintió un pinchazo en el pecho. No era lástima exactamente, era alarma. ese

instinto que le decía cuando un cliente se iba sin pagar o cuando alguien estaba donde no debía. La niña se quedó cerca

de una pared pegada a una planta decorativa, como si la planta pudiera volverla invisible. Miraba hacia afuera

por el cristal, como esperando ver algo o a alguien. Camila se acercó despacio

sin asustarla. “Hola, mi amor”, dijo con voz baja, cálida. ¿Estás bien? La niña

la miró un segundo largo, no respondió rápido, como si hubiera aprendido a

medir cada palabra. “Sí”, dijo al fin, pero la voz salió chiquita. Camila notó

un detalle. La niña apretaba una pulsera de hilos en la muñeca como si fuera un amuleto, y sus dedos estaban fríos.

“¿Con quién vienes?”, preguntó Camila. La niña bajó la vista, luego miró la

puerta otra vez. Con nadie. murmuró. Camila tragó saliva. En ese lugar, una

niña sola no era normal. No por peligro explícito, sino por simple realidad.

Nadie dejaba a una niña así de noche sin un adulto, a menos que algo estuviera

desordenado. “¿Te perdiste?”, insistió Camila. “¿Vives cerca?” La niña dudó. Se

mordió el labio. “Tengo que irme”, dijo. Camila. vio que la niña miraba hacia la

calle como si temiera que la vieran hablando. Eso encendió más la alarma. ¿A

dónde?, preguntó Camila. ¿Quieres que llamemos a tu mamá o a tu papá? La niña

negó con la cabeza rápido. No, no puedo dijo. Camila sintió el peso de esas dos

palabras. No puedo. No era, no quiero. Era otra cosa. Límite. Camila bajó un

poco su tono. Okay. Dijo. Entonces, dime una cosa. ¿Tienes cómo volver a casa? La

niña apretó la correa de la mochila. No tengo dinero admitió. Camila miró

alrededor. Nadie estaba prestando atención. Los de la mesa grande seguían

riéndose. El gerente hablaba por teléfono. El mundo seguía como si nada.

Y Camila sintió esa punzada de rabia. Como la vida puede seguir normal mientras a alguien se le cae el suelo.

¿Tienes una dirección?, preguntó. La niña levantó la mirada nerviosa. Sí,

dijo, pero bajó la voz. Me la me la dijeron. Camila se agachó un poco para

quedar a su altura. Dímela, pidió. La niña la susurró casi

sin mover los labios. Camila alcanzó a entender lo suficiente, una zona de la

ciudad, una calle y un número que sonó extraño. No porque fuera malo, sino

porque no sonaba a casa. Sonaba a edificio grande, al lugar donde entra y

sale gente. Camila tragó saliva. ¿Ahí vives?, preguntó. La niña apretó la

pulsera. Ahí me esperan”, dijo y la frase le salió como aprendida. Camila

sintió un escalofrío, no por imaginar daño, sino por el peso de la palabra esperan, dicha así, sin nombre, sin mi

mamá, sin mi tía. Solo me esperan. Camila miró el reloj. Faltaba poco para

que cerraran. Sus propinas del día estaban en el bolsillo del mandil. Billetes doblados, moneditas, la suma

exacta para pagar el camión de la semana y comprar algo de despensa. No tenía de sobra, pero vio la cara de la niña y

supo algo. Si la dejaba ir sola, esa noche no iba a dormir. “Te voy a pedir

un taxi”, dijo Camila. “Para que llegues bien.” La niña abrió los ojos. “No, no

hace falta”, murmuró, pero su voz no sonó convencida. Camila ya estaba

sacando el teléfono. Si hace falta, dijo. Y no te preocupes, yo me encargo.

Pidió el taxi por una app. Nombre del conductor Raúl. Auto, sedán blanco.

Placa. Camila no la memorizó aún, solo la vio aparecer en pantalla. La niña se

quedó quieta como si no supiera si agradecer o huir. “¿Cómo te llamas?”,

preguntó Camila mientras esperaba. La niña tardó un segundo. Nuria, dijo.

Camila repitió el nombre suave, como si al decirlo le diera un poquito de lugar en el mundo. Nuria. Okay. Mira, el taxi

llega en 2 minutos. ¿Tienes teléfono? Nuria negó. Se me Se me apagó, dijo

bajando la mirada. Camila no la presionó, solo asintió guardándose la

sospecha en el pecho. A través del cristal, el taxi llegó. Se estacionó

apenas afuera, con las luces encendidas. Un hombre al volante miró hacia el

restaurante y sonró. Esa sonrisa fue lo que le movió algo a Camila. No era una

sonrisa amable, era una sonrisa rápida como de alguien que ya sabe lo que

viene. Camila respiró hondo, se acercó a la puerta con Nuria. El taxi bajó el