La neblina del día de muertos cubría Nesahualcoyotl un manto gris que absorbía la luz de los

faroles. En la esquina de avenida Pantitlán y calle acueducto, donde los

perros callejeros disputaban la basura y las patrullas rara vez aparecían después

de las 9, un pequeño puesto de tacos permanecía abierto contra toda lógica.

Tacos Saúl”, decía el letrero desgastado. Detrás del trompo casi vacío, Saúl

Méndez limpiaba el mostrador con movimientos mecánicos. A sus años tenía

los ojos hundidos de quien no ha dormido bien en 9 meses. Su piel morena estaba

opaca, sin vida, como si algo esencial hubiera drenado de él. Miró el reloj.

Las 11:4 la noche del 2 de noviembre de 2024. Hora de cerrar, hora de enfrentar

lo que vendría mañana. Sus ojos se llenaron de lágrimas que ya no podía contener. Había vendido exactamente tres

tacos en todo el día, 45 pesos en 12 horas de trabajo. Y mañana, 3 de

noviembre, a las 6 de la tarde se cumpliría el plazo. El prestamista

vendría por sus 96,000 pesos y Saúl no los tenía. Todo había comenzado 9 meses

atrás. El 23 de febrero, su esposa Rocío había ido al mercado con 200 pesos para

comprar verduras. Dos delincuentes la interceptaron. Cuando ella se negó a

entregarles el dinero gritando, “Es para darles de comer a mis hijos”, uno

disparó. Rocío cayó sobre las verduras desparramadas. Murió antes de que

llegara la ambulancia. El funeral costó 80,000es.

Saúl acudió a don Esteban Rosas, el prestamista del barrio que cobraba 20%

de interés semanal. Los 80,000 se convirtieron en 96,000 en dos meses.

Tres semanas atrás, don Esteban había llegado con dos hombres. Tienes hasta el 3 de noviembre para pagar completo. Si

no, me llevo a tu hija Brenda. Conozco gente que paga bien por niñas bonitas de

13 años. Desde ese día, Saúl había intentado

todo, pedido prestado a vecinos igualmente pobres, ido a bancos que lo

rechazaron, intentado vender su equipo sin éxito. Y en las noches, cuando sus

cuatro hijos dormían, se sentaba en la cocina pensando en Rocío, en cómo ella

había sido su luz, su fuerza. Dos veces había intentado suicidarse. La

primera con veneno para ratas. Kevin, su hijo de 16 años, apareció

buscándolo. Papá, te estábamos esperando para cenar. Saúl tiró el veneno y abrazó

a su hijo llorando. La segunda vez en el puente de avenida Texcoco, listo para

saltar. Su teléfono sonó. Era Brenda. Papi, ¿vas a llegar pronto? Hice

quesadillas. Te guardé las que tienen más queso porque sé que te gustan. No podía hacerles eso. Ya habían perdido a

su madre. Así que seguía arrastrándose por la

vida, funcionando en piloto automático, con una depresión tan severa que un

psiquiatra le había dicho que necesitaba medicamento urgente, pero el medicamento

costaba 100 pesos al mes que no tenía. Ahora, en esta noche brumosa con menos

de 20 horas para el plazo, Saúl apagó el fuego del trompo. Las últimas tres

porciones de carne brillaban bajo la luz. Carne preparada con la receta que

Rocío le enseñó hace 23 años. Las envolvió en papel aluminio. Era lo único

que podía darles a sus hijos esta noche. Comenzó a desmontar el puesto lentamente. Cada movimiento era un

esfuerzo titánico contra el peso de la depresión que lo aplastaba. Sus hombros

permanentemente encorbados, su espalda doliendo por cargar no solo el equipo,

sino la culpa, el miedo, la desesperación. Estaba doblando el toldo cuando escuchó

pasos. pisadas lentas arrastrándose sobre el pavimento. Se giró pensando que

don Esteban había decidido cobrar un día antes. Lo que vio lo dejó paralizado. Un

hombre avanzaba desde la neblina, descalzo con los pies cubiertos de tierra oscura que parecía de cementerio,

pantalones arapientos rotos en las rodillas, camisa blanca sucia con manchas de tierra fresca como si hubiera

estado cavando o como si hubiera salido de una tumba. El hombre se detuvo a 3 m del puesto. Su

voz era ronca. Hermano, ¿me regalas un taco? Tengo mucha hambre. Saúl sintió

que el estómago se le retorcía. Miró al hombre, luego los tres tacos envueltos,

los últimos tres, la cena de sus cuatro hijos. Son mis últimos tres tacos, señor. Son

para mis hijos. No tengo más nada. El hombre asintió con tristeza infinita.

Entiendo, hermano. Disculpa que te moleste. Dios te bendiga. Se dio vuelta

para irse y en ese momento Saúl vio algo que lo quebró. La espalda encorvada por

hambre, los pies descalzos sangrando, el temblor de frío bajo la camisa delgada.

Y vio a Rocío, no literalmente, pero su recuerdo tan claro como si estuviera

frente a él. Dos años atrás, cuando un indigente llegó y Saúl quería mandarlo

con las manos vacías, Rocío había insistido, Saúl, nosotros tenemos, él no

tiene nada. Así enseñó Jesús, comparte aunque te duela. Le había preparado

cinco tacos al hombre.

Y cuando el indigente se fue llorando de agradecimiento, Rocío lo abrazó. El día

que no tengamos para compartir con quien tiene menos, ese día nos habremos vuelto

pobres de verdad. Las lágrimas volvieron a los ojos de

Saúl. Miró al hombre alejándose en la neblina. Miró los tres tacos. Espere,

Señor. El hombre se detuvo. Saúl tomó los tacos y los preparó en platos. Les

puso cilantro, cebolla, salsa verde y roja, tres limones cortados. Los preparó

como si fueran para un cliente que pagara. “Son mis últimos tres tacos”, dijo mientras extendía los platos. “Pero