El Pacto de Iquique: Cómo siete cartas secretas revelaron el sacrificio demoníaco de las hijas de un comerciante en 1891
Corría el año 1891. Las calles de Iquique, Chile, estaban cubiertas por un manto blanco de salitre, y la Guerra Civil asolaba el país. Pero un terror mucho más perturbador se desarrollaba tras las ventanas cerradas de una imponente casa en la calle Baquedano. Era la residencia de la familia Aranzvia, prominentes comerciantes de telas, quienes vivían bajo una regla inquebrantable: sus seis hijas jamás podían salir después del anochecer.
Lo que ocurrió entre esas paredes permaneció como un secreto aterrador hasta 1923, cuando se descubrió una caja metálica sellada en el frío y polvoriento sótano de la antigua parroquia de San Antonio. Dentro había siete cartas frágiles, escritas con tinta descolorida y letra temblorosa, firmadas simplemente como «La Última». La autora, Dolores Aranzvia, la hija mayor y última sobreviviente, dejó tras de sí una verdad que Iquique había optado deliberadamente por enterrar: un relato escalofriante sobre el pacto fáustico de un padre, los oscuros rituales de un sacerdote y el sacrificio de seis jóvenes almas.
Una familia consagrada al horror
La familia Aranzvia —el padre Esteban, la madre Mercedes y sus seis hijas: Dolores, Amparo, Luz, Consuelo, Trinidad y Rosario— llegó a Iquique en 1878. Eran hermosas, sombrías y de un silencio inquietante. Los vecinos comentaban que nunca sonreían ni se las veía jugar.
Su destino quedó sellado en 1884, cuando Esteban, un hombre ambicioso y sediento de prosperidad eterna, conoció al padre Elías Montalba. El sacerdote, un hombre alto, de dedos largos y huesudos y una mirada penetrante y peculiar, le prometió a Esteban la salvación y la fortuna, pero a un precio terrible. El padrino al que servía el padre Elías, escribió Dolores, «era algo más antiguo, algo que requería sangre pura para mantener cerradas las puertas entre este mundo y el otro».

Las hijas fueron elegidas para ser «cerraduras», sus almas puras sirviendo como mecanismo espiritual para contener una entidad ancestral. Esteban aceptó el pacto. Mercedes, con el corazón destrozado, obedeció. Su pesadilla había comenzado.
Los rituales de medianoche y los gritos silenciosos
Los rituales comenzaron en 1885, tras el decimotercer cumpleaños de Dolores, la mayor. El padre Elías llegaba después de las nueve de la noche, entrando en la casa siguiendo una rutina que pronto se volvió escalofriantemente estandarizada. Tras reuniones en voz baja con Esteban, el sacerdote llevaba a una de las niñas al sótano, un espacio construido especialmente con doble pared y una formidable puerta de hierro.
Las cartas de Dolores describen el horripilante ritual de «consagración» con detalles estremecedores, trasladado años después a un ático estrecho y sin ventanas con olor a incienso rancio. Las muchachas fueron desnudadas, atadas con cuerdas de seda roja y obligadas a recostarse sobre una mesa de madera tallada. Les dieron un líquido amargo que las sumió en un estado de duermevela.
Entonces, comenzaron los cánticos: latín mezclado con palabras antiguas y guturales. El aire se tornó pesado, y una presencia —fría, antigua y malévola— entraba en la habitación. Las velas parpadeaban y volvían a encenderse. El sacerdote ofrecía algo a la entidad, y esta aceptaba.
Al despertar, las muchachas no recordaban nada con claridad, como si sus mentes hubieran borrado misericordiosamente el horror. Pero siempre despertaban con la sensación de que algo les había sido robado, una parte de su alma entregada para siempre.
Los frascos y las almas atrapadas
Entre 1887 y 1890, tres de las seis hijas —Amparo, Luz y Consuelo— murieron. Oficialmente, fue fiebre tifoidea. El médico de cabecera de la familia, el Dr. Herminio La Torre, firmaba los certificados de defunción, pero murió poco después en circunstancias sospechosas y sus archivos desaparecieron.
La aterradora verdad, según Dolores, era que sus cuerpos habían fallado porque sus almas habían sido reclamadas por completo. Las últimas palabras de Amparo fueron un grito inolvidable de puro terror: «Mi alma no está aquí. Se la llevó».
Tras cada muerte, el padre Elías realizaba un «Rito de Liberación». Explicaba que las almas consagradas no podían ir directamente al cielo; necesitaban purificación. El siniestro mecanismo de esta purificación consistía en la conservación de órganos específicos —corazones, lenguas y ojos— en pequeños frascos de vidrio. Estos frascos se llenaban con una mezcla de formalina de contrabando, hierbas de la meseta y «agua bendita» de un manantial que jamás veía la luz del sol.
Estos frascos se guardaban en la bodega de los Aranzvia. Eran los anclajes físicos del pacto y debían permanecer sellados durante exactamente siete años para liberar las almas y mantener cerradas las puertas dimensionales. Abrirlas prematuramente, advirtió el sacerdote, sería catastrófico, atrapando las almas y abriendo los portales de par en par.
El Ajuste de Cuentas: Fuego y Autosacrificio
A finales de 1890, la familia Aranzvia era una ruina. Esteban sufrió un colapso mental total, mientras que Mercedes, la sufrida madre, perdió la voz, la culminación de años de silenciosa angustia.
El punto culminante llegó en abril de 1891, cuando el padre Elías regresó de la Guerra Civil con una caja metálica sellada con siete candados, cada uno grabado con el nombre de una hija.
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