El Fantasma del Mercado
Prólogo: Un Sábado Incompleto
Mi nombre es Chinonso. Tenía ocho años cuando mi hermana, Olaedo, desapareció. El recuerdo es una herida que el tiempo nunca ha logrado curar, un agujero en el tejido de mi infancia que nunca sanará. Era un sábado. En Nsukka, los sábados eran días sagrados. La familia, unida, iba al mercado. El aire se llenaba del olor a tierra húmeda, a especias picantes, a la promesa de un día de fiesta. Mi hermana, Olaedo, con sus cinco años y su risa de plata, me tomaba de la mano. Sus ojos, grandes y curiosos, eran dos estrellas en un cielo de inocencia.
Ese día, el mercado estaba más concurrido que de costumbre. La multitud era un mar de cabezas y de voces. Mamá, una mujer de corazón de oro y manos de hierro, nos apretó la mano. Su objetivo era conseguir los tomates más rojos, los mangos más dulces, y el precio más bajo. “Niños, esperen aquí,” nos dijo, señalando un pequeño rincón en la puerta de entrada, una burbuja de paz en el caos. “No se muevan. Volveré en un momento.”
Olaedo y yo asentimos, obedientes. Nos sentamos en el suelo, viendo a la multitud pasar. Mi hermana, con sus ojos de estrella, miraba todo, como si el mercado fuera un mundo mágico, un mundo lleno de maravillas. Un payaso, con la cara pintada de blanco y un sombrero de copa, pasó por nuestro lado. Mi hermana, con la risa en sus labios, le aplaudió. El payaso le guiñó un ojo. Y Olaedo, con la risa en sus labios, se sintió la niña más feliz del mundo.
Un momento después, una mujer desconocida, con el rostro lleno de una bondad que no era real, se acercó a mi hermana. “Tu madre me pidió que te esperara aquí,” le dijo, con una voz suave, una voz que no era la de un ángel, sino la de un fantasma. “Me dijo que te diera este dulce.” La mujer, con el rostro lleno de una bondad que no era real, le dio a mi hermana un caramelo, un caramelo que era un veneno. Olaedo, con la inocencia en sus ojos, tomó el caramelo.
Y en un abrir y cerrar de ojos, mi hermana, Olaedo, desapareció.
Mamá regresó unos minutos después, con una bolsa de tomates. “Chinonso, ¿dónde está tu hermana?” me preguntó, con una sonrisa en los labios, una sonrisa que pronto se convertiría en un grito.
El grito de mi madre fue un eco de dolor, un eco que se arrastró por todo el mercado. El caos se detuvo. La gente, con sus rostros llenos de pánico, nos miró. Mi padre, un hombre de negocios respetado y un pilar de la comunidad, llegó unos minutos después. Su rostro, antes lleno de una fuerza que me hacía temblar, ahora era un lienzo de dolor.
La buscamos por todas partes. Informes policiales. Anuncios de radio. Cárteles de “Se busca”. Los periódicos se llenaron de su foto, de su rostro de estrella, de su risa de plata. Pero la gente, con sus rostros llenos de dolor, no pudo ayudarnos. Alguien dijo haber visto una Hilux blanca alejándose a toda velocidad. Otra dijo que la vieron cerca del aparcamiento con una mujer desconocida.
Mamá se culpaba a sí misma. Lloraba hasta quedarse ciega. Sus ojos, antes llenos de una luz que me hacía sentir en casa, se llenaron de un vacío que me hizo temblar. Papá envejeció de la noche a la mañana. Murió de un derrame cerebral cinco años después, de pena, de dolor, de la búsqueda de un fantasma.
Y Olaedo… se convirtió en un recuerdo.
Capítulo 1: El Juramento Silencioso
Crecí con un vacío en el corazón. Mi infancia, que había sido una melodía de amor y de risa, se había convertido en un eco de dolor. Cada cumpleaños, cada festividad, me preguntaba qué aspecto tendría ahora. ¿Sería feliz? ¿Estaría viva? ¿Estaría en algún lugar, pensando en mí, en mamá, en la vida que le habían robado?
De adolescente, hice una promesa. Fue un juramento silencioso, un juramento que me dio la fuerza para vivir, para sobrevivir. “Si alguna vez encuentro a Olaedo, no la perderé de vista nunca más.”
La promesa, como una fuerza innegable, me impulsó a trabajar duro. Estudié. Me gradué con honores. La universidad fue mi refugio, mi burbuja de paz en un mundo de dolor. Me centré en el éxito, en la supervivencia, en la promesa que me había hecho a mí mismo.
Después de la universidad, conseguí trabajo en una gran constructora en Abuya. Era un trabajo que me daba una vida, una vida que yo no me merecía. Abuya, una ciudad de luces y de sombras, se convirtió en mi nuevo hogar. Mamá, que se había quedado ciega, se mudó conmigo. Su ceguera era un recordatorio constante de la promesa que le había hecho a mi hermana, a mi padre, a mí mismo.
El éxito, que había sido mi objetivo, se convirtió en mi obsesión. Subí de rango, me convertí en el pilar de la empresa, el hombre que no tenía tiempo para los fantasmas del pasado. Pero cada vez que me miraba en el espejo, veía el rostro de un fantasma, un fantasma que se había perdido en la multitud, un fantasma que yo no podía encontrar.
Estaba centrado en el trabajo. El éxito. La supervivencia. Hasta ese día.
Capítulo 2: Un Rostro Familiar en el Abismo
Nuestro edificio de oficinas era un rascacielos de cristal y acero. Había más de 40 empleados, y yo, el gerente de la empresa, apenas conocía a las limpiadoras. Eran sombras que se movían en la oscuridad, fantasmas que yo no tenía tiempo para ver.
Pero había una mujer. Callada, retraída. Su rostro, antes un lienzo en blanco, ahora era un mapa de dolor. Siempre usaba guantes, como si su piel fuera un tesoro que tenía que proteger. Nunca la miré a los ojos, como si sus ojos fueran un fantasma que no quería ver.
Parecía de unos 25 años. Delgada. Algo en ella me resultaba… familiar. Sus ojos, antes un lienzo en blanco, se llenaban de una tristeza que me hacía temblar. No tenía una sonrisa en sus labios, no tenía una risa en sus ojos. Era un fantasma, un fantasma que se movía en las sombras de mi oficina.
Un día, el destino, con su ironía cruel, nos unió. Se resbaló en el suelo mojado. Corrí a ayudarla. Nuestras manos se tocaron. La sensación, antes un recuerdo, se convirtió en una realidad. Se estremeció, y yo, con el corazón en un puño, me sentí en un mundo de fantasmas.
Luego, con una voz suave, una voz que me hizo temblar, susurró: “Lo siento, señor.”
Su voz me dejó paralizado.
Esa voz…
La había oído antes.
Capítulo 3: La Voz del Pasado
Esa noche, no pude dormir. El fantasma del pasado, que había sido un recuerdo, se había convertido en una realidad. Su voz, que había sido una melodía, ahora era un eco de dolor.
Desenterré una foto vieja de un álbum de fotos. Olaedo, a los 5 años. La foto, que había sido un tesoro, se había convertido en una maldición. Sus cejas, su lunar en la barbilla, sus dedos curvados. La limpiadora, el fantasma que se movía en las sombras de mi oficina, tenía las mismas cejas, el mismo lunar en la barbilla, los mismos dedos curvados.
No podía ser…
Al día siguiente, imprimí la foto. Mi corazón, que había estado roto, se llenó de una esperanza que me hizo temblar. Se la enseñé a la limpiadora. Se quedó mirándola un buen rato, como si la foto fuera un espejo de su pasado.
Luego, con una voz suave, una voz que me hizo temblar, negó con la cabeza. “No conozco a esta chica.”
Pero se le saltaron las lágrimas.
Le pregunté su nombre. “Charity,” me dijo. “Así me llamaban en el orfanato.”
No tenía recuerdos antes de los seis años. Había crecido en más de tres orfanatos, pasando de un hogar de acogida a otro. Su vida, que había sido una historia, se había convertido en un fantasma.
Se me rompió el corazón. Pero en ese dolor, encontré una esperanza.
Capítulo 4: La Prueba de Sangre y el Corazón en un Hilo
Me arriesgué.
Sin que ella lo supiera, recogí una taza de la que bebía. La envié para una prueba de ADN. El proceso, que había sido un misterio, se convirtió en mi obsesión. Esperé tres semanas. Tres semanas de agonía, de miedo, de esperanza.
Entonces, llegó el resultado. El resultado, que había sido una esperanza, se había convertido en una realidad.
99,98% de compatibilidad entre hermanos.
Era mi hermana.
Olaedo estaba viva.
Lloré durante una hora entera. Mi esposa, una mujer de corazón de oro, me abrazó mientras lloraba. “Dios no se olvidó,” susurré.
Pero ahora venía lo más difícil. ¿Cómo se lo digo? ¿Cómo le digo que la he buscado durante diecinueve años, y que ahora la he encontrado?
Capítulo 5: El Toque que Despertó el Alma
Antes de decírselo, le llevé el resultado de ADN a mamá. Mamá, que se había quedado ciega, vivía en un mundo de oscuridad. Le leí la carta. Mamá no podía ver, pero cuando dije: “Mamá, está viva. Olaedo está viva,” se lamentó. El lamento, que había sido un eco de dolor, se convirtió en un eco de esperanza.
“Déjame tocarla antes de morir,” me dijo, con la voz temblando. “No necesito verla, solo quiero tocarle la cara.”
Llevé a Olaedo a Mamá con la excusa de ofrecerle trabajo. Olaedo, con su rostro de fantasma, se sentó en el sofá. Mamá, con la mano temblando, le tocó la cara suavemente. Y en ese toque, el pasado se convirtió en una realidad.
“Mi bebé… mi Olaedo…” le dijo Mamá, con una voz que me hizo temblar.
Olaedo se quedó paralizada.
Entonces, algo cambió. El fantasma del pasado, que había sido un recuerdo, se había convertido en una realidad. Empezó a llorar desconsoladamente. Cayó de rodillas.
“Yo… conozco esta voz… te conozco…”
Empezó a murmurar cosas. Canciones antiguas. Rimas infantiles. La canción de cuna de Mamá. Los recuerdos, que habían sido un fantasma, volvieron como un torrente. Recordó el mercado. La camioneta blanca. Siendo arrastrada. Luego la oscuridad.
Gritó. Luego abrazó fuerte a Mamá, llorando como un bebé.
Capítulo 6: Las Cenizas y la Llama
Semanas después, supimos la historia completa. Una mujer, involucrada en una red de tráfico de menores, se la había llevado. La llevaron a Kano y la usaron como empleada doméstica. Vivía en la oscuridad, en el miedo, en el dolor.
Más tarde, la abandonaron en una iglesia cuando enfermó. De ahí, recorrió orfanatos. Sin identificación. Sin rastro. Nunca supo su verdadero nombre. Vivía como un fantasma, un fantasma que no sabía quién era.
Hasta que el destino, y Dios, la llevaron a fregar el suelo delante de la única persona que nunca dejó de buscarla.
Le cambiamos el nombre de nuevo a Olaedo. Ahora trabaja con mi esposa en nuestra ONG para niños desaparecidos. La incluimos en terapia. Se está recuperando. Poco a poco.
Pero ha vuelto.
Mamá dice: “Aunque muera ahora, mi corazón no llorará en la tumba.”
Olaedo ahora duerme tranquila. Sonríe. Ríe. Y a veces, cuando nos sentamos juntas por la noche, dice: “Gracias por nunca olvidarme.”
Y yo, con el corazón lleno de una emoción que me hace temblar, digo: “No lo hice. Ni por un segundo.”
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