La carta nunca entregada

Capítulo 1: El invierno y un encuentro inesperado

La primera nevada del invierno caía como una bendición silenciosa sobre San Martín del Río, un pequeño y acogedor pueblo del norte. Las calles empedradas, ahora cubiertas por un manto blanco, reflejaban las luces navideñas que titilaban en los balcones. Eran las luces de la esperanza, de los recuerdos y de los sueños no cumplidos.

Valeria Montes, de treinta y cuatro años, caminaba a paso rápido, su bufanda de lana cubriéndole la mitad del rostro para protegerse del frío cortante. En su bolso, junto a un libro viejo y unos guantes de lana, llevaba un peso invisible, un objeto que la había acompañado durante más de una década: una carta doblada, escrita a mano, con la tinta de un bolígrafo azul que, con el tiempo, se había desvanecido. Era una carta que jamás se había atrevido a entregar.

Entró en la pequeña biblioteca municipal, su santuario personal, donde trabajaba desde hacía diez años. El olor a papel viejo y a madera era como un abrazo cálido. Encendió la calefacción, dejó su abrigo y fue a preparar el café, el ritual sagrado de cada mañana. Justo en ese momento, la puerta se abrió con un sonido de campana.

—Buenos días —dijo una voz grave pero cálida, una voz que no había escuchado en años.

Valeria levantó la vista. Allí estaba Adrián Lozano, con el cabello cubierto de nieve y una sonrisa tímida en los labios. Sus ojos, del mismo color que las aguas del río que le daba nombre al pueblo, la miraron con una intensidad que la hizo temblar. Llevaba una caja de cartón en sus brazos, una caja que parecía contener un tesoro.

—No sabía que volvías hoy —dijo ella, intentando sonar casual, como si su corazón no estuviera dando un vuelco dentro de su pecho. —Llegué anoche… y no quería irme sin pasar por aquí —respondió él, dejando la caja sobre la mesa, como si fuera el gesto más natural del mundo.

Habían sido compañeros de instituto, mejores amigos… y él era el destinatario de aquella carta que dormía en el fondo de su bolso. Tras graduarse, Adrián se fue a Madrid a estudiar arquitectura, persiguiendo sueños que se sentían demasiado grandes para un pueblo pequeño. Poco a poco, las llamadas se fueron apagando, y el silencio, como la nieve, cubrió la distancia que los separaba.

Capítulo 2: El eco del pasado

—Son libros antiguos de mi abuelo —explicó Adrián, rompiendo el silencio que se había instalado entre ellos—. Aquí estarán en buenas manos.

—Gracias. Estoy segura de que sí —respondió Valeria, acariciando el borde de la caja con los dedos para no mirarlo directamente a los ojos. Tenía miedo de lo que pudieran revelar, de la verdad que siempre había guardado en su interior.

La biblioteca estaba vacía, un refugio de silencio y calma. El reloj de pared apenas marcaba las diez. Adrián se quitó el abrigo, sacudió la nieve de su gorro y se sentó frente a ella, como si el tiempo no hubiera pasado.

—¿Sabes? —dijo, la voz más baja—. El año pasado estuve en Nueva York. Trabajando. Pero no era lo que pensaba. —¿Y qué pensabas? —Que el ruido, las luces y los rascacielos me llenarían. Que el mundo grande era lo único que necesitaba. Pero… —hizo una pausa, sus ojos fijos en la ventana nevada— descubrí que extrañaba los inviernos tranquilos de aquí. El sonido del viento en las montañas, el silencio que solo se rompe con la nieve.

Valeria sonrió, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago. Era el momento. La carta, el peso de diez años de silencio, estaba en su bolso. Podía dársela. Pero el miedo, ese viejo y conocido miedo, le apretó el pecho.

—¿Y tú? —preguntó él—. ¿Has viajado? —No. Siempre hay algo que hacer aquí. —Siempre dices lo mismo, Valeria. Creo que tienes miedo de irte. —Y tú —replicó ella, su voz un poco más fuerte—, tienes miedo de quedarte.

Adrián rió suavemente. Ese sonido, un eco de su adolescencia, le removió todos los recuerdos, todas las conversaciones nocturnas, todas las promesas que se habían hecho y que la distancia había roto.

Pasaron el día entre conversaciones, páginas de libros y café caliente. La biblioteca, que siempre había sido su refugio, ahora era un puente entre dos mundos que se habían separado.

Capítulo 3: La tormenta de la indecisión

Cuando él se levantó para marcharse, Valeria sintió que se le escapaba otra vez. La oportunidad, el único tren que tenía para cambiar su destino, se le iba de las manos.

—Espera —dijo antes de que él abriera la puerta—. ¿Tienes un minuto más? —Claro —respondió él, con una sonrisa que la hizo sentir que el tiempo no existía.

Metió la mano en el bolso y rozó el sobre. La carta. Sus dedos se cerraron sobre el papel, pero en el último instante lo soltó.

—Olvídalo. No es importante.

Él la miró, como queriendo decir algo más, pero solo se despidió y salió a la nieve. El sonido de la campana de la puerta, esta vez, sonó como un adiós.

Esa noche, la tormenta arreció. El pueblo entero parecía congelado; las calles vacías, el viento golpeando las ventanas. Valeria, sola en su apartamento, contemplaba la carta sobre la mesa. La había escrito a los veintitrés, la noche antes de que él partiera a Madrid. Le confesaba que lo amaba desde el último curso, que siempre supo que él buscaba algo más allá de ese pueblo, pero que, si algún día se cansaba de buscar, ella estaría allí. Nunca tuvo el valor de dársela.

Entonces, tomó una decisión. Si no lo hacía ahora, no lo haría nunca. El miedo no podía gobernar su vida para siempre.

Capítulo 4: El reencuentro

A la mañana siguiente, con la nieve cubriendo las calles, caminó hasta la vieja casa de los Lozano. El frío ya no le importaba. Su corazón latía con una determinación que no había sentido en años. Adrián estaba en el porche, cortando leña, con un gorro de lana y las manos rojas por el frío.

—Valeria… —dijo sorprendido—. ¿Qué haces aquí tan temprano? —Tenía que darte esto —dijo, tendiéndole el sobre.

Él lo tomó, intrigado, y sus ojos se encontraron. La conexión que había existido entre ellos, ese hilo invisible que el tiempo no había roto, seguía allí.

—¿Qué es? —Léelo.

Ella se giró para irse, para no tener que ver su reacción, pero él la detuvo con la mano.

—Espera.

Abrió la carta y comenzó a leer. El silencio era total, roto solo por el crujido de la nieve bajo sus botas y el latido de sus corazones. Al terminar, levantó la vista.

—¿Esto lo escribiste hace diez años? —Sí. Y no lo di porque pensé que no importaba. —Valeria… —suspiró—. Si lo hubiera sabido, nunca me habría ido.

Ella lo miró, incrédula. Las lágrimas se le acumularon en los ojos.

—No digas eso por decirlo. —No lo digo por decirlo. Te busqué en muchas ciudades, en muchas caras, aunque nunca lo admití. Y cada vez que volvía aquí, esperaba que tú… me detuvieras.

El frío desapareció de golpe. El mundo se calentó, como si un sol escondido hubiera salido de la nada.

—Entonces… —dijo ella, apenas en un susurro— ¿qué hacemos ahora? —Ahora… —respondió él, guardando la carta en el bolsillo, un gesto que significaba que la guardaría para siempre— creo que es hora de quedarme.

Adrián dio un paso y la abrazó con fuerza, como queriendo recuperar todos los inviernos perdidos, todos los años de silencio y todas las palabras no dichas.

La nieve siguió cayendo, pero para ellos, el mundo se detuvo. El tiempo se detuvo. Habían encontrado su hogar, el uno en el otro. Porque algunos amores, como las historias que se guardan en las cartas, tienen que esperar el momento perfecto para ser leídos.