En el verano de 1821, mientras México celebraba su independencia de España con fuegos artificiales y gritos de libertad, la hacienda San Jerónimo, en las afueras de Querétaro, permanecía en un silencio sepulcral. Aquella propiedad colonial, con sus muros de adobe agrietados y sus campos de maguey extendiéndose hasta el horizonte, parecía un monumento a la decadencia.

Pero la verdadera ruina de San Jerónimo no estaba en sus paredes desmoronadas, sino en el sótano del ala este. Allí vivía una figura que los trabajadores llamaban simplemente “la Criatura”.

Nacida veintidós años atrás, su llegada había desafiado todas las categorías conocidas. La partera huyó santiguándose. Doña Esperanza de Mendoza, su madre, ordenó que la envolvieran en mantas oscuras y la llevaran lejos de su vista. Don Rodrigo, el patriarca, consultó a tres sacerdotes, quienes coincidieron: era una prueba divina, un castigo por un pecado oculto, y debía ser mantenida en secreto absoluto. No podía ser bautizada como niño ni como niña, no podía llevar el apellido Mendoza y no podía vivir en la casa grande.

Así, la Criatura, un hermafrodita, creció primero en los establos y luego en el sótano, cuando su naturaleza dual se hizo imposible de ocultar. Durante veintidós años, aprendió el mundo a través de las rendijas y los susurros, alimentada por sobras. Gracias a los libros viejos que le llevó un capellán borracho —quizás por compasión, quizás por morbo—, aprendió a leer en español y latín. Aprendió los nombres de sus hermanos legítimos (Rafael, Sebastián y María Dolores) que vivían ignorantes de su existencia.

Y aprendió algo más peligroso: aprendió a odiar. Odiaba a la madre que la desterró, al padre que consideró si matarla sería un pecado menor, y a la sociedad que la llamó abominación.

En mayo de 1821, quizás por el aire de revolución o por la simple saturación del odio, la Criatura tomó una decisión. Si el mundo la había condenado a las sombras, desde las sombras actuaría.

El primer objetivo fue Tomás, un esclavo de treinta y cinco años encargado de llevarle comida. En los ojos de Tomás, la Criatura había detectado algo más que asco: un deseo retorcido e innegable.

Una noche de junio, Tomás bajó al sótano. La Criatura lo esperaba, cubierta solo por una sábana delgada. “Tomás”, dijo con voz clara por primera vez, “sé lo que ves cuando me miras”.

Tomás dejó caer la bandeja. La Criatura se levantó, dejando caer la sábana y revelando el cuerpo que la naturaleza había creado sin consultar a los sacerdotes: una contradicción viviente de rasgos masculinos y femeninos.

“Dicen que eres obra del diablo”, susurró Tomás, retrocediendo.

“¿Y tú crees en maldiciones, Tomás?”, sonrió la Criatura. “¿Qué maldición podría ser peor que la vida que ya vives?”. Le ofreció una elección: huir o quedarse y tocar lo prohibido.

Tomás, un hombre sin nada que perder, se quedó.

Lo que sucedió esa noche quedó solo en la memoria de uno. La Criatura no usó la violencia física, sino algo más insidioso. Usó su dualidad para empujar a Tomás a un abismo donde el placer y el dolor se volvieron indistinguibles; usó sus miedos y culpas ocultas, susurrándole al oído hasta quebrar algo fundamental en su psique.

Tomás salió del sótano al amanecer como un cascarón vacío, con la mente fragmentada. Tres días después, Vicente Ruiz, el capataz, encontró el cuerpo de Tomás flotando en el pozo principal. Su rostro estaba congelado en una expresión de horror absoluto, como si hubiera muerto en medio de un grito.

Don Rodrigo declaró que fue un accidente, pero nadie le creyó. El pozo tenía un muro de medio metro; nadie caía allí por error.

Mientras envolvían el cuerpo, Lucía, una joven sirvienta de dieciséis años, notó algo en la mano cerrada de Tomás. Discretamente, abrió los dedos rígidos y encontró un mechón de cabello largo, de un inusual color castaño rojizo, y un pequeño trozo de tela. Lucía guardó los objetos, sintiendo que había tropezado con un secreto terrible.

El entierro fue apresurado. Desde su ventana, Doña Esperanza rezaba, no por Tomás, sino para que nadie descubriera el sótano. Abajo, la Criatura escuchaba la conmoción con una satisfacción fría. La muerte de Tomás era solo el prólogo.

El siguiente objetivo era Francisco, el herrero. Un hombre cruel que también bajaba al sótano con excusas de reparaciones, sus ojos demorándose en el cuerpo de la Criatura.

La tarde del entierro de Tomás, Francisco bajó, fingiendo revisar las bisagras. La Criatura lo recibió con una sonrisa amenazante. “Qué amable de tu parte venir”, dijo. “¿Sabe don Rodrigo cuánto tiempo pasas realmente aquí abajo?”.

Francisco la amenazó. “Cuidado con lo que insinúas, monstruo”.

“Podrías intentarlo”, susurró la Criatura, acercándose. “Pero entonces tendríamos que preguntarnos qué le pasó realmente a Tomás. Y si investigan… ¿cuánto tardarán en recordar todas tus visitas a este sótano?”.

El rostro de Francisco palideció. Entendió la trampa: en un escándalo, él sería un chivo expiatorio perfecto. “¿Qué quieres de mí?”, preguntó, derrotado.

“Simplemente quiero que sepas que estamos conectados”, sonrió la Criatura, mientras Francisco huía, dejando atrás su caja de herramientas.

Mientras la tensión crecía en la hacienda, Lucía continuaba su investigación. El cabello castaño rojizo no pertenecía a nadie. Finalmente, confrontó a Josefina, la sirvienta más anciana. “¿Es cierto que Doña Esperanza tuvo cuatro hijos?”.

Josefina, aterrorizada, confesó: “Nadie debe hablar de eso. Está en el sótano del ala este. Nació diferente”.

Esa noche, Francisco, carcomido por el miedo y la culpa que la Criatura había sembrado, finalmente cedió. Bajó al sótano a medianoche. “Hay rumores”, dijo, “la gente habla”.

“Los monstruos no nacen, Francisco. Los crean”, respondió la Criatura. Y entonces, comenzó a desarmarlo verbalmente, revelando secretos oscuros de su pasado, pecados que él creía enterrados, como la muerte de un niño en Veracruz.

Fue una confesión retorcida que duró hasta el amanecer. La Criatura extrajo cada culpa, desarmando su psique. Al amanecer, Francisco caminó como un autómata hacia su herrería. En su mente rota, creyó que solo el fuego y el metal que había usado para su trabajo podrían purificar su carne corrupta.

Vicente Ruiz lo encontró horas después. Francisco había usado sus propias tenazas, cinceles y un hierro de marcar para infligirse una muerte ritual y espantosa.

Dos muertes en dos semanas. Don Rodrigo, borracho y desesperado, se negó a enfrentar la verdad.

Esa noche, Lucía tomó su decisión. Con el mechón de cabello en el bolsillo, encendió una vela y bajó los escalones del sótano. La Criatura la esperaba en el catre, con una calma aterradora.

“Te estaba esperando”, dijo con su voz dual. “Sabía que vendrías, Lucía”.

“¿Cómo sabes mi nombre?”, tembló Lucía.

“Sé los nombres de todos”, sonrió la Criatura, levantándose para revelar su cuerpo. “He tenido veintidós años para aprender”.

Lucía retrocedió, chocando contra la pared. La luz de la vela iluminaba la figura que no era ni hombre ni mujer, sino ambos y ninguno. “¿Qué eres tú?”.

La Criatura se detuvo a un paso de ella, sus ojos brillando con un triunfo febril. “Soy el cuarto hijo de los Mendoza”.

Lucía, paralizada por el terror pero impulsada por la necesidad de entender, susurró: “Tú… tú los mataste”.

“Tomás buscó el pozo él solo. Francisco eligió su propia fragua”, respondió la Criatura. “Yo solo les mostré la verdad de lo que eran. Ellos también eran monstruos, ocultos bajo la luz del sol. Mi venganza no era solo contra ellos”.

Lucía vio la caja de herramientas de Francisco en un rincón y comprendió la locura que había desatado.

“Tú eres el testigo, Lucía”, dijo la Criatura, y su voz ya no contenía odio, solo una finalidad helada. Cogió una linterna de aceite que había junto al catre. “Ellos me enterraron aquí en vida. Pero un secreto no puede ser enterrado para siempre. A veces, solo necesita luz”.

Con un movimiento rápido, la Criatura arrojó la linterna encendida sobre el catre de paja seca. Las llamas estallaron instantáneamente, trepando por las mantas y los libros viejos.

“¡Corre!”, gritó la Criatura. “¡Cuéntales lo que viste! ¡Cuéntales que el honor de los Mendoza se quema esta noche!”.

Lucía gritó y subió corriendo las escaleras, el humo y el calor persiguiéndola. Salió al patio gritando: “¡Fuego! ¡Fuego en el ala este!”.

La hacienda se despertó en pánico. Don Rodrigo, Doña Esperanza y sus otros tres hijos salieron de la casa grande justo cuando las llamas devoraban el ala este, rugiendo como un depredador liberado. El viejo adobe y la madera seca eran el combustible perfecto.

Mientras los trabajadores intentaban inútilmente formar una cadena de cubos de agua, Doña Esperanza observó cómo el techo del sótano se derrumbaba. Comprendió todo. Cayó de rodillas, su rostro pálido a la luz del fuego, y gritó un nombre que nadie había escuchado en veintidós años.

Toda la hacienda San Jerónimo ardió esa noche. El monumento a la decadencia fue finalmente consumido, llevándose consigo los secretos de la familia Mendoza.

Al amanecer, solo quedaban ruinas humeantes. Lucía sobrevivió, de pie a la distancia, observando el humo elevarse hacia el cielo de un México recién independizado. Fue la única que supo la verdad completa: que la Criatura, borrada de la historia por su familia, había usado el fuego para escribir su propio final, asegurándose de que si no podía vivir con ellos, ellos se quemarían con ella.