El año de 1842 en Yucatán era un año de sequía que parecía eterna, como si el cielo se hubiera olvidado de llorar. La hacienda San Bartolomé se extendía como una herida abierta en la tierra con sus campos de henequén que se clavaban en el horizonte como espinas verdes y afiladas. El sol no era un astro, era un verdugo. A las 6 de la mañana ya calentaba los techos de palma hasta hacerlos crujir y a mediodía el aire vibraba con un calor que hacía que los ojos dolieran al mirar al cielo.

Los peones caminaban en filas encorvados bajo costales que pesaban 50 kg cada uno, con la espalda marcada por cicatrices que nunca cerraban del todo. El polvo se levantaba en nubes densas cada vez que un carro pasaba, tirado por mulas cuya piel estaba llena de llagas que nadie curaba. El olor era una mezcla brutal: sudor humano, orines de animales, sangre seca de los que habían caído la semana anterior y el dulzor pegajoso de la caña que se fermentaba en los barriles abandonados.

En el extremo sur de la hacienda, más allá de las chozas de los jornaleros libres, que al menos tenían un pedazo de milpa para sembrar frijol y un lugar donde enterrar a sus muertos sin pedir permiso, estaba el barrio de los esclavos. Allí las chozas eran más pequeñas, más bajas, con paredes de adobe agrietado por el sol y techos de palma que dejaban pasar la lluvia en gotas gruesas que caían sobre los cuerpos dormidos. No había puertas, solo cortinas de saco viejo que se movían con el viento como fantasmas. El suelo era de tierra apisonada, dura como piedra, y en las esquinas crecían hongos que olían a podredumbre.

En una de esas chozas, la número 47, según el registro del capataz, vivía Isidora con sus hijas, Valeria, de 10 años, y Jimena, de seis. Isidora había llegado a San Bartolomé encadenada, vendida por un traficante de Tabasco que juraba ante notario que era “carne fresca, sin vicios, buena para el trabajo y para la cría”. Tenía 28 años, pero parecía de 40. Su piel era del color del cacao maduro, suave en los recuerdos, pero ahora áspera por el sol y el látigo. Sus manos, antes delicadas, estaban llenas de callos que sangraban cuando cortaba henequén. Sus ojos, negros y profundos, habían perdido el brillo. Ahora solo reflejaban el cansancio de quien ha dejado de soñar.

Valeria era alta para su edad, flaca como un palo de escoba, con el cabello negro y enredado que le llegaba a la cintura. Tenía una cicatriz en la frente, recuerdo de cuando tenía 5 años y un capataz la golpeó con una vara por recoger una mazorca caída. Jimena era más pequeña, con ojos grandes y asustados que parecían ocupar media cara. Hablaba poco. Desde que llegaron a la hacienda había aprendido que el silencio era una forma de supervivencia.

Aquella mañana, antes de que el gallo cantara por tercera vez, el capataz Prudencio irrumpió en la choza como un demonio. Era un hombre bajo y ancho, con una barriga que colgaba sobre el cinturón y una cicatriz que le cruzaba el cuello como un río seco. Su aliento olía a mezcal rancio, a tabaco masticado y a algo más podrido que nadie quería nombrar. Llevaba el látigo enrollado en la mano derecha y una linterna en la izquierda, aunque aún no había amanecido del todo.

“¡Isidora!”, gritó pateando la cortina de saco. “El amo te reclama en la casa grande. Y trae a las mocosas ya.”

El sonido de su voz despertó a las niñas de golpe. Valeria se sentó en el petate con el corazón latiéndole tan fuerte que parecía que iba a salirse del pecho. Jimena soltó un gemido que parecía más de animal herido que de niña. Isidora se puso de pie lentamente, como si cada hueso le pesara una tonelada. Se agachó para besar la frente de sus hijas, pero sus labios apenas rozaron la piel. Estaban agrietados por la sequía.

“Quédense quietas”, susurró. “No hagan ruido. Pase lo que pase, no salgan. Mamá vuelve pronto.”

Pero Prudencio soltó una carcajada que sonó como un pedazo de vidrio roto contra el suelo. “Hoy no, negra. El amo dijo que las quiere a las tres. Dice que es hora de que las niñas aprendan lo que es ser mujer en San Bartolomé.”

Isidora sintió que el corazón se le subía a la garganta y se quedaba allí, latiendo como un pájaro atrapado. Había oído los rumores. Todas las mujeres de la hacienda los habían oído, susurrados en las noches cuando los capataces dormían la mona. Don Ramiro de la Cruz, el dueño, no era como los otros hacendados que se conformaban con violar a las esclavas en la oscuridad de sus cuartos y luego olvidarlas al amanecer. Don Ramiro quería público. Quería que las hijas vieran, quería que el terror se grabara en sus retinas desde pequeñas para que nunca olvidaran quién era el amo, quién era el dios de ese infierno verde.

Las niñas salieron de la choza descalzas, pisando la tierra fría que aún guardaba el rocío de la noche. El camino hasta la casa grande era largo, casi un kilómetro de polvo y espinas. Valeria iba adelante apretando la mano de Jimena con tanta fuerza que la pequeña empezó a llorar en silencio, con lágrimas que caían sin ruido sobre la tierra seca. Isidora caminaba detrás con la cabeza baja, contando los pasos como si cada uno fuera una oración. Prudencio las empujaba de vez en cuando con la culata del látigo, riéndose cuando Jimena tropezaba.

El camino estaba lleno de detalles que se grababan en la memoria como cuchillos. Un perro flaco que lamía una herida en su pata, un niño esclavo que cargaba agua en un cántaro roto, una mujer mayor que barría el corredor de las chozas con una escoba hecha de ramas. Nadie las miraba a los ojos. Mirar a los ojos era peligroso. Podía costar un latigazo o algo peor.

La casa grande apareció al final del camino como un monstruo de piedra blanca con balcones de hierro forjado que parecían garras extendidas y un patio interior donde crecían bugambilias rojas como sangre fresca. Las paredes estaban encaladas, pero el sol las había quemado hasta dejarlas grises en algunos lugares. Había un pozo en el centro del patio con una polea oxidada y un cubo que goteaba agua turbia. Alrededor, esclavos barrían el corredor con escobas de palma, moviéndose como sombras. Una mujer con el rostro surcado de arrugas como un mapa antiguo, murmuró algo que sonó como una oración cuando las vio pasar. Nadie más dijo nada. Nadie podía.

Don Ramiro las esperaba en el salón principal, sentado en una butaca de terciopelo rojo que había traído de España veinte años atrás. Era un hombre de 45 años con el cabello negro peinado hacia atrás con brillantina y una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, recuerdo de una rebelión maya en 1839. Vestía levita negra, chaleco de seda bordado con hilos de oro y botas relucientes. En su mano derecha sostenía un puro habano. En la izquierda, un rosario de plata con cuentas talladas.

El salón era enorme, con techos altos y vigas de cedro. Las paredes estaban cubiertas de tapices con escenas de caza y santos martirizados. El suelo era de mármol italiano, frío al tacto.

“Acérquense”, dijo don Ramiro con voz suave, casi paternal.

Isidora dio un paso al frente. Las niñas se quedaron atrás, temblando. Jimena se aferró a la falda de su madre. Valeria apretó los puños.

“Don Ramiro, por favor”, empezó Isidora con la voz temblorosa. “Mis hijas son muy pequeñas. No entienden. Déjelas en la choza.”

El hombre se levantó lentamente. Dio una calada al puro. “Pequeñas. Sí”, dijo dando un paso hacia ellas. “Pero ya tienen ojos. Y los ojos recuerdan, los ojos aprenden, los ojos obedecen.” Se acercó a Isidora y le levantó la barbilla, obligándola a mirarlo a sus ojos grises, fríos como el acero. “Tú eres la nueva, ¿verdad? La que trajeron de Tabasco. Dicen que eres fuerte, que aguantas el látigo sin desmayarte.”

Isidora no respondió. Se volvió hacia las niñas. “Valeria, Jimena, vengan aquí. No muerdo… todavía.”

Las niñas no se movieron. Prudencio las empujó desde atrás. Jimena tropezó y cayó de rodillas. Don Ramiro se agachó y le acarició el cabello. “Qué cabello tan bonito”, dijo con voz que helaba la sangre.

Isidora dio un paso adelante. “No las toque”, gritó con una voz que salió ronca, quebrada. “¡Por Dios, no las toque, son niñas!”

El golpe fue tan rápido que no lo vio venir. El dorso de la mano de don Ramiro impactó contra su mejilla con un sonido seco. Isidora cayó al suelo, escupiendo sangre y un diente.

“Silencio”, dijo don Ramiro, limpiándose la mano en un pañuelo de seda. “Esto es una lección para ellas y para ti. Para que nunca olviden quién manda aquí.”

Ordenó a Prudencio que atara a las niñas a dos sillas de madera en una esquina del salón. Las cuerdas eran ásperas y cortaban la piel. Prudencio les tapó la boca con trapos sucios. Jimena cerró los ojos con fuerza. Isidora fue arrastrada hasta el centro del salón.

“No mires al suelo”, le ordenó don Ramiro, agarrándola del cabello. “Míralas a ellas. Quiero que vean tu cara. Quiero que vean lo que eres. Lo que serán.”

Isidora levantó la vista. Sus ojos se encontraron con los de Valeria. La niña tenía las mejillas empapadas en lágrimas, pero no apartaba la mirada. Había algo en sus ojos que no era solo miedo; era algo más oscuro, más profundo, como una semilla que empieza a germinar en la tierra negra.

El primer grito de Isidora fue un sonido gutural, animal. El segundo, más débil. El tercero, apenas un jadeo. Don Ramiro se movía con calma, como si estuviera arando un campo que ya conocía de memoria. Cada embestida era un mensaje grabado a fuego en la carne: Esto es lo que eres. Esto es lo que significa ser propiedad, ser nada.

Cuando terminó, se ajustó la ropa. Se acercó a las niñas y les quitó los trapos de la boca. “¿Lo vieron bien?”, preguntó con voz dulce. “Eso es lo que pasa cuando desobedecen. Pero si son buenas, tal vez no les toque a ustedes todavía.”

Valeria escupió al suelo. Don Ramiro se agachó junto a Isidora, que yacía en el suelo con la ropa desgarrada. “Mañana vendrás otra vez”, dijo. “Y ellas también. Todos los viernes al atardecer. Hasta que aprendan. Hasta que lo lleven en la sangre.”

Aquella noche en la choza, Isidora no pudo dormir. Se quedó sentada, abrazando a sus hijas. Valeria no hablaba, sus ojos fijos en la pared. Jimena lloraba en silencio.

“Un día”, susurró Isidora, con la voz rota, “nos iremos de aquí. Lo juro por la Virgen de Guadalupe.” Pero en su voz no había esperanza. Solo el comienzo de algo que crecería en la oscuridad, como una planta que se alimenta de sangre.

Los meses siguientes fueron un infierno repetido, un viernes tras otro. Cada atardecer, Prudencio llegaba a la choza con la misma orden. Don Ramiro había perfeccionado su ritual: las niñas atadas, Isidora en la alfombra. Las niñas crecían en ese infierno, aprendiendo a odiar antes de aprender a leer. Valeria empezó a contar los días en secreto, marcando las paredes de la choza con una piedra afilada, una raya por cada viernes.

Pero algo cambió una noche de octubre. Isidora había sido llevada a la casa grande. Don Ramiro estaba peor que de costumbre. El mezcal le había soltado la lengua. Hablaba mientras la violaba, confesando.

“¿Sabes por qué lo hago delante de ellas?”, decía con la voz pastosa. “Porque mi padre lo hizo conmigo. Con mi hermana. En esta misma sala. Yo tenía ocho años, ella seis. Mi madre… mi madre rezaba con el rosario en la mano. El mismo rosario que ves aquí. Y yo… yo solo miraba. Y aprendía. Aprendía que el poder es esto.”

Isidora, medio inconsciente, apenas entendía. Pero Valeria sí entendía. Desde su silla, con las muñecas sangrando por las cuerdas, escuchaba cada palabra. El odio puro, destilado, se encendió en sus ojos.

Cuando don Ramiro terminó, se levantó tambaleante y fue por más mezcal. Dejó el rosario de plata sobre la mesa de caoba.

Isidora, en el suelo, vio el rosario y vio a Valeria. La niña había logrado aflojar una de las cuerdas. Sus dedos pequeños se estiraban hacia la mesa.

“No”, susurró Isidora, apenas audible.

Pero Valeria no escuchó. Con un movimiento rápido, casi felino, tomó el rosario y lo escondió en su falda. Prudencio, que dormitaba en una esquina, no vio nada.

Esa noche, de vuelta en la choza, Valeria sacó el rosario. “Es de él”, dijo Valeria con una voz que ya no era de niña. “Pero ahora es nuestro. Es nuestra arma.”

“Si lo encuentran, nos matarán”, dijo Isidora, horrorizada.

“No lo encontrarán”, respondió Valeria, segura. “Y si lo encuentran, diré que me lo dio por ser buena. Por mirar sin llorar.”

Jimena, que había estado callada todo el camino, habló por primera vez en semanas. “¿Para qué lo quieres, Valeria?”

Valeria apretó el rosario. “Para rezar como él. Pero no como él. Para rezar por él. Para que se muera. Para que se queme en el infierno. Para que pague cada viernes, cada grito, cada gota de sangre.”

A partir de entonces, cada viernes, Valeria llevaba el rosario escondido, cosido dentro de la falda. Contaba las cuentas con los dedos, una por una, murmurando palabras que nadie entendía. Una, dos, tres. Cada cuenta era una promesa.

Una noche, después de una lección especialmente brutal, Valeria se quedó despierta. Sacó el rosario y, con una piedra afilada, empezó a tallar algo en una de las cuentas. Letra por letra, lentamente. Cuando terminó, la cuenta decía “MÍA”, en letras torcidas pero claras.

Al día siguiente, en el campo, Valeria vio a Gregoria, una esclava mayor que había perdido a sus tres hijos. Gregoria rezaba en voz baja en maya.

“¿Sabes leer?”, preguntó Valeria en voz baja.

Gregoria la miró. “Lo suficiente para no morir por ello. ¿Por qué, niña?”

Valeria le mostró la cuenta tallada. “Enséñame. Quiero aprender a rezar de verdad. No como el amo.”

“Siempre ven después del toque de queda”, susurró Gregoria. “En la choza de los muertos. Allí nadie nos ve.”

La choza de los muertos era un lugar prohibido que olía a podredumbre y a miedo. Pero esa noche, Gregoria enseñó a Valeria las primeras palabras: no del Padre Nuestro, sino de un rezo antiguo que hablaba de viento y de fuego, de sangre y de venganza. Valeria aprendió rápido. Cada noche se escapaba a la choza. Jimena la seguía a veces, como una sombra. Aprendieron a rezar con el rosario robado, pero no rezaban por salvación; rezaban por justicia.

Una noche, Gregoria les dio algo más: un cuchillo pequeño hecho de obsidiana negra, envuelto en tela roja. “Para cuando llegue el momento”, dijo Gregoria. “Pero solo si están seguras. Solo si el espíritu las elige.”

Valeria tomó el cuchillo y lo escondió con el rosario.

El momento llegó un viernes de noviembre, cuando la luna estaba oscura. Don Ramiro estaba más borracho que nunca. “Hoy no hay sillas”, dijo con la voz pastosa. “Hoy las quiero de pie. Para que vean bien.”

Empezó con Isidora. Pero esta vez, algo era diferente. Isidora no gritó. Solo miró a Valeria. Y Valeria entendió. Era la señal.

Mientras don Ramiro estaba distraído, con la espalda vuelta, Valeria sacó el cuchillo de obsidiana. Prudencio estaba apoyado en la pared, casi dormido. Valeria dio un paso, luego otro. El cuchillo brillaba en su mano como una estrella negra.

Don Ramiro se volvió justo a tiempo para ver el brillo, pero ya era tarde. El cuchillo entró en su cuello con un sonido húmedo.

La sangre salió a chorros, salpicando la alfombra, el vestido de Isidora, la cara de Valeria. Don Ramiro gorgoteó, intentó gritar, pero solo salió sangre. Cayó de rodillas, con las manos en el cuello, mirando a Valeria con ojos que ya no entendían.

Prudencio se despertó demasiado tarde. Valeria ya estaba sobre don Ramiro, con el cuchillo en alto, los ojos encendidos como brasas. Jimena gritó por primera vez en meses, un grito agudo que cortó el aire. Isidora se levantó del suelo, con los ojos vivos por primera vez en años. Tomó el rosario de la mesa y lo levantó como un arma.

“Reza ahora, amo”, dijo con voz que era acero. “Reza por tu alma.”

Don Ramiro intentó hablar; solo salió un sonido burbujeante, rojo. Valeria dio el golpe final. El cuchillo entró en el pecho una, dos, tres, cuatro, cinco veces, hasta que el cuerpo dejó de moverse.

Prudencio intentó huir gateando hacia la puerta. Isidora lo atrapó por el cabello. Le rompió el rosario en la cara. Las cuentas de plata saltaron por el suelo como lágrimas congeladas. Jimena encontró el látigo de Prudencio en el suelo. Lo tomó con manos temblorosas. Lo usó una vez, dos, tres, hasta que el capataz dejó de gritar, hasta que su cuerpo se convulsionó y quedó quieto.

Cuando terminó, el salón estaba en silencio. Solo se oía la respiración agitada de las tres, el goteo de la sangre sobre el mármol y el viento que empezaba a aullar afuera. Isidora miró a sus hijas. Tenían sangre en la cara, en las manos, en la ropa, pero sus ojos estaban vivos.

“Ahora sí”, dijo con voz firme. “Ahora nos vamos. Ahora empieza todo.”

Huyeron esa misma noche bajo una luna nueva que no iluminaba nada. Caminaron con la ropa manchada de sangre seca, los pies descalzos, el cuchillo de obsidiana en la mano de Valeria y el rosario roto en la de Isidora. La hacienda dormía. Don Ramiro ya no mandaba.

Caminaron por el monte entre nopales y mezquites. Isidora llevaba a Jimena en brazos; la niña temblaba de fiebre, pero no lloraba. Valeria iba adelante, abriendo camino, guiada por un instinto que no sabía que tenía.

Llegaron a un pueblo maya escondido en la selva, un lugar que no aparecía en los mapas. Allí, una mujer llamada Xtabay las recibió. Era curandera, partera, guardiana de secretos. Tenía el cabello blanco como la cal y los ojos negros como la obsidiana.

“Los espíritus las trajeron”, dijo Xtabay, mirando las heridas de Isidora, la sangre seca en la cara de Valeria, el cuchillo que aún goteaba. “Pero los espíritus también exigen. Exigen sangre por sangre, memoria por memoria.”

Les dio refugio en una choza de piedra y palma. Les dio comida y agua de un manantial. Les dio tiempo para sanar, pero el tiempo no borra, el tiempo solo transforma. El tiempo convierte el dolor en memoria, y la memoria en el arma que usarían para sobrevivir. En la selva, lejos de San Bartolomé, la sequía de sus almas apenas comenzaba a romperse, no con olvido, sino con el filo de la obsidiana y el peso de un rosario roto.