Título: “El Regreso de Don Manuel”

Lucía pensó que solo era un mendigo lisiado. Le daba de comer cada día con lo poco que tenía. Nunca imaginó que ese acto sencillo cambiaría su destino. Esta es la historia de cómo la bondad de una mujer humilde sacó a la luz secretos ocultos, redimió a un hombre roto y unió dos almas en la adversidad.
Lucía tenía 24 años. Vivía sola, sin familia, en una habitación diminuta sin agua ni electricidad, cerca del camino de entrada a Málaga. Con maderas viejas y chapas oxidadas había construido un pequeño puesto de comida bajo un gran olivo. Cocinaba gachas, arroz, lentejas… platos sencillos pero calientes, con sabor a hogar. Vestía con ropa remendada y zapatillas gastadas. Pero siempre tenía una sonrisa para quien se acercara.
Cada mañana, antes del amanecer, se levantaba a cocinar. Cuando el sol salía, ya había llenado su olla. Y cuando el reloj marcaba las tres de la tarde, él aparecía: Don Manuel. Lisiado, en una silla de ruedas vieja que chirriaba con cada piedra del camino. Sus piernas, envueltas en vendas sucias. Su ropa, rota. Su cara, cubierta de polvo. No hablaba. No pedía. Solo se quedaba quieto junto al puesto de Lucía, esperando.
Ella siempre le daba un plato. Aunque fuera el último. Aunque fuera su propia cena. “Tome, Don Manuel. Coma. Yo cocinaré algo más luego”, le decía con voz suave. Y él solo asentía, sin mirarla. Pero una tarde, él habló: “¿Tú siempre das sin esperar nada?”. Lucía sonrió. “No espero. Solo no quiero dejar que alguien pase hambre frente a mí.”
Ese día, un auto negro se detuvo frente al puesto. Un hombre alto, de camisa blanca y zapatos brillantes, bajó del coche. No dijo nada. Solo miró a Don Manuel, largo rato. Como si lo conociera. Como si viera a un fantasma. Luego pidió un plato de paella, comió en silencio y se marchó. Lucía notó que Don Manuel había dejado de masticar mientras él estaba allí.
A la mañana siguiente, Don Manuel no vino. Ni al otro día. Ni al tercero. Lucía salió a buscarlo. Preguntó por él en la calle. Nadie sabía nada. Ni los vendedores ambulantes, ni los vecinos, ni los niños. La silla vacía junto a su puesto la hacía llorar en silencio. Algo le decía que algo grave había pasado.
Al cuarto día, un hombre de gorra roja y ropa elegante bajó de un coche frente a su puesto. Le dio una carta. Solo decía: “Ven al Hotel Alhambra a las cuatro. De parte de un amigo.”
Lucía fue. Teni a miedo, pero también esperanza. En el salón del hotel, lo vio: Don Manuel, de pie, con un bastón. Afeitado. Limpio. Vestido con ropa fina. Ya no estaba lisiado. Caminaba con dificultad, pero caminaba.
“Me llamo Manuel de la Vega”, le dijo. “Antes era empresario. Perdí a mi esposa en un accidente. Me perdí. Me fui a la calle. Hasta que tú me hiciste recordar lo que era ser humano.”
Junto a él estaba Tomás, su hijo. El hombre del coche negro. “Mi padre volvió a la vida gracias a ti”, dijo. “Queremos abrir un restaurante. Queremos que tú seas el alma.”
Lucía aceptó. Se llamó Casa Lucía. Se construyó sobre el mismo terreno donde antes había su puesto. Con paredes nuevas, cocina profesional… pero con la misma olla vieja de lentejas colgada como recuerdo.
Don Manuel recuperó su empresa. Tomás se convirtió en su socio. Lucía en la dueña del corazón del restaurante. Todos los días, una mesa junto al olivo quedaba vacía. Allí ponían un plato de lentejas y pan. Para recordar de dónde vinieron. Para honrar a los que, incluso sin nada, lo dieron todo.
Y por si acaso, si un día volvía a pasar otro Don Manuel… sabría que ahí, siempre habría un plato caliente esperándolo.
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Cada mañana, el mismo ritual: calle abajo, escoba en mano, gorra gris gastada y una sonrisa sin prisa. Don Jaime llevaba más de veinte años barriendo las aceras del barrio. Algunos lo saludaban con una cortesía apurada; otros, simplemente lo ignoraban, como si fuera parte del paisaje.
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