La noche cayó pesada sobre el rancho de los Sanders, como una manta sofocante que presagiaba tragedia.

—¡Por favor, que alguien me ayude! —gritó Dorothy, su voz quebrada por el pánico—. ¡No puedo respirar! ¡Quítenmelo de encima!

El eco de sus gritos se mezclaba con el croar distante de los sapos y el zumbido de los insectos. En otra parte de la propiedad, Leo corría descalzo, con el teléfono temblando entre sus manos sudorosas.

—No sé dónde está… —balbuceaba—. Si no lo encuentro pronto, ambos estaremos perdidos.

Entonces, lo escuchó. Un sonido seco, como el roce de cuero contra cemento, seguido por un gemido ahogado. Leo corrió hacia el patio trasero, y lo que vio lo dejó helado: Dorothy estaba atrapada en los anillos de una pitón gigantesca, su rostro tornándose púrpura mientras la criatura la apretaba con una fuerza monstruosa.

—¡Dios mío! —gritó, marcando a emergencias—. ¡Está matándola! ¡Rápido!

Las sirenas llegaron minutos después, pero para Leo esos minutos fueron siglos. Los rescatistas saltaron de los vehículos con sogas y ganchos, iluminando el jardín con linternas.

—¡Allí! ¡Debajo del tanque de agua! —señaló Leo.

El líder del equipo levantó la mano.
—¡Todos atentos! ¡Tenemos una pitón viva y en ataque!

El caos estalló. Dos oficiales se lanzaron hacia la cabeza del animal mientras otros intentaban liberar el torso de Dorothy.

—¡Tiren a mi cuenta! ¡Uno, dos, tres…!

Los músculos de la serpiente ondulaban como acero viviente. Un oficial recibió un golpe en el pecho que lo derribó, otro gritó cuando la cola de la pitón lo rozó en la pierna.

—¡La tengo! ¡Sujeten la cabeza! —rugió el líder.

Un último tirón coordinado, y finalmente el monstruo cedió. El cuerpo escamoso cayó al suelo con un golpe sordo. Dorothy respiró un silbido débil, jadeando.

—Sí… estoy bien —susurró—. Solo… llévenselo.

Los paramédicos se apresuraron. La colocaron sobre una camilla, limpiando la sangre y las marcas moradas que cruzaban su piel.

—Pulso estable. Respira. Preparémosla para traslado —dijo una paramédica, mientras Leo sostenía una botella de agua con manos temblorosas.

—¿Va a sobrevivir? —preguntó él, con la voz rota.

—Sí —respondió la paramédica con una sonrisa suave—. Está estable. Fue valiente, muchacho.

La ambulancia partió entre destellos rojos y azules. El sonido de las sirenas se alejó poco a poco, dejando el silencio volver al rancho. Leo observó cómo los oficiales cargaban la serpiente inmovilizada en una jaula metálica.

—Buen trabajo, Leo —dijo el jefe del equipo—. No todos habrían tenido el valor de enfrentarse a eso.

Leo asintió en silencio. Su mirada se perdió entre las sombras del jardín, justo donde todo había comenzado.

Allí, sobre el suelo aún húmedo, algo brilló débilmente. Se agachó y lo tomó: un fragmento de piel, reciente, reluciente bajo la luna.
El corazón de Leo se detuvo un instante.

La pitón del camión… no había mudado piel en semanas.

Y desde el granero, apenas perceptible, sonó otro roce seco.
Como el de cuero contra cemento.