En la vasta e indómita extensión del Bosque Nacional Chattahoochee, al norte de Georgia, donde árboles centenarios susurran secretos al viento y senderos sinuosos atraen a aventureros solitarios, una historia escalofriante permaneció enterrada durante años, oculta bajo tierra y hormigón olvidado. Esta es la historia de Greg Morrison y otras tres almas inocentes, cuyas desapariciones convergieron en un relato de crueldad calculada, expuesto solo por un fugaz e imposible fallo en la red de un teléfono móvil.

 

Comenzó, como tantas desapariciones, con una silenciosa partida. En septiembre de 2001, Greg Morrison, de 32 años y programador residente en Atlanta, buscó consuelo en el familiar abrazo del Sendero de los Apalaches. Excursionista experimentado, Greg se retiraba regularmente a las montañas, encontrando paz lejos del zumbido de las computadoras y las exigencias de la vida urbana. Su rutina habitual era meticulosa: una mochila llena con lo esencial para cinco días, un teléfono Nokia con la batería llena a pesar del servicio de guardabosques, y un registro diligente en la estación de guardabosques, detallando su ruta y su regreso previsto. El 14 de septiembre, registró meticulosamente su entrada y partió hacia el vibrante bosque otoñal, prometiendo a su jefe que regresaría el miércoles. Nunca lo hizo.

 

Al principio, su ausencia no causó mucha alarma; un senderista experimentado podría simplemente retrasarse. Pero a medida que los días se convertían en semanas, y luego las semanas en meses, un temor persistente se apoderó de sus colegas y, profundamente, de sus padres en Ohio. La investigación policial que siguió fue exhaustiva pero infructuosa. El Honda Accord de Greg permaneció intacto en el estacionamiento donde lo dejó. Equipos de guardabosques, voluntarios y unidades caninas peinaron cada centímetro de su ruta prevista, desde el primer campamento hasta los barrancos más remotos. Helicópteros rastreaban el dosel, pero el bosque permanecía obstinadamente silencioso. Ni tienda de campaña, ni mochila, ni rastro de forcejeo, ni cuerpo. Las posibilidades —una caída, un vagabundo perdido, un ataque animal, incluso un secuestro— se exploraron y descartaron, sin que ninguna de las dos opciones justificara la absoluta falta de pruebas. El caso de Greg Morrison, como tantos otros devorados por la naturaleza, pasó finalmente de la búsqueda activa a los archivos fríos de misterios sin resolver. Sus padres, desconsolados pero desafiantes, mantuvieron viva la llama de la esperanza; su padre regresaba dos veces al año a recorrer los senderos, publicando fotos descoloridas y negándose a que su hijo fuera olvidado por completo.

Pasaron cuatro largos años. El mundo seguía su curso. Entonces, en marzo de 2005, una anomalía. Un técnico de una compañía de telefonía móvil, que monitoreaba la red en el norte de Georgia, notó una señal débil, casi imperceptible. Un número, inactivo durante casi cinco años, se registró solo unos segundos antes de desaparecer. El número pertenecía a Greg Morrison. Su cuenta llevaba años cerrada. Las coordenadas de esta fugaz señal apuntaban a una ubicación imposible: una extensión remota, sin caminos ni rastro del bosque Chattahoochee, a kilómetros de cualquier torre de telefonía móvil. El técnico, presentiendo que algo andaba muy mal, informó de sus hallazgos a las autoridades.

Los antiguos expedientes del caso de Greg Morrison fueron reabiertos y aterrizaron en el escritorio de un nuevo detective. El escepticismo se enfrentó a la curiosidad. ¿Podría una señal fantasma realmente conducir a un misterio de cuatro años? Se organizó una expedición: un equipo de guardabosques, policías y el técnico, con su equipo especializado, se aventuraron en el terreno denso e implacable. El viaje fue arduo, abriéndose paso entre matorrales y navegando únicamente con GPS. Al anochecer, llegaron a la ubicación aproximada. El equipo estaba en silencio. El teléfono hacía tiempo que había muerto.

Sin embargo, al amanecer, un guardabosques, que observaba el paisaje, notó una sutil irregularidad: una pequeña colina que parecía anormalmente simétrica, demasiado plana. Comenzó la excavación. Bajo capas de tierra y musgo, apareció el hormigón, luego una pared y, finalmente, una pesada puerta metálica, astutamente camuflada como una pared rocosa. Era de acero grueso y oxidado, completamente impenetrable sin herramientas especializadas. No se trataba de una formación natural. Era un secreto, hábilmente escondido.

 

Horas después, con palancas, amoladoras y un generador portátil, el equipo forzó la puerta. Lo que se extendía más allá era un descenso a una oscuridad pura y sofocante y al denso hedor a descomposición. Un estrecho pasillo de hormigón descendía, con sus paredes rezumando humedad y moho, hacia un espacio más amplio: un viejo y olvidado búnker de la Guerra Fría. Estos refugios subterráneos, dispersos por todo el país, fueron construidos para un apocalipsis nuclear; muchos de ellos ahora están abandonados y perdidos en el tiempo. Este, sin embargo, había tenido un uso más insidioso.

 

En la segunda sala, los rayos de la linterna atravesaron la penumbra, revelando una imagen que paralizó a los veteranos oficiales. Cuatro esqueletos humanos, con la ropa reducida a jirones, estaban sentados contra la pared de hormigón, cada uno atado por la pierna derecha a una gruesa y oxidada tubería de agua. Las cadenas eran viejas pero robustas, con los candados asegurados. Botellas de plástico vacías, latas y envases de comida cubrían el suelo, evidencia evidente de una existencia prolongada y desesperada. En un rincón, un cubo servía de letrina improvisada.